La educación superior chilena muestra una paradoja interesante. Por una parte, representa uno de los sistemas educativos con mayor capitalismo académico, debiendo las instituciones competir por estudiantes, profesores, investigadores, fondos de investigación, entre otros. Al mismo tiempo, este sistema posee uno de los niveles más altos de matrícula bruta en educación superior, superando largamente la cobertura de países como Estados Unidos o Suecia, entre otros.

Como resultado, la masificación y universalización de la matrícula no necesariamente han ido de la mano de la preocupación por la pertinencia de la formación. Vemos indicios de esto en fenómenos tan dispares como el reclamo de las clases medias por el valor de sus credenciales educativas en el estallido social de 2019 o la actual preocupación por la inserción laboral de personas con doctorados. En ambos casos, como trasfondo, se presenta la pregunta de si la formación de nivel superior está asociada a las demandas de los mercados laborales o a los requerimientos de las transformaciones sociales.

Sumado a lo anterior, existen retos de naturaleza global que también afectan a la educación superior chilena. Uno de ellos es la rápida transformación tecnológica, que está generando cambios significativos en los mercados laborales y en la forma en que el sector productivo opera. Otro reto importante es la creciente complejidad de los problemas sociales y ambientales, que requieren soluciones cada vez más interdisciplinarias, colaborativas y con capacidad de anticipación. Finalmente, cabe mencionar la creciente preocupación por la sostenibilidad y la responsabilidad social, que se encuentran cada vez más presentes en la agenda mediante los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).

En este contexto, la educación superior chilena enfrenta retos en distintos niveles. Ella debe estar preparada para ofrecer formación pertinente, actualizada y acorde a las demandas del mercado laboral y de las expectativas de ciudadanos capaces de trabajar en entornos marcados por la incertidumbre. Al mismo tiempo, la educación superior debe considerar los desafíos globales y las necesidades de la sociedad chilena en particular, considerando a la vez el presente y el futuro deseado. Esto implica una revisión constante de los planes de estudio, la actualización de los métodos de enseñanza, la promoción de la investigación de frontera y el fomento de la colaboración entre distintas disciplinas y actores. La innovación, en este sentido, no es tanto un estándar sino un modo específico de autoobservación, que implica reflexividad y transformación constante.

Pocos discutirían hoy que la educación superior chilena enfrenta grandes desafíos en un mundo cada vez más cambiante. Sin embargo, estos desafíos también representan una oportunidad para repensar el rol de la educación superior en la sociedad, su capacidad de desarrollar investigaciones transformativas y formar ciudadanos críticos.

Mucho se ha discutido de acceso, calidad y equidad: quizá el verdadero desafío integrador para nuestras instituciones sea aquel de innovar ante la complejidad, considerando la imprescindible articulación entre investigación, formación y extensión y vinculación con el medio.

*Director de Calidad Institucional de la Universidad de Tarapacá

**Directora de Innovación de la Universidad de Chile