A través de la plataforma de Netflix se ha comenzado a difundir en Chile y el mundo, la obra maestra de la televisión peruana, El Ultimo Bastión.
Se trata de una serie ambiciosa, en la cual los cineastas, actores, guionistas y artistas peruanos han jugado fuerte, para volver a colocar a su país en el centro de la cultura latinoamericana, como en la era dorada del Virreinato del Perú.
La propuesta brilla por su constante voluntad de visibilizar la identidad y el patrimonio cultural del Perú, incluyendo arquitectura y gastronomía. La fortaleza de El Callao y las casonas coloniales limeñas, con sus balcones, ofrecen un escenario elegante y glamoroso, junto con las esteras de caña, los mimbres tejidos, las artesanías indígenas; a ello se suma la gastronomía peruana, sobre todo la Causa Limeña, los anticuchos, los picarones y los helados artesanales, llamados entonces “nieves”. El apasionado amor del Perú por su patrimonio cultural se muestra, sutilmente, a lo largo de esta obra (paradójicamente, olvidaron mencionar al pisco peruano).
El Perú se ha jugado a fondo para competirle a las grandes producciones de otros países de América Latina, difundidos a nivel mundial por esta plataforma: en esta carrera ya participan Venezuela (Bolívar), Colombia (Escobar, el patrón del mal) y Argentina (El Marginal). De todas ellas, la propuesta peruana se distingue por su espesor cultural, su profundidad intelectual y la detallada reconstrucción de la cultura material de la época, además de un reparto notable.
A diferencia de Escobar y la serie peruana evita caer en la morbosa y fácil apología del delito como herramienta de captación de audiencia. Esas series utilizan además con demasiada insistencia, la violencia obscena para emocionar al espectador.
En cambio El Ultimo Bastión nos asombra y emociona a partir de la profundidad del guion, y la exquisita forma de representar la compleja cultura latinoamericana en los albores de la independencia. Para encontrar algo parecido, sería necesario remontarse a El Nombre de la Rosa, aquella obra maestra de Umberto Eco, centrada en una abadía medieval y sus múltiples dimensiones culturales. Para poder escribirla, Eco debió realizar una larga vida intelectual, y logró plasmar en ella los conocimientos que hoy tenemos del mundo del año mil. En un viaje parecido, El Ultimo Bastión ha logrado entregar, con notable fidelidad, los secretos que hoy conocemos sobre la vida cotidiana de América Latina entre 1780 y 1824. En treinta años de filmografía, esta es la primera obra de América Latina que se puede considerar a la altura de El Nombre de la Rosa.
Acierta el guionista al buscar una familia de titiriteros y comediantes, totalmente marginales en la sociedad tardocolonial, como recurso artístico para desnudar los usos y costumbres de la época, las ideas, los prejuicios ideológicos y los mecanismos de poder del Antiguo Régimen Colonial. Ellos forman barra y sostienen diálogos con la familia de indígenas y afrodescendientes que sirven en la hacienda de la familia aristocrática, los Robles.
Por primera vez, los indígenas no son mostrados como brutos apenas vestidos con harapos: al contrario, las mujeres Micaela y Justina se presentan con fino vestuario de diseño indígena y muy bien alhajadas con joyas de plata labrada. Un recurso artístico para ayudarnos a cambiar la pobre imagen mental que nos han construido a través de la escuela y la historiografía tradicional. La serie llega muy cerca de contarnos que fueron los indígenas quienes crearon, instalaron y difundieron en Perú, Chile y el oeste árido de Argentina, la cultura del agua, la cultura del riego y la cultura del agro.
Lo mismo ocurre con los afrodescendientes. En vez de mostrarlos como brutos y torpes, como suelen hacer las películas comerciales de Hollywood, en esta serie se presentan como inteligentes, amables, queribles, hábiles. Se llega muy cerca de decir que los afrodescendientes fueron cofundadores de la glamorosa vitivinicultura del Cono Sur, como la ciencia ya ha demostrado.
El papel de la mujer en la cultura hispanocriolla es otro tema por descubrir. La ciencia ya ha demostrado que la mujer era considerada jurídicamente “imbécil”, es decir, débil de cuerpo, alma y carácter. Por lo tanto, siempre debía sujetarse a la autoridad de un hombre: padre, marido o hermano. El casamiento consistía en el tránsito de la autoridad del padre a la autoridad del marido. Este tenía derecho absoluto sobre su vida, y en caso de resistencia, tenía el recurso de encerrarla en un convento: el poder eclesiástico consentía y avalaba la cultura patriarcal impuesta por el imperio colonial en América.
Los historiadores especializados en la sociedad colonial conocen estos elementos, no así el público, debido a la falta de difusión de esas investigaciones, y a la superficialidad de la industria audiovisual latinoamericana.
En ese sentido, el esfuerzo de El Ultimo Bastión es sumamente significativo; porque nos ayudará a comprender mejor la herencia cultural que recibimos del periodo colonial, y su frustrada superación. Ese sistema racista y patriarcal, que genera una cultura de minimización y desprecio por los actores tradicionalmente subalternos: indígenas, negros, mujeres, artistas.
Esta serie nos muestra en profundidad este aspecto de la realidad social latinoamericana, entregando un espejo en el cual nos vemos reflejados; en realidad, nos aporta un rico material de reflexión, para entender de dónde vienen esos impulsos que nuestra cultura ha naturalizado en torno al trato de desprecio por esos grupos.
Todo ello se realiza con sutileza, sin golpes bajos, con un respeto muy delicado de las fuentes históricas. En algunos casos, se apela al recurso artístico de la personificación de un hecho conceptual. Es el caso del personaje de Constanza (María del Carmen Sirvas), la ama de llaves de la hacienda principal, que funciona como la carcelera de la mujer de alto nivel social y que censura todas sus iniciativas; le tortura la conciencia y le quita la paz y alegría de vivir. Esa carcelera es meramente imaginaria; era la regente de la cárcel ideológica dentro de la cual estaba (y está) apresada la mujer latinoamericana. Constanza es la encargada de decirle: “tú no puedes; tú no eres capaz; tú no tienes derecho a hacer eso: amar, pensar, crear, vivir; y si lo haces, te torturaré la conciencia, hasta hacer caer en los infiernos de la depresión más profunda”.
Esta obra es muy liberadora, porque nos ayuda a entendernos a nosotros mismos; nos permite comprender la matriz cultural donde se formó nuestra sociedad. Y de este modo, se hace más fácil reflexionar y buscar caminos de sanación.
Junto con el contexto sociocultural, la trama política y militar está muy bien representada en esta serie. Se comprende la complejidad de los personajes y las dificultades que tenían para realizar sus objetivos. El Último Bastión ayuda a entender por qué San Martín propuso una Monarquía Constitucional: evitar los 50 años de guerras civiles que siguieron a la independencia; también se comprende la grandeza del Marqués de Torre Tagle, y su legado; además, se aprecia la polémica que generó la figura de Bernardo de Monteagudo, el monje negro de los patriotas. Menor claridad se logra con la figura de Bolívar, el cual presente su proyecto de integración latinoamericana, pero sin explicarlo con suficiente claridad: este es uno de los pocos puntos débiles del guión. En cambio las dos mujeres, compañeras de los Libertadores (Rosa Campusano y Manuelita Sáez), muestran su liderazgo y sus sustantivos aportes al proceso de construcción de la independencia.
El desempeño de los actores, es otro tema relevante. Como se señaló al principio, el Perú puso toda la carne en el asador para impactar al mundo con esta serie. Y ello se nota en el reparto. En algunos casos, se lograron actuaciones sobresalientes. Omar García Serra es a José de San Martín lo que Sean Connery a James Bond: el mejor intérprete, lejos. Giovanni Arce (abogado republicano Paco Robles) se roba la serie, con una sonrisa que muestra el alma de un ángel. Rodrigo Palacios (oficial realista Lorenzo Robles) está a su misma altura. Connie Chaparro (Rosa Campuzano) y Cindy Díaz (Manuelita Sáenz) brillan con sus personalidades magnéticas. Mención especial merecen dos mujeres que, desde el campo popular, entregan sabiduría y sanación en sus enfoques: Mayra Najar (periodista mulata María Mazombé) debe disfrazarse de hombre para cultivar su oficio.
Esta obra, realizada por el Canal 7 (estatal) del Perú, está llamada a generar grandes beneficios para el desarrollo socioeconómico y cultural de su país. Servirá para fortalecer la identidad y la autoestima de los peruanos, al sentirse representados por una obra de tanta calidad. Además, va a alentar el turismo receptivo, por el interés del público por conocer la arquitectura de Lima, la fortaleza imponente de El Callao y las haciendas coloniales, junto con sus balcones y sobre todo, la gastronomía peruana. Ello va a generar millones de dólares para las pymes del sector turismo de todo el país, apenas se supere la pandemia.
Sería interesante que otros países latinoamericanas sigan el ejemplo peruano; y en vez de centrarse en narcotraficantes y criminales, comiencen a mirar mejor el patrimonio, la cultura y la identidad como temas para desplegar artísticamente en películas y series.
* Académico Universidad de Santiago