De la muerte se habla poco. De alguna forma, de nuestra muerte se encargarán otros, quizás por eso es por lo que se vive entre la negación, la imposición social de planificarla y su poca presencia en la vida en general.
La mayoría de las muertes ocurren no entre los jóvenes o niños, sino entre personas mayores. Y nuestra sociedad evita todo aquello que se vincule con envejecer. De algún modo eso le da el carácter de un evento a futuro, en segundo plano.
La muerte, así pospuesta, sin embargo, adquiere nuevas miradas gracias a la discusión sobre la eutanasia y los dilemas morales involucrados. Incluso hoy en contexto de pandemia se ha sentido que la muerte no se pospone e incluso es posible, y necesario, hablar de la “buena” muerte.
Lo cierto es que desde hace mucho tiempo ha sido excluida de la vida cotidiana y del espacio público, plantea la vicedecana de Investigación y Postgrado de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Santiago, Diana Aurenque.
“Se muere en hospitales, se vela en velatorios y se entierra en cementerios”, indica Aurenque al explicar cómo en la actualidad nadie quiere hablar de la muerte y cómo se esconde. “Se ha vuelto un asunto tabú que se margina y, así, más se le teme”, asegura.
Así, la muerte parece no tener cabida. No se integra a la vida, más que como drama sanitario o afectivo, dice Aurenque. Último aspecto que en meses de Covid-19 ha situado la muerte en el presente, recordando que por más que no queramos verla, es parte de un ciclo natual. “Sabemos que morimos, como hecho biológico o médico, pero nos faltan estrategias de sentido que permitan convivir con ella, sin simplemente ocultarla”.
A fines del siglo XIX, época victoriana, existía mucha teatralidad con respecto a los funerales, y el ritual de la muerte y hoy en cierto modo se oculta ¿Por qué ha ocurrido?
En general, los ritos fúnebres al igual que otros ritos tienen una función estabilizadora de la existencia. Se trata de la expresión de una costumbre o tradición compartida por una comunidad y que tiene lugar, cuando ocurren determinados acontecimientos de importancia para esa misma colectividad. El rito fúnebre viene a dar consuelo a quienes duelan la pérdida de un ser querido, a los vivos, pero también rinde homenaje y despedida colectiva al difunto. Esos ritos permiten de cierto modo integrar la muerte en la vida cotidiana.
Entonces ¿considera que actualmente faltan ritos?
Hoy nos faltan ritos. Con la secularización de la cultura y la constante tecnificación de la vida apenas le damos lugar a la muerte en un sentido más profundo, para intentar integrarla en nuestra existencia.
Sabemos que morimos, como hecho biológico o médico, pero nos faltan estrategias de sentido que permitan convivir con ella, sin simplemente ocultarla. Precisamente la filosofía ofrece mecanismos para comprenderla en su significado existencial para así conseguir sobrellevarla mejor y sin narcóticos de una trascendencia celestial.
El anhelo de la juventud y el afán actual de no querer asumir el paso de los años ¿podrían explicar el que se oculte socialmente la muerte?
El anhelo por mantener la juventud se asocia creo que no solo con un ocultar la muerte, sino más bien con un culto creciente a la salud. Hoy más que nunca sabemos que el envejecimiento biológico aumenta la posibilidad de enfermar, no solo de morir, sino de contraer males que afecten nuestro bienestar. En ese sentido, se tiende a enaltecer la juventud como paradigma de salud, pero en ello se olvida que la vejez es altamente heterogénea y muchas personas envejecidas están sanas, aún cuando otras tantas no lo estén.
El 2020 se transformó por la pandemia ¿considera que de algún modo eso cambió esa forma de ver la muerte?
La pandemia ciertamente nos obliga a pensar en la muerte, pero como una constante numérica espeluznante. Sabemos de muertos gracias a las alarmantes cifras a nivel planetario, como un terror cuantificado, pero con ello se ha logrado tabuizar quizás aún más la muerte. Pues en vez de que nos obligue a cuestionarnos, a raíz de la pandemia, por lo que hace valiosa la vida humana, pareciera que prima la idea de que la vida y la salud son valores absolutos.
¿Cómo que se opuso la llamada “normalidad” a la muerte?
Hipotecamos la vida “normal” por una pseudo vida confinada, sin amigos, trabajo y familia, que nos permitir vivir sin contagiarnos y contagiar. Pero en eso, ¿nos preguntamos por la clase de vida que realmente deseamos vivir? Esa es justamente la invitación de una reflexión honesta sobre la muerte. Como decía Blumenberg, si el ser humano es el único que puede vivir y ser infeliz viviendo, significa que la pura vida no nos basta: hay un deseo de vivir bien.
¿Si cambia esa noción de muerte, cambia con ello también cómo vemos la vida?
La muerte tiene sentidos muy distintos dependiendo de la perspectiva desde la que se piense: para una persona religiosa la muerte es un camino hacia la salvación; para los médicos y biólogos es el cese de la vida orgánica; para los Mayas la muerte como ofrenda a los dioses era un honor, etc. Todos son fenómenos son “muertes” distintas.
Esto quiere decir que “la” muerte no es algo neutro u objetivo, sino ligado al individuo, pero este último siempre pertenece a un contexto histórico particular, a una cultura y saberes científicos y tecnológicos determinados, que lo condicionan en su comprensión de la realidad, también de la muerte. La pandemia ofrece un contexto propio para pensarla.
¿Cómo se integra la muerte a la vida?
La pandemia podría ser ocasión para rehabilitar el significado de la muerte como algo que va más allá del número escandaloso, de la pérdida afectiva o del drama sanitario. Si logramos pensar su significado radical, podemos intentar ‘aprender’ a morir tal como enseñaban los antiguos. Ese ser capaz de morir, no significa una posibilidad biológica, sino integrar la muerte en la vida, es reconocerla como telón de fondo ineludible. Así, nos apropiamos de la muerte como un ‘aprender a vivir cargando la muerte’, ser capaces de vivir conscientes de que nuestra existencia es única e irrepetible, y que nos otorga una responsabilidad intransferible, y maravillosa a la vez, de justificarnos y autodeterminarnos.