El último informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) da cuenta del sostenido aumento de temperaturas en el planeta, cuyos efectos en el clima en algunos lugares de la Tierra son irreversibles.
La crisis climática es el epílogo de nuestra generación. Quienes nacimos hace 40 años, aún pudimos conocer playas sin plástico, cerros sin huellas o lagunas con agua cristalina. Frecuentemente observamos la insistencia del ser humano en explorar nuevos mundos, en enviar sondas hacia los confines del Universo, con una secreta esperanza de encontrar vida o algo que se parezca a lo que somos o queremos ser, cuando la única vida que conocemos es la que existe en la Tierra.
El conocimiento que se tiene sobre los efectos del calentamiento global proviene de la ciencia y de los saberes locales. Cualquier persona puede señalar fehacientemente que el lugar donde creció ya no es el mismo. Las consecuencias de la crisis climática son innumerables, complejas y afectan mayormente a los excluidos, a los más pobres del sur global, a mujeres, niñas y niños. La pérdida de biodiversidad aumenta, las especies desaparecen frente a nuestros ojos.
Hace unos meses se publicó un informe conjunto entre el IPCC e IPBES (Plataforma Intergubernamental Científico Política sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos) que da cuenta de la necesidad de la conservación de la biodiversidad para enfrentar el cambio climático. Según el informe, el 77% de la tierra y el 87% de los océanos han sido modificados por actividades humanas. La degradación de hábitats y la sobreexplotación son una de las principales causas de la pérdida de biodiversidad. Desaparecen especies que ni siquiera alcanzamos a conocer.
No podemos pensar el futuro del país ni del planeta si no ponemos en el centro esta gravísima crisis climática.
Durante estos días se realiza la COP26 en Glasgow, donde se espera que la diplomacia climática llegue a acuerdos sobre limitar el aumento de emisiones y que la temperatura del planeta no siga subiendo. Según un reciente reporte de la Organización Meteorológica Mundial, las emisiones globales no disminuyeron ni siquiera con la pandemia, durante el 2020 se registró el nivel más alto de CO2 en 3-5 millones de años, siendo la concentración de este gas 149% mayor a los niveles preindustriales.
Los países han prometido disminuir sus emisiones junto con otras acciones, sin embargo, estas medidas no han sido suficientes frente a la magnitud de la crisis climática. En general, los tomadores de decisiones políticas no han tenido la voluntad de actuar radicalmente en estos temas, porque han estado muy preocupados del impacto que la acción climática pueda tener en el crecimiento del PIB. De hecho, la política tradicional ha tendido a pensar la acción climática en una manera que les permita no cambiar sus modelos económicos basados en un crecimiento ilimitado.
En general, los políticos de distintas naciones han tendido a ‘regatear’ tiempo y el calendario de acción propuesto por la evidencia científica, y han empujado a redefinir los calendarios sugeridos por la ciencia a partir del regateo sobre cuanto calentamiento debiera ser tolerado. El Acuerdo de Paris que limitó a 2ºC el calentamiento global fue un número que resultó de un ‘regateo’ político, no fue esa la estimación científica que prefería 1,5ºC; y es esa brecha, ese déficit institucional de la política global de las naciones, la que necesitamos enfrentar urgentemente desde nuestro accionar político en Chile. Esto se puede hacer a través de una política construida a partir de conocimientos, evidencias científicas, y saberes locales que ya existen sobre nuestra crisis planetaria, puesto que las soluciones al cambio climático no están siendo resueltas por el mercado.
Actualmente tenemos una oportunidad única de reflexionar y actuar sobre el futuro del país en la escritura de la nueva Constitución. Esto incluye resignificar conceptos que tienen una connotación meramente económica y convertirlos en ideas que nos lleven a un futuro habitable. La pretensión del crecimiento económico infinito es imposible, simplemente porque este crecimiento ilimitado necesita de una creciente demanda de energía, agua y de materiales que son obtenidos de la explotación de la naturaleza, la cual ya está cambiando abruptamente por la crisis climática causada por la misma explotación. Una circularidad que nos lleva a la extinción; un círculo vicioso basado en la ideología del progreso indefinido, idea que hoy opera como si fuera algo natural, incuestionable y necesario. Dentro de esta misma lógica de crecimiento ilimitado, pareciera ser que se nos ha impuesto, en nuestros modos de pensar, una sola idea de ‘éxito’.
Esta misma forma de pensar explota ambientes frágiles y con alta biodiversidad como los salares para producir el litio necesario para las metas de electromovilidad. Pero el reemplazo del tipo de energía en los autos no necesariamente asegura la disminución de emisiones. Tenemos que cambiar nuestra forma de habitar el planeta y para esto necesitamos establecer una conversación racional, seria y basada en distintos conocimientos y saberes que responda a las siguientes preguntas: ¿Cuáles son los sectores de la economía que necesitan crecer? ¿Cuáles son los sectores de la economía ya son suficientemente grandes y no necesitan crecer más? ¿Cuáles son los sectores de la economía que son demasiado grandes y que pueden ser razonablemente reducidos sin dañar el acceso a lo que necesitamos para vivir bien, dignamente, en convivencia con otras especies?
La extinción de otras especies también va destruyendo formas de vida, interacciones, relaciones sociales, memoria, afectos y esperanza. Por este motivo, tenemos que cuestionar y redefinir los significados de desarrollo, éxito y progreso, crecimiento, formas de producción y consumo. Debemos comenzar cuestionando el modo en que medimos dichos indicadores: el PIB, que no incluye externalidades ni el trabajo no remunerado de las mujeres, no resta los daños y pasivos ambientales, sino que, por el contrario, suma destrucciones como si fueran producciones. Por lo tanto, el PIB no debería seguir siendo usado como el índice de bienestar de los países, menos de las personas, puesto que el PIB no mide el bienestar ni la felicidad. Debemos seguir creciendo, sí, pero en conocimiento, ciencia, saberes; necesitamos crecer en un vivir digno y si eso significa pensar en decrecimiento, es decir, en reducir el uso progresivo de materiales, agua y energía para la gran industria, o en reducir las partes de la economía que son totalmente irrelevantes para el bienestar humano (como los autos eléctricos, o las armas, o los temas que democráticamente planteemos como relevantes), es necesario hacerlo ahora.
Estos planteamientos no son extremos, son conservadores frente a la crisis que estamos viviendo. En el caso de Chile, es urgente fortalecer la base de conocimientos de forma descentralizada, inclusiva, justa, transgeneracional y transdisciplinaria. Además, es crucial que la educación esté vinculada con los territorios, sus habitantes, los pueblos originarios y que aborde múltiples saberes y áreas; las soluciones a problemas complejos provienen de las nuevas ideas que emanan de la diversidad y la diferencia. Esto conlleva a que desde la nueva Constitución se garanticen los derechos necesarios para aquello, los derechos culturales, el derecho a la ciencia, el rol del Estado y la institucionalidad necesaria, todo al alero de una reflexión profunda y valiente sobre lo que imaginamos colectivamente para el futuro de Chile.
*Científica y convencional constituyente