Soy parte de ese ya numeroso grupo de astrónomos que, a lo largo de los años, han apostado por Chile. En los años 60 y 70 del siglo pasado, los astrónomos europeos y norteamericanos creyeron en Chile, eligiendo este país como el hogar de las instalaciones científicas más importantes del mundo: los observatorios más potentes y ambiciosos de la época. Sin duda ganaron su apuesta. Las mediciones cada vez más precisas, las estadísticas cada vez más completas, los resultados sorprendentes de las primeras observaciones confirmaron las expectativas más optimistas y atrajeron nuevas generaciones de proyectos cada vez más avanzados.
En la misma época un número creciente de jóvenes chilenos y chilenas se atrevió a apartarse de las carreras más consolidadas y tradicionales apostando por el estudio de la astronomía y fueron pioneros en la creación de una comunidad de científicos nacionales en esa disciplina.
Los que llegamos a finales de los años 90, en mi caso procedente desde Florencia, Italia, tuvimos el privilegio de ser parte de la puesta en marcha y operación de la siguiente generación de telescopios, maquinas realmente extraordinarias, nuevamente, los observatorios más grandes del momento. Cuando llegamos sabíamos poco o nada de este país remoto, nuestra apuesta fue por la astronomía, pero no dejábamos de percibir una sociedad en muchos aspectos contradictoria que atravesaba un difícil proceso para renovarse política y socialmente.
Diez años más tarde Chile había ya cambiado considerablemente y era un país mucho más moderno, con la ambición de aprovechar la oportunidad ofrecida por la astronomía para el desarrollo del país. Hacia la década 2010 ya varias universidades nacionales comenzaban a generar centros de tecnologías astronómicas que, si no estaban aún en el mismo nivel de las contrapartes internacionales, sí apostaban por ponerse rápidamente al día. Varios nos sumamos a ese desafío.
Han pasado otros diez años y no solo Chile, sino que el mundo entero, ha cambiado profundamente. Muchas de las que a final del siglo pasado podían ser consideradas anticipaciones pesimistas o incluso catastrofistas de posibles escenarios de un futuro distópico ahora son realidades concretas: la amenaza de los cambios climáticos, el peligro de las pandemias, el riesgo de conflictos sociales y migraciones masivas.
La cumbre anual sobre el cambio climático COP26 de noviembre pasado ha dejado manifiesta la dificultad de las grandes potencias para responder adecuadamente y a tiempo a estos múltiples desafíos. No así Chile que, en las ultimas décadas, parece haber adquirido una gran capacidad de renovarse y mirar positivamente hacia el futuro. Hace ya varios años el país está encaminado hacia una política de renovación de su matriz energética basada en innovación tecnológica y recursos renovables.
En 2020, por ejemplo, la capacidad instalada de parques eólicos y plantas fotovoltaicas, superó al de las centrales termoeléctricas a carbón. Mientras otros países, incluso mucho más desarrollados, se hunden en discusiones poco productivas sobre las metas de los acuerdos de Paris, Chile se dirige con paso firme hacia la carbono neutralidad y afortunadamente las señales indican que esta tendencia se irá fortaleciendo en el futuro.
No serán necesariamente los telescopios más potentes del mundo que entregan a Chile la habilidad de mirar lejos, pero la capacidad de renovarse recientemente demostrada hace de este un país por el que definitivamente sigue valiendo la pena apostar, incluso más allá del ámbito astronómico. Recientemente se ha firmado un acuerdo de cooperación entre Chile y ESO en el marco de la construcción del E-ELT (el nuevo telescopio más grande del mundo) y el Ministerio de Ciencia y Tecnología ha instituido una nueva comisión asesora en materia de astronomía. Estas nuevas herramientas permitirán integrar, incluso más fuertemente, la ciencia y la astronomía en el desarrollo sustentable de Chile.
* Astrónomo y académico del Centro de Astro Ingeniería UC