El misterio de la golondrina de mar que viaja a la cordillera de Los Andes y atraviesa la noche de Santiago
En la zona central, una pequeña ave marina realiza repetidos viajes hacia las alturas cordilleranas. Durante décadas los ornitólogos han hallado pistas que han permitido encajar las primeras piezas del puzle: van a poner sus nidos. Pero, ¿por qué allí? “Son cientos, sino miles, dirigiéndose a un punto que no sabemos”, advierten investigadores.
Anochece. Tórtolas se elevan para descansar sobre pinos y liquidámbares. Chincoles se esconden entre los arbustos, y zorzales se deslizan sobre el pasto y las placas fúnebres. Resuenan los alaridos crepusculares de queltehues emparejados que protegen sus huevos, mientras otros simplemente observan vigilantes en el Cementerio Parque del Recuerdo, comuna de Huechuraba, con la silueta cada vez más difusa de los cerros. Pronto, un tucúquere, el búho más grande de Chile, se alistará para cazar desde una rama a buena altura.
La escena, bucólica, pasa a segundo plano, porque, varios kilómetros arriba, en pocas horas, sucederá una odisea tan impresionante como cotidiana.
Mientras asoma la Luna llena, Juan Salazar, ornitólogo de la Red de Observadores de Aves (ROC), habla de las golondrinas de mar: “Son sumamente llamativas, misteriosas y conocemos bastante poco…”, y aclara que “en estricto rigor” no son golondrinas, las cuales son paseriformes, pájaros. Él, en cambio, alude a unos parientes de los albatros y petreles, parte del orden de los Procellariiformes. Son aves que llevan lo marino “al extremo” —explica—, y la mayoría sólo recurren a tierra firme para reproducirse.
Las golondrinas de mar son pequeñas, de unos 20 centímetros, y se agrupan en los linajes Hydrobatidae y Oceanitidae. Su dieta se basa en pececillos, crustáceos y cefalópodos. Tienen una “profunda” vocación nocturna que las lleva a anidar en el continente, en cavidades naturales; son bastante fieles a sus sitios de nidificación, ya que “no es tan fácil” encontrar un hoyito adecuado, advierte Salazar. Estos desplazamientos las llevan a estar “sumamente amenazadas” por la contaminación lumínica de las ciudades, que las aturden. Según los científicos, recurrirían a la ubicación de las estrellas, a una suerte de “brújula magnética” en su cerebro y/o al olfato, sentido bien desarrollado en las aves marinas.
En la gran mayoría de los casos, sus nidos son un enigma, más en lo que respecta a la golondrina de mar andina, u Oceanites barrosi, recientemente descrita. Antes se la considerada una subespecie de la de Wilson (Oceanites oceanicus), lo que cambiaría tras un estudio filogenético —¡porque de aspecto son parecidísimas!— publicado en 2024; sólo falta la aprobación de la propuesta dentro del resto de la comunidad ornitológica. Así el género Oceanites pasaría de tener tres especies descritas (y varias subespecies) a siete, una de ellas O. barrosi, la única que realizaría unos crípticos e insospechados viajes por el centro de Chile para perdurar su linaje.
Tan marina como andina
“Golondrina de mar andina”. Su nombre, de entrada, parece contradictorio.
Hace más de un siglo se registran caídas de esta especie cerca de la cordillera de Los Andes en la zona central, en las regiones de Valparaíso, Metropolitana y O’Higgins. Siendo un ave hondamente vinculada al océano —incluso sus patas palmeadas evidencian esta vida marina—, la hipótesis aplicada durante largos años era que las tormentas oceánicas eventualmente provocaban caídas lejos del mar, decenas de kilómetros tierra adentro. Parecía sensato, o al menos factible.
Entre 1917 y 1928, el ornitólogo Rafael Barros se desempeñó en la piscicultura de Río Blanco, provincia de Los Andes. Según relata su nieto y colega, Rodrigo Barros, ahí encontró pieles y ejemplares juveniles de golondrina de mar, con plumón, nacidos hace poco. Los fuertes vientos oceánicos parecían explicar esos registros. “Pero visto en perspectiva, estas son aves hechas para condiciones desfavorables en el océano, son una máquina para enfrentar esos vientos”, por lo tanto, la explicación era “un poco rara”, advierte Barros.
Muchos años más tarde, en 2017, en un estudio publicado por el propio Rodrigo Barros, tras reunir decenas de registros de golondrinas de mar caídas en las zonas cordilleranas, encontró patrones: la mayoría eran juveniles, sobre todo entre marzo y abril; y entre noviembre y diciembre incluso se habían hallado ejemplares con huevo. “Si aparecen en la misma fecha y lugares, sería un viento con demasiada buena puntería”, desecha Barros. Otra era la explicación.
Así, ya por aquel entonces planteó Barros que “la hipótesis de una población de golondrinas de mar reproduciéndose en la cordillera de Los Andes parece descabellada”, escribió él por aquel entonces, “pero el conjunto de antecedentes que se han ido reuniendo no hacen más que reforzar esta loca idea”.
“Sugiere fuertemente una nidificación en la cordillera de Los Andes”, sintetiza Salazar sobre esta idea cada vez más sólida.
Y en los últimos años ha ocurrido un hallazgo clave: “Las vemos pasar arriba de nuestras cabezas, del Costanera Center”, asegura. Muchas de estas aves surcan el cielo encima de la capital, hacia sitios de muy difícil acceso, donde tendrían sus —aún— desconocidos nidos.
En una charla en agosto del 2024, Álvaro Jaramillo, reconocido ornitólogo y autor de la guía Aves de Chile, sinceró sobre esta idea: “Nunca nos imaginamos que una golondrina de mar iba a estar nidificando en la cordillera”, y destacó. “Es un fenómeno bien chileno, porque en el resto del mundo es en islas”.
De océano a cordillera
Salazar es optimista y pronostica que durante el verano 2025 los investigadores deberían hallar los primeros nidos.
De momento, la gran pista son los individuos que en vuelo atraviesan el urbanizado valle central. Para observar a estos intrépidos voladores nocturnos se recurre a la técnica de “miraluna” o moonwatching, que es aprovechar la luminosidad de la propia Luna con un telescopio y esperar a que crucen las aves delante de ella.
“Esperan a que oscurezca completamente para emprender su viaje hacia el interior, para evitar eventuales depredadores”, explica Barros, por lo que el “flujo más importante” es entre las 23.00 y 00.00.
Las golondrinas no son las únicas criaturas que vuelan durante la noche, pero se pueden reconocer por la forma y el movimiento de su vuelo: las largas alas que tienen en proporción a su tamaño y su aletear constante, batido, sin darse tiempo para planear (a diferencia de otras especies de similar tamaño), y que van en dirección oeste-este.
“No sabemos de dónde vienen”, sincera Barros, “pero es probable que sean ejemplares que se alimentan en el océano frente a Chile central”, donde la especie puede verse durante el año. “En un futuro se podría precisar cómo se mueve esta especie a través de equipos georreferenciados”, vislumbra.
Ya hacia el amanecer estas aves debiesen volar en sentido contrario, al océano. Los investigaciones suponen que son vuelos diarios, y que uno de los padres emprendería la travesía en busca de alimento mientras el otro espera con la cría. Ese “pulso de bajada” a la costa se produciría ya de madrugada. “Pero todavía no lo hemos descubierto”, sincera Barros.
La especie —como las demás de su grupo— pone sólo un huevo por temporada y aplican un cuidado biparental. “Y es muy loco, porque estas golondrinas de mar, sobre todo cuando nace el pollo, tendrán que viajar ambos padres del mar al nido, y de vuelta, de manera muy regular para alimentarlo; unos viajes loquísimos de ida y vuelta”, destaca Barros.
Por qué anidan tan lejos de la costa es un misterio. “Pero tenemos alguna idea que tendría vínculo con la historia geológica de esta zona y de los glaciares”, sugiere Barros.
Una búsqueda (casi) imposible
Son miles —y acaso muchas más— las golondrinas de mar andinas que se trasladan durante la noche sobre los extensos valles centrales. Lucas Quivira, guía de observaciones de aves, aplicando la técnica “miraluna” durante una hora en el Cajón del Juncal, comuna de Los Andes, vio 160 individuos.
En diciembre del 2021 Barros presenció por primera vez este fenómeno en Río Blanco, Aconcagua —en el mismo sitio donde su abuelo encontró los primeros ejemplares—, “y fue tan alucinante e impresionante que volviendo a Santiago miré la Luna, y también vi”. Es decir, remarca, “son cientos, sino miles, de golondrinas que están pasando por Santiago, dirigiéndose a un punto que no sabemos. Una locura”.
En los censos realizados por la ROC han registrado más de cien golondrinas pasando delante del satélite natural. “Y eso lo multiplicas, porque es como mirar una pieza a través de la cerradura de una puerta”, explica. “Es un punto mínimo de un universo que no estamos viendo”.
Hoy, la búsqueda se desarrolla en distintos puntos, siendo los cajones de los ríos Choapa, Aconcagua, Maipo, Cachapoal y sus afluentes los principales sitios de interés. Los investigadores piensan que estás colonias se encontrarían sobre los 2.500 metros de altura, e incluso más, ya que hay registros de golondrinas sobre los 3.500 mts. “Es ese rango y podría ser un poco más alta la ubicación”, advierte.
Más allá de esas nociones, los ornitólogos no manejan más pistas. “Parece infinita la oferta de acarreos de piedras; es buscar una aguja en un pajar”, admite Barros sobre lo que siente cuando se para en la cordillera y mira a su alrededor. “Son muchos los sitios potenciales, y acceder a ellos es a veces nada fácil”.
Cuando encuentren las primeras colonias sabrán mejor el sustrato, el tipo de superficie que utilizan estas aves para su reproducción, y así orientar la búsqueda a otros sitios.
Desde el 2013 se han descubierto que parientes como la golondrina de mar negra (Hydrobates markhami), la de collar (Hydrobates hornbyi), la chica (Oceanites gracilis) y peruana (Hydrobates tethys) anidan bien adentradas en el desértico Norte de Chile, donde también —cuales polillas— los juveniles son afectados por los focos de ciudades como Iquique y Antofagasta, y caen aturdido en las calles. Esta vez, con la especie andina, resulta aún más impresionante para los ornitólogos, al tratarse de nidos a más de 100 kilómetros de la costa y, capaz, a unos 3.000 mts de alto.
La alta importancia en hallar estos nidos es para la conservación de la especie. “Si no los conocemos, podrían hoy estar amenazadas y no saberlo, y eventualmente llegar tarde para protegerlos”, advierte. En torno a la mina Los Bronces, en Lo Barnechea, y en el río Colorado, vinculadas a los trabajos de Alto Maipo, se han hallado ejemplares. “No necesariamente porque ahí esté la colonia de manera precisa”, aclara, “sino que ahí hay importantes puntos de luz en la ruta de movimiento de estas golondrinas”.
Golondrinas en la Luna
A eso de las once de la noche, entre estruendos de balazos y petardos en los alrededores del cementerio, Juan instala su telescopio.
—Este es un juego de paciencia —advierte, mientras la Luna se mueve en diagonal hacia arriba.
Sin embargo, a las 23:06 pasa la primera golondrina de mar.
“Esta es la hora de máximo flujo”, advierte él, entusiasta, aunque, con una cuota de humor, aterriza las expectativas y dice que ello no significa “una alfombra de golondrinas pasando sobre la Luna”. Mientras, se resaltan los cráteres y texturas del satélite blanquecino.
A las 23:16 atraviesa otra silueta, pero Salazar corrige que se trataría de otra ave, ya que volaba en sentido norte-sur.
Cuando ya son las 23:21, pasa otra. Un minuto después, otra. Y luego otra. Y otra.
—Todas pasan en el mismo ángulo (descendente)... uno podría decir que vienen bajando hacia la Cordillera —comenta.
De inmediato, cruza otra más. Y una más…
Sacando la cuenta, durante 50 minutos de observación con telescopio, cruzaron doce golondrinas de mar… ¡Doce! Y Salazar expresa: “Nos muestra la enorme cantidad de aves que pasan en Santiago, sobre nuestras cabezas”.
Ante esas doce golondrinas, Barros asegura que “si multiplicas el tamaño de la Luna llena en el arco del cielo, cabe más o menos cien veces”, o sea, “es un número loco de el que está pasando”, más al tratarse de un sitio de observación “aleatorio”, que “simplemente permite observar con tranquilidad”.
—Es muy excepcional y bonito —dice—. Es muy loco que haya pasado desapercibido este fenómeno de una población de aves marinas que cruza sobre la ciudad más grande de Chile. Recién lo estamos descubriendo.
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