El cielo de Lloicura está despejado. Son las 8.00 de la mañana del primer martes de noviembre y los incipientes rayos de sol se dejan caer con fuerza sobre el rostro de Maximiliano García Villalobos (8), quien espera atento el aviso de su madre -Mireya- para comenzar el habitual recorrido a pie a su colegio.
Todo indica que este será un día caluroso. Tal vez, el primero que tendrá la Región del Biobío, donde la lluvia no ha dado tregua en las últimas semanas. Pero la madre de Maximiliano no se fía del buen tiempo y, tal como lo ha hecho durante gran parte del año, viste al niño con su tradicional chaqueta de polar azulina, ignorando las señales que apuntan a que la primavera por fin llegó a la zona.
A las 8.15 de la mañana en punto, Maximiliano y su madre empiezan a caminar rumbo a la escuela, dejando atrás la pequeña casa de madera que ambos comparten en medio del campo, ubicada a unos 2 kilómetros del letrero que anuncia que ya se está en el territorio de Lloicura.
Así comienza el recorrido. Todos los días igual. Son siete kilómetros de distancia. Maximiliano, al menos, debe recorrer a pie cuatro kilómetros de ese tramo. Aunque haga sol o llueva.
A los pocos minutos de iniciado el recorrido, el niño saca de uno de sus bolsillos su celular y fija la mirada en la pantalla donde se reproduce un capítulo de un documental titulado "Los 5 monstruos marinos más grandes del mundo" que de manera didáctica relata la historia de animales prehistóricos como el magalodón, un tipo de tiburón gigantesco.
En ese momento, la madre de Maximiliano se convierte improvisadamente en su lazarillo porque el niño centra toda su atención en el teléfono. A ratos, apenas arrastra los pies para caminar mientras continúa clavando la vista en el aparato, lo que retrasa aún más su recorrido.
-Yo trato de encaminarlo cada vez que puedo porque él se queda pegado en el celular y no se fija en lo que pasa a su alrededor- dice Mireya con un evidente tono de reprobación a la conducta de su hijo, quien continúa mirando la pantalla ensimismado.
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Para llegar a la Escuela de Lloicura, donde cursa segundo básico, Maximiliano tiene que caminar casi cuatro kilómetros de ida y otros cuatro de regreso por un camino que solo está pavimentado por tramos. Es decir, unos 40 kilómetros a la semana.
El niño a veces se queja de que le duelen los pies o que llega cansado al colegio, pero para su madre esas no son excusas suficientes para que falte a la escuela. Tampoco lo es la lluvia que se deja caer con fuerza durante gran parte del año en el Biobío. En esos casos, Mireya lo viste con un pantalón impermeable que evita que moje o ensucie el impecable uniforme que usa de lunes a viernes.
Cuando tiene suerte, profesores del colegio que viven cerca o algún apoderado que tiene auto lo acercan hasta el sector de El Aromo donde pasa el transporte escolar que va a buscar al resto de los alumnos -no más de cinco- a sus casas para llevarlos a la escuela rural. Sin embargo, Maximiliano no puede usar este beneficio porque "vive muy abajo", dice la madre sobre la "explicación" que le dieron las autoridades de la escuela para no pasar a buscarlo.
Pero esto no ha sido así siempre. Hasta el año pasado, Maximiliano estaba matriculado en una escuela de Rafael -otra localidad cercana a Tomé- donde sí iban a buscarlo hasta su casa en furgón escolar. Esto cambió a principios de este año cuando fue matriculado en su nuevo colegio.
-A él le va tan bien en el colegio, es un muy buen alumno-, dice la madre con un dejo de orgullo sobre los méritos de su hijo.
Mireya y Maximiliano entendieron que la única alternativa para que el niño siguiera educándose en este nuevo establecimiento era que caminara todos los días los casi 4 kilómetros hasta el cruce donde finalmente lo recoge el furgón que completa los otros 3 kilómetros de camino. Cuando puede, la madre lo "encamina", pero cuando le toca trabajar como cuidadora, el niño tiene que hacer solo el recorrido. Maximiliano aprovecha de ocupar ese tiempo de traslado para ver los documentales sobre animales prehistóricos en su celular o para cantar a todo pulmón, venciendo su evidente timidez, las letras del reggaetonero Nicky Jam. Ahí nadie puede escucharlo.
En total, durante todo este año, Maximiliano ha caminado más de 1.200 kilómetros solo para ir al colegio, situación que madre e hijo toman con total normalidad y que recién quedó constatada como una vulneración a sus derechos a partir de una publicación de Facebook del director de la escuela donde el niño asiste junto a otros cuatro compañeros: "Todas las mañanas lo mismo, mi estudiante de ocho años, caminando 7 kilómetros para llegar al colegio, arriesgando ser atropellado. Si esto no es discriminación o vulnerabilidad de derecho, alguien que me diga ¿Qué es?", reclamó el docente.
Bastó que este mensaje lo replicara Radio Aguamarina, un medio de la comuna de Tomé, para que Lloicura saliera del anonimato y para que tuvieran rostro los más de 298.332 alumnos que asisten a establecimientos rurales, quienes en muchos casos también se enfrentan a situaciones similares a la de Maximiliano por la falta de acceso a sus escuelas.
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Ha pasado casi una hora desde que Maximiliano salió de su casa en el corazón de Lloicura para ir al colegio y el calor ya se siente con fuerza. Como todos los días, las huellas de sus pequeñas zapatillas negras con velcro han ido quedado marcadas en la tierra sin que el niño lo note. Pese al calor y al cansancio, Maximiliano sigue mirando ensimismado la pantalla del celular donde continúan pasando los capítulos de su programa favorito que fueron traspasados a su teléfono por otro de sus compañeros. El wifi allí todavía es intermitente y la familia no tiene conexión a internet en sus equipos móviles.
El niño no se esfuerza por buscar lugares con sombra a lo largo del camino. Tampoco bebe agua y con su madre hablan poco durante el recorrido. El silencio solo se ve interrumpido por los flashes que desentonan el canto de los pájaros.
Sobre su reciente fama, Maximiliano solo comenta, sin depegar la mirada de su celular, que no le gustó "mucho" aparecer en televisión y tampoco se siente con la obligación de hablar a los inesperados periodistas y fotógrafos que los últimos días lo han acompañado en su habitual recorrido.
Su madre espera que este momentáneo interés en la vida de este pequeño vecino de Lloicura solo se concrete en una solución para que pueda movilizarse hasta el colegio en un furgón escolar, al igual que el resto de sus compañeros. Pero de las autoridades educativas y municipales, asegura, aún no le han realizado ninguna propuesta formal. Pareciera que llegará primero la ayuda de un grupo vecinos acomodados de Concepción, quienes tras conocer el caso comenzaron a organizarse para regalarle una bicicleta. Pero hasta que algo de esto se concrete, Mireya y su hijo seguirán esperando. Así lo resume ella:
-El Maxi es feliz con su celular viendo sus monitos, haciendo sus tareas y jugando a la pelota a la casa. Eso es todo para él.