Tenemos la percepción de que la ciencia es importante, pero cuando una persona le pregunta a un investigador a qué se dedica y él responde “Estudio algo que nadie más conoce y que aún no tiene una aplicación”, todo parece cambiar.
Esta es una pregunta recurrente para todos los que hemos estudiado biología, donde la utilidad de hacer investigaciones en ambientes como un jardín, o sobre especies poco conocidas o muy comunes (léase gusanos, moscas), parece no ser muy relevante para el desarrollo de un país. Sin duda, es una carga que deben llevar muchos biólogos que realizan ciencia básica o, mejor dicho, ciencia fundamental.
Los avances y descubrimientos científicos que hoy utilizamos a diario tienen normalmente un origen modesto, con modelos de estudio, muchas veces, mirados con insignificancia. Por ejemplo, la genética moderna comenzó en un jardín de la Abadía de Santo Tomás en República Checa, donde el monje agustino Gregor Mendel en 1865 experimentó con la hibridación de diversas variedades de arvejas.
Sin saberlo en ese momento, estaba asentando las bases de la herencia. Luego, a inicios del siglo XX, un grupo de científicos puso atención en estos estudios y dieron luz a la teoría de la herencia mendeliana-cromosómica, en base a una mosca. Sí, una mosca, la del vinagre (Drosophila melanogaster).
¿Cómo se llamaría hoy ese proyecto? “La herencia en el caso de Drosophila melanogaster”. ¿Lo habríamos financiado? ¿Habríamos consultado para qué sirve? ¿Qué tan importante es? Si lo tuviéramos en nuestras manos, deberíamos financiarlo porque esas observaciones contribuyeron a la teoría que hoy nos permite entender, entre muchas otras cosas, las enfermedades hereditarias.
Sin ir más lejos, el doctor Sydney Brenner se dedicó a entender el desarrollo de linajes celulares utilizando Caenorhabditis elegans, un gusano redondo y transparente de no más de un milímetro. En 2002 Brenner obtuvo el Premio Nobel de medicina por sus avances en regulación genética del desarrollo y muerte celular. Hoy este “insignificante” gusano tiene un sitial de privilegio en la historia de la humanidad.
Así, investigar lo “no evidente” entrega una posibilidad única de abrir nuevos caminos científicos, de generar ciencia fundamental que suma conocimiento y que más temprano que tarde conduce a grandes descubrimientos con amplias aplicaciones para el bienestar humano.
¿Pero dónde y cuándo generamos ciencia fundamental? La mejor época para hacerlo es durante los estudios de postgrado en una universidad o un instituto de investigación. Este es el periodo donde se está con “hambre” de conocimiento y existe cierta libertad para tomar los desafíos de lo “no evidente”. La dedicación al postgrado es a tiempo completo y eso implica que uno respira y transpira ciencia, donde las mayores preocupaciones deberían ser su experimento o tesis. Por tanto, el estudiante debe estar becado.
Hace algunos días se abrió el concurso a doctorados nacionales, que permitirá el ingreso de estudiantes a realizar no tan solo estudios en ciencia aplicada (necesaria y urgente en muchos casos), sino además fundamental, aquella que investigue lo no evidente. Es por esto por lo que se espera que los recursos para este programa no sufran una baja presupuestaria, más aun pensando en la lamentable cancelación de las becas de postgrado en el extranjero. La investigación no debería ser la última de la lista de prioridades de un país que aspira al desarrollo, aún en momentos de crisis.
*Doctor en Biología. Académico e investigador del Instituto de Ciencias Marinas y Limnológicas de la U. Austral de Chile y Director Escuela de Postgrado de la Facultad de Ciencias de la U. Austral.