Llega diciembre con sus cierres de año, regalos, navidad, amigos sorpresa, fiestas de año nuevo… y la planificación de las anheladas vacaciones. ¿Llegaremos finalmente a descansar y a relajarnos de cara al sol? Sí, probablemente un buen número de personas sí… pero ¿qué pasa con los atletas? ¿Qué pasa con aquellos runners y triatletas que tienen carreras programadas en los meses veraniegos?

Tal como señala el maratonista Gonzalo Zapata en nuestro libro Entrena tu Espíritu, la principal diferencia entre un deportista profesional y uno amateur es el descanso. Mientras los profesionales saben que parar la máquina es esencial para recuperarse y encarar las próximas competencias, para los amateur las vacaciones son una zona gris. ¿Aprovecho las vacaciones para entrenar como no pude en el año? ¿Aprovecharé este tiempo para ponerme al día con la familia? ¿Con el trabajo? ¿Con los amigos?

Sí, para el deportista amateur es difícil apagar los motores y es por ello que esta semana nos vuelve a acompañar Matías, corredor de Trail que, tras un par de semanas de vacaciones, siente que su vida ha dado un giro inesperado. Vamos con él.

“Lo pasé increíble con la Feña. Almorzamos en una linda terraza, de ahí volvimos al hotel, cama, sexo, siesta”

Vengo llegando de Buenos Aires. Hacía como dos años que no tomaba vacaciones de verdad y creo que hace más de cinco años que no hacía un alto en mis entrenamientos. Y no es que no salga de Santiago, pues siempre voy a alguna carrera tanto dentro como fuera del país, pero desde mi rehabilitación que no me tomaba un par de semanas para no hacer nada...

Buenos Aires, Argentina.

¿Y cómo estuvo eso?

A ratos muy rico. Lo pasé muy bien con la Feña, pero había momentos en que no sabía que hacer. En Santiago organizo mis días y mis semanas de acuerdo a mis entrenamientos, los que se ajustan a las carreras en las que me inscribo, que, como ya sabes, son todas las que puedo, pues así me mantengo enfocado.

¿Y cómo lo haces con el trabajo?

En mi pega saben que esta es mi vida y que en vez de tomar vacaciones -como lo hice excepcionalmente ahora- viajo de tanto en tanto a una carrera. Me aguantan y por eso, aunque no me mata lo que hago, no me muevo, pues me permite pagar las cuentas y viajar… (silencio) pero a mi jefe también le llamó la atención que le pidiera dos semanas, pues no las habíamos planificado y a la vuelta sabía que tenía una carrera en la Patagonia.

¿Y qué pasó?

Nada, le conté que me iba con la Feña de viaje y se alegró por mí. No me hizo ningún atado, es la primera vez que me pido tantos días de corrido, pero me agarró pa’l webeo con mi próxima carrera, pues según él no me iba a dar el cuerpo después de tanto gozar. Y aunque me reí con él, era totalmente cierto. Si bien quería ir con la Feña a Buenos Aires, también estaba aterrado de lo que iba a pasar entre nosotros allá y de lo que iba a pasar después con la carrera, pues se me acortaron los tiempos de preparación.

Foto: Agencia Uno

¿Y qué hiciste?

Tuve que negociar con la Feña, pues eligió Buenos Aires para que no tuviera opción de arrancarme a algún cerro a correr. Lo hizo para obligarme a cambiar el switch, pues quería que fuéramos una pareja normal -por dos semanas al menos-, de esas que salen a comer, van al teatro, caminan de la mano por las calles mirando tiendas y comprando libros y en la noche van a un bar y después bailan. Te juro que me angustié de solo imaginar que no había un cerro o playa donde arrancar por unas horas, pero acepté el desafío con la condición de que me dejara salir a correr por las calles de Buenos Aires.

¿Y aceptó?

Sí, pero me puso un máximo de dos horas en la mañana y una hora de gimnasio en la tarde… (largo silencio)

¿Pasó algo?

Nada, me siento súper cabro chico contándote esto, pues aunque ya tengo 35 años, estaba cagado de miedo. De hecho, me acordé que cuando chico mis papás siempre que salíamos de vacaciones elegían lugares que tuvieran canchas de tenis o un club cerca, pues era la única manera de mantenerme ocupado para que ellos y mis hermanos pudieran hacer otras cosas.

¿Qué cosas?

Las cosas que hace la gente cuando viaja. Visitar lugares, juntarte con personas. ir a museos o simplemente ir a la playa o a un restaurante. Igual siempre me mandaba alguna cagada que ponía en riesgo el viaje, pues no podía jugar tenis todo el rato. Pero me estoy desviando, la cosa es que en Buenos Aires el primer día lo recorrimos todo caminando y estuvo muy entretenido. Lo pasé increíble con la Feña. Almorzamos en una linda terraza, recorrimos tiendas, ella se compró libros y ropa, regalos para sus amigas y familia. De ahí volvimos al hotel, cama, sexo, siesta. Perfecto. De nuevo ducha, vestirnos más elegantes para ir al teatro… y ahí tuve el primer traspié.

¿Cuál?

No tengo zapatos y tuvimos que pasar a comprar unos, pues me dijo que no podía ir al teatro, a comer y a bailar con mis zapatillas (…). No recuerdo la última vez que me había puesto zapatos. ¿Algún matrimonio? ¿Examen de grado? Me sentí incómodo, como un niño vestido con ropa de grande. Pero lo hice. Prueba superada. De ahí fuimos a comer y la Feña me pidió que por favor me relajara y me tomara una copa de vino. La tomé bastante asustado y la prueba de fuego fue ir a bailar. Nuevamente me tomé un trago y logré bailar toda la noche con el mismo vaso en la mano. La Feña estaba radiante, no daba más de amor y felicidad, y eso me hizo sentir muy bien, pero también me hacía temer que no iba a poder seguir ese ritmo las dos semanas… (silencio).

¿Qué pasó al día siguiente?

La Feña obviamente tomó más que yo al almuerzo, a la comida y en la pista, por lo que cuando salí a correr tipo diez de la mañana no se dio ni cuenta. Había dormido poco más de cinco horas, por lo que al principio me costó correr, pero como es tan plana la ciudad nunca me cansé, así que me puse a hacer velocidad en un parque y logré llegar agotado al hotel cerca de la una. Todo bien, la Feña estaba recién abriendo los ojos. Ducha, sexo, ducha juntos, almuerzo. Fuimos a ver unas galerías y en la noche nos juntamos con una pareja de amigos de la Feña a comer. Estuvo entretenido, de ahí nos fuimos a bailar y tipo tres de la mañana mis piernas no daban más. Estaba agotado, pero me aguanté hasta las cuatro. De ahí nos fuimos al hotel y más menos toda la primera semana fue parecida, hasta que en la segunda colapsé.

¿Literalmente?

Después de siete días al ritmo de la Feña no pude salir a correr. De hecho, no me pude levantar de la cama y aproveché que se iba a juntar con unas amigas para quedarme solo. Apenas se fue, me di cuenta que estaba totalmente destruido. Me dolía todo el cuerpo y pese a ducharme y salir a caminar para estirar las piernas, me tuve que volver a acostar. Ahí, sobre el velador de la Feña, estaba el libro que ella leía, “Una aventura radical”. Me encantó el título, pero en la portada aparecía la foto de una vieja que yo no cachaba, la Lola Hoffmann. Lo di vuelta, me leí la contratapa y me quedé profundamente dormido hasta que volvió la Feña (silencio). Llegó bien pasada. Me dijo que lo había pasado increíble, que se duchaba y que saliéramos a comer. Eran las nueve de la noche, básicamente yo había dormido todo el día y la Feña se lo había carreteado todo. De hecho, después de ducharse se fue en pálida, la tuve que acompañar al baño a vomitar y de ahí la fui a acostar. En ese momento pensé en aprovechar de salir a correr o ir al gimnasio, pero no me atreví a dejarla sola, así que no me quedó otra que leerme el libro de esta señora.

¿Y te gustó?

Mira, al principio no entendí mucho, pero me entretuvo. Hablaban de mucha gente a los que jamás conocí ni escuché, pero me llamó la atención la historia familiar de esta mujer y me rayé con su hijo, Francisco Hoffmann. ¡Me iluminó!

¿En qué sentido?

Mira, me golpeó tanto algunas cosas que leí, que las anoté en mi teléfono. ¿Te las puedo leer?

Claro

“Mi mamá creía que yo tenía un problema, que no era un niño normal, que era un cacho. Mi papá, en cambio, era amoroso y fan mío. Me decía: Pancho será medio retrasado, pero es muy simpático. Yo era tartamudo, no hablaba y me hacía pipí en la cama”. Sebastián, te juro que fue como escuchar a mis papás. Para mi mamá yo era un cacho, un niño inquieto que le traía problemas con su familia y con otras mamás y para mi papá era un tarado simpático bueno para el deporte. ¿Te puedo seguir leyendo?

Dale

“Yo siempre fui contrario a todo. Mis padres eran científicos y trabajaban con animales y eso a mí desde chico me afectó. Encontraba que la ciencia era lo peor, lo mismo que los médicos (…) Me cargaban los intelectuales, las bibliotecas, todo lo que representaban mis papás”. Te juro que es casi calcado, aunque mis papás no eran intelectuales. Lo de mis viejos era la plata, el éxito, el aparentar. Y yo odiaba todo lo de ellos y en lo único que me enfocaba era en los deportes, pues ahí podía no solo ser yo, sino sacar para afuera mi rabia. Obviamente terminé fundido de tanta bronca, perdí la beca y tuve que volver a una familia que creía que yo era un idiota simpático en el mejor de los casos o un cacho que hay que mantener ocupado para que no moleste (silencio). Ahora me hace todo el sentido del mundo haberme perdido en el carrete, pues ¿quién puede salir normal con unos papás así? Te juro que fue como que me inyectaran adrenalina a la vena y esa noche me leí dos veces seguidas el libro mientras la Feña roncaba.

¿Y qué pasó de ahí en adelante en Buenos Aires?

Caminamos, comimos y tomamos -con moderación- mientras hablábamos de todo esto. La Feña estaba fascinada y me llevó a unas librerías gigantes a comprar algunos libros que mencionaba la Lola Hoffmann. Nunca me había comprado un libro y te juro que los días se me pasaron volando en esta dinámica… tanto… que me olvidé que a la vuelta tenía la carrera más importante del año…

¿Y qué pasó con la carrera?

Ufff. Eso da para toda una sesión, pero te puedo adelantar que no volví a correr por las calles de Buenos Aires desde que abrí el libro de la doctora Hoffmann.

Continuará…

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