La participación de hombres y mujeres en la academia y la investigación no es equilibrada. No lo es a nivel mundial. Ni en Chile. La balanza se inclina hacia una mayor presencia y participación masculina.
Por ejemplo, en la Universidad de Chile, de acuerdo con datos estadísticos de su Anuario Institucional 2018, un 36,6% del cuerpo académico son mujeres y el 63,4%, hombres. Una diferencia que hace una década era más acentuada (30,1% académicas y un 69,9% académicos), pero aún permanece.
En la Universidad Católica, en tanto, hasta 2018 solo una decena de mujeres había sido nombrada como emérita, de un total de más de 130 nombramientos.
Brechas en la participación femenina en la academia que se aprecian, además, en las titulaciones de doctorado. En el año 2018, ellas representaron el 43%, versus un 57% de los varones titulados, según datos del Ministerio de Educación.
No es todo. Tan solo el 27% de los proyectos Fondecyt y Fondef son liderados por mujeres. Y de los centros de investigación, solo un 16% cuenta con jefatura femenina.
Esas son solo algunas cifras de cómo el avance académico es más lento y complejo en las mujeres. Y en gran medida eso tiene como causa a la discriminación y el sexismo.
Carla Fardella, doctora en Psicologia Social e investigadora asociada del Doctorado Educación y Sociedad de la Universidad Andres Bello, explica que esa discriminación toma innumerables formas. Prejuicios sobre sus roles y desempeño. Desvalorización económica y productiva de las actividades que realizan. Desigualdad en acceso a puestos de decisión y responsabilidad. Brechas salariales. Entre otras prácticas, dice, “que van en contra de la participación equitativa de género”.
Discriminación naturalizada
Son prácticas muy incrustadas en el quehacer cotidiano de la academia, en otras palabras, “muy naturalizada”, dice Marcela Mandiola Cotroneo, académica del Departamento de Gestión y Negocios de la U. Alberto Hurtado.
El mayor de los daños es su invisibilización. El no reconocimiento de que ocurre. Y como Mandiola explica, eso redunda en que quienes participan mayoritariamente sean cómplices sin siquiera detectarlo. "Al no haber un problema identificado ni siquiera hay reconocimiento de dolor, ni menos de esfuerzos de mejora”.
Ana Luisa Muñoz, doctora de la U. Estatal de Nueva York - Buffalo y profesora asistente en la Facultad de Educación de la U. Católica, explica que esa discriminación se manifiesta usualmente en acceso y participación en cargos de jerarquía, “pero también en ámbitos con una complejidad más difícil de dimensionar como es la investigación”.
También existen una serie de prácticas menos evidentes. Las “micro violencias”, añade Fardela, que se despliegan cotidianamente. “A mi juicio estas son más difíciles de distinguir porque están naturalizadas y se sostienen en una cultura de desvalorización de la mujer en el ámbito tecnológico, productivo y laboral”.
“La discriminación se sufre de diversas maneras, a veces es bien manifiesta y otras más subterránea o sutil”, complementa Andrea Torrano, investigadora, doctora en Filosofía de la U. Nacional de Córdoba (UNC) y profesora de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UNC.
Discriminación que se ha naturalizado tanto, indica Torrano, “que muchas veces a las mismas mujeres o disidencias nos cuesta reconocer que se trata de actos de discriminación”. Lamentablemente, coinciden las investigadoras, son frecuentes.
“División sexual” del trabajo en la academia
Muñoz cuenta que en septiembre formaba parte de un equipo de investigadoras (es) que presentó un proyecto de Instituto Milenio sobre género y sexualidades, y se enteraron que quedaron en el limite de la etapa final: fueron el número siete de seis proyectos. Esos fondos, dice, son altamente competitivos, “los procesos de elaboración son de antemano una tremenda ganancia para quienes dialogamos en la construcción del proyecto”. Sin embargo, les llamó la atención el comentario de los evaluadores: sugirieron explícitamente que agregaran más hombres investigadores en la propuesta.
“Cuando una piensa en esos comentarios se da cuenta de la relevancia que aún tiene la investigación como un quehacer de dominio masculino, pero además la incomprensión de que no existe paridad reversa, omitiendo completamente los bajos porcentajes de mujeres liderando centros o institutos de investigación”, dice Muñoz sobre esa experiencia.
Se ejemplica en la “división sexual” del trabajo en la academia, dice Mandiola: "Varones en investigación y toma de decisiones, mujeres en docencia y trabajo administrativo. Grafica lo encarnado del sexismo, la violencia epistémica y la misoginia”.
Fardela señala que muchas académicas, y mujeres trabajadoras en general, son juzgadas no solo por la calidad técnica de su trabajo, sino por su cuerpo, su humor, su ropa, sus emociones. Algo que no le sucede a los varones. “Y esas son formas sutiles de discriminación, que vuelven hostil la experiencia de las académicas”, indica.
En las universidades argentinas, explica Torrano, pasa lo mismo. En la Universidad Nacional de Córdoba, la más antigua de la Argentina (más de 400 años) y una de las más grandes, el 62% de su alumnado son mujeres, “que además, obtienen mejores notas, finalizan la carrera en un plazo menor, egresan en un 65% y continúan la formación de nivel superior en un 61%”, dice.
La planta docente es más o menos homogénea, pero la brecha se aprecia en los cargos más altos, que en un 60% son ocupados por hombres, mientras que en los más bajos, el 60% por mujeres. Lo mismo sucede con los cargos directivos: sólo el 39% es ejercido por mujeres.
Esto da cuenta de una “inclusión subordinada” en la academia, dice Torrano. Es decir, las mujeres han sido incluidas pero a condición de realizar tareas de menor jerarquía. Entre ellas podemos señalar “el trabajo doméstico académico”, del que poco hablamos, el trabajo no reconocido y no valorado que realizamos usualmente las mujeres en la academia”. Tareas de secretaría, acompañamiento de estudiantes, gestiones administrativas, gestión de insumos y refrigerios, etc, señala como ejemplos.
Consecuencias del sexismo
La falta de representación y trabas a las mujeres en esa área, no es inocua. Muñoz explica que si existe un 80% de hombres liderando la investigación financiada, no solo hay una construcción de conocimiento altamente sesgada, sino que, además, "se relega a las mujeres en las universidades al trabajo doméstico, reproduciendo el histórico binarismo nocivo que viene de la Antigua Grecia, donde las mujeres hacemos y los hombres piensan”.
Mandiola añade que los efectos son desastrosos, pues instala la creencia, de que la investigación no es una práctica abierta a las mujeres: “Esa creencia hegemónica es sostenida entonces por todos y todas y por el sistema completo con muy poca resistencia”.
También influye en los conocimientos que se consideran relevantes de ser financiados. Por ejemplo, dice Muñoz, el tema género es súper importante en un país donde existe un feminicidio a la semana, sin embargo, existe cuenta con bajo financiamiento. “No es aceptable que se siga marginalizando ni la diversidad en investigación, ni los temas que son claves para el país", recalca.
“Mientras la construcción de conocimiento siga en manos de unos pocos, es esa sola representación del mundo la que aparece válida, conviertiendo la vida de los otros en vidas precarias”, subraya Mandiola.
Por otro lado, al tener menor acceso a puestos de mayor jerarquía (“techo de cristal”) esto las imposibilita a dirigir proyectos y programas de investigación o proponer una agenda de investigación. Evidencia de la inclusión subordinada, que Torrano señala: “Podemos participar de proyectos de investigación pero es mucho más difícil llegar a dirigirlos”.
El investigador ideal es aquel que puede trabajar 24/7, agrega Fardela. Aquel que está siempre disponible, puede ir a congresos, tomar becas internacionales. “Y hay muchísimas academicas que tienen a su cargo relaciones de cuidado y dependencia y no pueden trabajar a este ritmo”.
Por eso, coinciden, son indispensables políticas activas institucionales, que no solo visibilicen las desigualdades de género y promuevan una equidad en la participación, sino que tengan como finalidad una transformación radical en el modo en que se produce conocimiento. “Por suerte el activismo feminista en la academia es cada vez mayor y más amplio, ahora falta que las instituciones nos empiecen a oír”, resalta Torrano.