Después de reconocer las preocupaciones y contribución de la arquitectura moderna en las pestes y miasmas que afectaron a los conglomerados humanos dentro de recintos llamados ciudades, sin desatender el inapreciable antecedente registrado por la ingeniería y la medicina, es necesario señalar que las cosas no son tan simples porque existen múltiples “aristas” de esta gema humana que surgen al acercar el lente a algunos aspectos de la habitación, núcleo fundamental y unidad básica de la ciudad, cuyo sentido de necesidad no es reversible: existe habitación sin ciudad, pero no hay ciudad sin habitación.

Esta afirmación, en apariencia estúpida, expresa su carácter indispensable: en consecuencia, no se puede pensar la ciudad sin pensar la habitación, como muchos urbanistas lo han hecho y todavía continúan insistiendo o peor, realizando.

Al respecto, la habitación, vale la pena recordar, es un agrupamiento de recintos que separadamente o no, contienen lugares para reunir a un grupo sociocultural-biológico-afectivo donde comparten actos (la sala); otros sitios donde se reproducen tanto la especie como las energías (el dormitorio y la cocina) y, finalmente, el lugar de la higiene que, más allá de los lujos que puritanamente encubren la acción de higienizarse, constituyen el verdadero lugar de la privacidad e intimidad, mucho más que el idealizado “lecho”. Cabe señalarse que en condiciones de precariedad, todas estas acciones se desarrollan en un solo ámbito, salvo el baño.

En la sociedad moderna la asquerosidad tiene su lugar, no ronda la ciudad ni se encuentra en cualquier sitio porque el higienismo y la urbanística se encargaron de erradicarla del ámbito público.

El lugar cómplice de la interioridad del ser se encuentra en el dispositivo de la purificación, sensación que aleja, que aísla y concede respiro de la hostilidad metropolitana. Allí donde se encuentra protección contra la violencia familiar, donde los secretos más íntimos se convierten en gestos y actos, donde se llora, se ríe, se sueña y se liberan las fantasías; allí, donde se ocultan y desaparecen las pruebas de los pecados y los delitos: todo se ha esto encubierto tras el estigma de la asquerosidad.

No se vaya a creer, ingenuamente, que el baño es solo y funcionalmente para la higiene, como así pensaban los arquitectos modernos, con la paradójica excepción de Le Corbusier.

En la sociedad moderna, el lugar destinado a las deposiciones purificatorias cotidianas abandonó su condición periférica para convertirse en un lugar importante, en tanto que ámbito de realización de la técnica, lugar de exaltación cotidiana de la medicina antiséptica, instalación de la luz, la blancura y la limpieza. Recordemos que en tiempos preindustriales los retretes se ubicaban afuera de la casa, (así como los primeros garajes, porque los autos eran tan asquerosos como los caballos).

En el baño moderno se alojó el paradigma de la pulcritud, del brillo y los reflejos de la arquitectura. También el sitio de la más grande realización del dispositivo tecnológico: el inodoro, razón de ser del baño sin el cual el baño moderno deja de ser baño, y quizás por descuido, en nuestras coordenadas, la sala de baño quedó fuera del espacio disciplinario, como formulaba Foucault. Esto no sucedía en la metrópolis.

Allí el maestro de la arquitectura moderna Le Corbusier exponía con extraordinaria fuerza plástica los atributos estéticos de la tecnología sanitaria y sus baños se constituyen en emblemas, allí no había razón de ocultamientos, allí la transparencia poseía sentido programático.

Pero aquí, el lugar se encierra, ocultándose por fuera y por dentro: se reviste con infaltables cerámicas vitrificadas y azulejos; esconde su asepsia con decenas de frascos de perfumes, lociones y canastillas con jabones diminutos; flores artificiales perfumadas de lavanda, pino, jazmín o sándalo; alfombras y fundas de peluche rosa pastel, azul pastel, amarillo patito o aguamarina y cortinas plásticas floreadas.

Completa este microescenario de objetos camp de diverso tipo y dudosa finalidad, inundando el sitio de evocaciones bucólicas. Pero, qué se oculta tras esta suerte de palimpsesto objetual sino el pequeño reino de la intimidad, donde se despliega sin prejuicios entre otras cosas, la cuota de mal gusto que se alberga en nosotros? O, dicho de otra forma, dónde explota el artificioso y atormentador buen gusto sino en la intimidad? Y dónde sino en el baño, bajo el manto protector de la asquerosidad, se puede disfrutar de la deseada soledad, aquella que permite actuar y pensar sin restricciones ni vergüenza?

El baño, la higiene y el refugio

Por estas razones, la búsqueda de la privacidad culmina en la sala de baño doméstica. En efecto, la vivienda que al parecer conformaba el deseado recinto de la privacidad, será sólo el baño, porque cuando se llega a la casa después de una agotadora y enajenada jornada laboral, la familia celebrará la aparición de cualquiera de sus miembros con inquisidoras inspecciones de su apariencia, de su estado de ánimo, de sus gestos, de sus posibles actos -de lo que hizo y lo que no hizo- y del pensamiento.

Acorralados por tanta violación, se buscará refugio en el baño, lugar consagrado como íntimo por sus vinculaciones con la asquerosidad. Es poco frecuente que a sabiendas se perturbe el momento de defecar y así, simulando el acto, se evitará ser sorprendido en la liberación de tensiones y sueños íntimos sentados en el inodoro, semidesnudos, en gesto concentrado, como si.

En efecto, como si, todo es simulación en un sitio de la vivienda ausente de la denominada “poesía proyectual”. El baño moderno y contemporáneo en general, salvo aquellos que satisfacen fantasías pompeyanas actualizadas con bañeras de hidromasajes, bares, pantallas led, en general no “miran” hacia ninguna parte, más aún, la mayoría no tiene ventanas, como en actitud narcisista, se miran a sí mismas, están conectados con el mundo exterior a través de tubos de ventilación, cañerías de agua fría y caliente, caños de drenaje y conductos electricidad en una fantástica puesta en escena en clave cotidiana, de la arquitectura intestinal de Archigram, movimiento futurista de los años sesenta que se ocupaba de estas interioridades.

Cumplen cabalmente con la utopía del habitar la máquina, la máquina de habitar de Le Corbusier. Ámbito desatendido por la “poética proyectual”, arrinconado y de dimensiones mezquinas, todavía diseñados con la regla del existenzminimun o mínimo existencial que rigió a la arquitectura moderna y vigente, de la mínima circulación y distancia entre la bañera, el lavamanos, el inodoro en ocasiones ridículamente colocado debajo de una escalera, y el romántico bidet que muchos arquitectos dibujan en sus proyectos modernos pero ignoran su utilidad, funcionamiento, y mucho menos su historia y significado.

Así, como se sabe: bañera, lugar para el suicidio; lavamanos, excusa para mirarse en el espejo; Bidet, caballo pequeño, en francés, que servía para enfriar la champaña Magnun en el París del Ochocientos; actualmente para poner en remojo las prendas íntimas, y solo ocasionalmente, para lavajes corporales.

A la arquitectura moderna se le había ido la mano con la eficiencia, con la ciencia y la higiene. Por fortuna, la mente humana es más compleja y rica e incorporó otras aristas a la arquitectura moderna, otras dimensiones que la enriquecieron. También por fortuna, hay mucha bibliografía al respecto, no inventé nada.

* Coordinador área de Teoría Facultad de Arquitectura, Arte y Diseño UDP