Había pasado poco más de un mes desde la proclamación de la Segunda República Española, cuando el 10 de mayo de 1931 en Madrid, un grupo contrario a las medidas secularizadoras, recientemente tomadas por el nuevo gobierno republicano, se juntaban para analizar una futura participación política que pudiera hacer frente a los radicales cambios que se estaban realizando.

De aquella convocatoria se ha dicho y escrito mucho, lo cierto es que fue el punto de partida para una serie de acontecimientos que se fueron expandiendo a otras ciudades españolas y que tuvieron un salgo trágico de muertes, violaciones, destrucción de propiedad privada y patrimonio cultural invaluables. A estos hechos se les conoce como "la quema de Conventos".

Ese también fue un punto de quiebre de una sociedad española que miraba con una mezcla de expectativa, escepticismo y esperanza aquel nuevo régimen político que dejaba atrás una monarquía constitucional, una dictadura y una "dictablanda", como se le llamaba popularmente a al gobierno del general Berenguer que buscaba una "normalización constitucional".

Los actos vandálicos fueron repudiados por una gran mayoría de la población, pero no así desde las autoridades republicanas. Hubo una demora en controlar los grupos incendiarios y la inseguridad se tomó las calles. Para el 12 de mayo se había decretado el "estado de guerra" en algunas ciudades españolas y para el 13 se habían destruido decenas de iglesias, conventos, escuelas y bibliotecas; dejando un escalofriante saldo de cien mil volúmenes originales de gran valor quemados, edificios hechos cenizas; y obras de Van Dyck, Zurbarán, Coello, entre otras más, en el recuerdo de quienes las pudieron disfrutar. Pero, independiente de la pérdida patrimonial, la segunda república veía abrir una terrible grieta en la sociedad que fue, poco a poco, creciendo y polarizando a su totalidad, y que tendrá consecuencias nefastas años después.

Así, "la nobleza ingenua de vuestra exaltación", como llamó el alcalde de Madrid a los hechos sucedidos aquel mayo de 1931, fue el caldo de cultivo de una división que arrasó con familias, amistades y ciudades. Los discursos por parte de las autoridades que buscaban una justificación y empate histórico no hicieron más que encender y polarizar cada vez más las posturas. Las ambigüedades exacerbaron las sensibilidades y estas fueron poco a poco dinamitando la confianza otorgada a esta nueva forma de participación política y social, que había prometido libertades y beneficios para las clases obreras mediante reformas progresivas. Todo ello fue el principio del fin de la Segunda República.

Mirando desde un balcón la calle del pasado que conocemos, de una historia que nos va haciendo eco en estos días; una aparente calle sin salida de un presente angustiante y; las múltiples bifurcaciones de calles de un futuro que necesariamente nos tendrán a nosotros como actores de ella, tiendo a pensar que hoy el entreverado mapa que constituye la historia cobra una relevancia necesaria de observar.

Observar para agregar la indispensable reflexión y cuestionamiento, porque quizá los números, las medidas y los tecnicismos no sirven, de forma exclusiva, en un mundo habitados por humanos. Quizá, -tal vez- la historia tenga algo que decirnos, a pesar de denostarla y arrinconarla a pequeños espacios de placer y resistencia.

Quizá las humanidades puedan mostrarnos más luces de las que pensamos. Quizá, sea un momento de volver a sentir como el romanticismo o desilusionarnos como el postmodernismo.

Quizá sea un momento de bajar los muros de soberbia e indignación, para ver a un longevo y milenario "nuevo hombre" que no se cansa de tropezar con la misma piedra una y otra vez.

Aún estamos a tiempo de salvar la historia del fuego que intenta devorarla de varios frentes. Aún tenemos patria.