Estamos en noviembre y desde el 18 de octubre los chilenos no sabemos a dónde vamos a llegar. En general, navegamos sin saber cómo lo estamos haciendo e ignoramos cuándo tendremos el escenario más claro. Y en este contexto, sigo acompañando en mi consulta a estudiantes que preparan la PSU.
Varios, en la recta final, prácticamente han abandonado los estudios para sumarse a las marchas, pues sienten que lo que se juega en la calle es mucho más importante para su futuro que un mero puntaje. También he visto a personas que darían todo por estar en las calles, pero que optan por ir al preuniversitario y estudiar en casa, porque confían en que lo que estudien les dará más herramientas para realizar cambios en el futuro.
También hay casos en que pese a su desinterés o rechazo con las movilizaciones, reconocen que les ha costado mucho concentrarse en los estudios, pues las discusiones del colegio, de sus casas y de los chats, los han obligado a prestar atención a lo que pasa en las calles. Y otros han renunciado a sus planes de tomarse un año sabático para no perderse este movimiento, mientras a algunos les ha empezado a gustar la idea de viajar por un año si todo sigue igual.
En las redes pasa lo mismo; las historias de Instagram y los memes han obligado a muchos que se refugiaban en los estudios y en el carrete, a tomar posiciones más claras frente a temas que antes eludían, mientras otros reconocen sorpresa frente a la radicalización de amigos o compañeros que, incluso, han cambiado de bando y ahora gritan desde la vereda opuesta.
Como diría Fritz Perls en Sueños y Existencia, "cada vez que hay un problema en la frontera, hay un conflicto. Si por el contrario, todo nos parece igual e indistinto, es que no estamos conscientes de la existencia de los límites".
Así, después de tres semanas cargadas de historias personales, colectivas y nacionales, quiero retomar -desde este nuevo escenario- la pregunta de si es legítimo tomarse un año sabático después de la PSU, y para ello recapitularé la historia de Matías, un estudiante que tras debatirse por meses entre arquitectura e ingeniería civil, decidió postergar su decisión para acompañar a su polola a Europa.
Todo sucedió muy rápido y a un mes de su partida quiso hablar conmigo por teléfono y ahí supe que nada más tomar el avión, su viaje sufrió un giro radical, pues los padres de su polola, apenas cruzaron policía internacional, decidieron tomar caminos separados tras veintitantos años de matrimonio.
Así, los primeros días en Europa fueron infernales, pues estuvieron encerrados en una pequeña pieza para estar siempre conectados a los chats familiares y al de las amigas de Emilia, pues la gota que rebalsó el vaso fue confirmar que su padre y la madre de su mejor amiga, estaban juntos.
Emilia, como me dijo Matías, parecía abducida, y tras acompañarla varios días de su encierro en la hiperconexión total, decidió empezar a recorrer las calles de Madrid por su cuenta y tras varias caminatas solitarias mi coachee se reconectó con él mismo.
"Podrá sonar egoísta, pero tuve que llegar a esta extrema desconexión para darme cuenta que me había olvidado de mí mismo. Amo a Emilia y no me arrepiento de estar acá con ella, pues gracias a este desvío sé lo que verdaderamente quiero hacer y sinceramente no sé si aguante el año sabático. Es más, voy a ver desde acá si hay alguna universidad que me acepte el segundo semestre".
De esa llamada en adelante acordamos retomar las sesiones a distancia y Matías me pidió que les comunicara a sus padres las conclusiones a las que había llegado y que por favor hablara con Emilia, quien a un mes del tsunami familiar, no levantaba de la cabeza.
Accedí y nada más hacerlo, recibí una video llamada de un número desconocido. Era Emilia. La reconocí de inmediato, pues en varias oportunidades había acompañado a Matías a la consulta, leyendo la Lonely Planet en la sala de espera.
"Hola. No sé por donde partir. Bueno, le pedí a Matías hablar contigo y que te contara lo que había pasado con mi familia, pues necesito que alguien me ayude a pensar. Tengo la cagada en la cabeza, en mi vida y no quiero seguir intoxicando a Matías. Estoy tóxica y lo único que he hecho en Europa es hablar por teléfono y chatear. Me he peleado con toda mi familia, nos hemos reconciliado y nos hemos vuelto a pelear. Con mis amigas igual y con Matías me enojo porque no está en mi cabeza y aunque sé que es súper injusto, no puedo controlarlo. Después le pido perdón y lo acompaño a caminar, pero la verdad es que estoy en otra. Es como si nunca hubiese despegado el avión".
Emilia, en un tono algo robótico, me contó -durante 90 minutos- de las mentiras e infidelidades de sus padres, de las reacciones extremas de su familia, de sus amigas y ya no amigas y de las incesantes peleas de un mundo -hasta entonces- aparentemente perfecto.
"No quiero volver, no podría estar allá y ver a mis papás, ver a mis hermanas, a mis amigas. ¿Con qué cara? Todas sabemos que nos hicimos las weonas con lo que pasaba. Ahora todo es evidente, pero mientras más descubres, aparecen más y más mentiras. Todo mi mundo era una mentira y ahora todos se están mostrando los dientes por la plata. Hasta mis abuelos están metidos en este desastre y siento que es imposible salir adelante".
¿Has hablado de esto con tus papás?
Tras un largo silencio, Emilia me dijo que no era capaz de hablar con ninguno, pues tenía demasiada pena, demasiada rabia y no pude más que sintonizar con el profundo dolor de su debacle interna pues, como diría Fritz Perls, los seres humanos "fácilmente nos identificamos con nuestras familias. Si insultan a alguien de nuestra familia, entonces sentimos que nos han insultado a nosotros".
Pese a no hablar directamente con sus padres, Matías había sido el puente con ellos y esto la estaba complicando, pues se daba cuenta que su pololo estaba al límite y que pronto tenía que retomar su vida.
"Matías es muy práctico y enfocado. Acá se dio cuenta de cuanto le fascina la arquitectura y aunque me duela, no puedo hacer que se quede por mí, pues no me lo perdonaría nunca. Y es por eso que te quería pedir ayuda, que me ayudes a convencer a Matías de que se vaya y seguir hablando contigo semana a semana para no volverme loca ni seguir contaminando a Matías. Yo sé que los papás del Mati te pagan por tus conversaciones telefónicas con él y quería saber si tu podías preguntarle lo mismo a mis papás".
Ahora el del silencio fui yo. Le dije que lo iba a pensar y Emilia, sin despedirse, me cortó y acto seguido me mandó los contactos de sus padres por Whastapp.
Suspiré confundido y asumí que esta extrema tensión que estaba sintiendo, era una pequeña muestra médica de lo que Emilia y tantos adolescentes experimentan, cuando los límites de su mundo se corren tan peligrosamente hacia lo desconocido. Desde aquí, el mundo conocido parece perdido e irrecuperable.
Y con esto en mente decidí llamar a los papás de Emilia.
Ya sabrán más…
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