El final del siglo IX es un momento extraordinario para la física. Faraday descubre como generar electricidad, las ecuaciones de Maxwell indican que la luz no es más que una onda electromagnética y las leyes de la termodinámica catalizan la revolución industrial.
El conjunto de estas herramientas, llamada física clásica, empujó la comprensión de un fenómeno al que todos estamos acostumbrados: la emisión de luz por un objeto caliente. Todos sabemos que calentar lo suficiente un pedazo de metal hace que se vuelva naranja, o más científicamente que emita luz con una longitud de onda correspondiente a ese color. Raro entonces que un fenómeno tan simple haya causado una revolución en toda la ciencia que todavía escapa nuestra comprensión.
Fueron Rayleigh y Jeans quienes se dieron cuenta que al aplicar las leyes de la física clásica, las únicas conocidas hasta ese momento, a este problema, no solo no se entendía la radiación emitida por un objeto caliente, si no que la única consecuencia lógica de ésta, era una catástrofe energética que debía terminar con el Universo: la catástrofe ultravioleta.
Fue una coincidencia matemática, descubierta por Max Planck a principios del siglo XX, que resolvió la catástrofe. Planck se dio cuenta que postulando que la radiación fuera discreta, hecha de algo como pequeños ladrillos indivisibles de energía mínima (llamados cuantos), no solo se podía evitar la catástrofe ultravioleta si no que la fórmula matemática de la radiación resultante explicaba todos los resultados experimentales observados con una fidelidad impresionante.
¿Qué es esta discretización? Imaginemos una onda del mar que viaja hacia nosotros, tumbados en la orilla del mar tomándonos un buen daiquiri. Esa onda es fluida, suave, continua. No hay forma de distinguir de qué está hecha porque parece no estar hecha de nada, como si fuera una entidad única. La onda en su totalidad como un objeto propio. Esto es lo que se creía de las ondas mismas de radiación. Planck propuso que esto era equivocado. Según su discretización las ondas de radiación, si las miráramos atentamente desde muy cerca, notaríamos que están hechas de la suma de muchas cosas muy pequeñas. Como si la onda del mar en verdad fuera una onda de granitos de arena, tan pequeños que al ver la onda llegar hacia la orilla simplemente no los pudiéramos ver.
¡Absurdamente resulta que tenía razón! Las ondas de radiación, emitidas por objetos calientes, sí están hechas de “granitos” que las componen. Granitos de energía, o simplemente lo que llamamos cuantos. Parece absurdo. ¿Quién decidió que la naturaleza tenga que ser discretizada? ¿De qué están hechos y cuan grandes son estos granitos? Sobre todo, ¿dónde están las instrucciones que la naturaleza sigue para juntarlos y formar la infinita belleza que nos rodea?
Son, literalmente, preguntas del siglo. Hoy en día muchos de los científicos ya nos hemos olvidado de ellas, o elegimos ignorarlas. La insuficiencia de la física clásica por culpa de la discretización de la naturaleza, y sus consecuencias todavía más profundas sobre el Universo en el que vivimos, se encapsulan en lo que llamamos mecánica cuántica. Yo mismo, que la utilizo todos los días en mi investigación en física teórica, tengo que admitir que no la entiendo. En verdad, no conozco nadie que la entienda con la profundidad que nos gustaría. Como todos los demás simplemente la utilizo, dejo que sea la teoría misma que me guíe en mis cálculos, pero no la comprendo.
¿Quién sabe si más de cien años después, finalmente, tengamos el coraje de volver a pensar de dónde viene? Quizás será algún otro experimento inocuo que nos dará algunas respuestas para dormir un poco más tranquilos.
*Facultad de Artes Liberales UAI