En pasadas columnas analizamos a líderes narcisos y paranoicos y ahora es el turno de los obsesivos, sujetos que, según Manfred Kets de Vries y Danny Miller, aspiran al perfeccionismo y al control de todos los detalles. Tranquilas y tranquilos. Está columna está bien estructurada. Igual pónganse sus cinturones de seguridad, pues para estos líderes, la clave para que las cosas anden bien es que los demás nos sometamos a su manera de hacer las cosas.
¿Quedó claro? ¿No? Para despejar dudas: solo hay UNA forma de hacer bien las cosas. La correcta. Mi forma. ¿Se entendió? Son liderazgos potentes que, bajo mucha formalidad, cordialidad y sonrisas, tienden a establecer relaciones jerárquicas -de dominio y sumisión- lo que consecuentemente le resta espontaneidad a las interacciones laborales.
Estos jefes, jefas o líderes obsesivos, muchas veces son caricaturizados como personas altamente competentes, estructuradas, incapaces de relajarse, meticulosas y obstinadas, lo que no es raro, pues gran parte de su comportamiento obedece a un sistema de creencias que aspira a “dominar y controlar todas las cosas que me afectan”.
¿Control freak? Este sistema de creencias genera buenos controles internos, resultando la mayoría de las veces una operación eficiente que cimenta empresas competitivas, generalmente líderes en su industria. Los jefes de estas empresas destacan por ser muy trabajadores y responsables. Por tener una casa perfecta. Una familia ejemplar. Modestia aparte, acá las cosas se hacen bien.
Confiables, íntegras, una de las características históricas de las empresas obsesivas es que han sostenido su estabilidad apostando a largo plazo en un tema fijo y han funcionado en conformidad a procedimientos estándar bien establecidos. Ideas claras y muy bien fijadas. Todo se planifica con antelación. Gran preocupación por el detalle. Aquí no se improvisa.
La vida de estas organizaciones está sistematizada y formalmente registrada, por lo que no hay que sorprenderse si, después de unas temporadas, las tareas se tornen rutinarias. ¡Me aburro! De cara al cliente interno, hay una fuerte insistencia en los controles formales y los sistemas de información, en la eficacia en la producción, los costes y el programa y desarrollo de los proyectos.
Además, detrás de las formalidades, los indicadores y las ritualidades, la realidad es que estas empresas son tremendamente rígidas, con una fuerte preocupación por el orden y el control. Literalmente les obsesiona saber cuál es el siguiente paso, quien va a darlo, porqué él o ella y por la forma en que va a darlo. ¿Será la decisión correcta?
Lamentablemente es en las crisis y en los cambios inesperados donde estas estructuras tiemblan, pues sus líderes no se manejan bien en escenarios líquidos y tienden a irse hacia dentro. El desorden los invade de indecisión. ¡Que nadie se mueva por favor! No hagan nada hasta que tengamos todo claro. Además, la excesiva dependencia a las reglas entorpece y enlentece el actuar de los líderes obsesivos. Aplazan las acciones, inhiben las iniciativas y no toman decisiones por temor a cometer errores.
¿Qué pasó con los representantes de la eficiencia y eficacia? Claramente no calcularon el costo emocional en sus fórmulas y proyecciones, por lo que se paralizan frente al caos. Ahora, si la crisis se mantiene de manera prolongada, estas organizaciones se pueden transformar en entes burocráticos, inflexibles y anacrónicos que viven del trabajo bien hecho del pasado, siendo que lo único que quieren las tropas y el entorno es que sus líderes salgan a la luz, actúen, y comuniquen. ¿Qué decisión vamos a tomar? No pensamos caer en ninguna moda del cambio. Acá apostamos a largo plazo y aguantaremos el chaparrón. Suena bien a oídos de un obsesivo, pero esta atmósfera genera descontento y corroe a empleados acostumbrados al éxito. El clásico síntoma de este malestar es el “ahogo” de sus estrellas, quienes se desesperan por la marcada aversión al riesgo de sus líderes, para quienes los cambios dramáticos son “innecesarios y de mal gusto”.
En definitiva, las crisis tensionan los perfectos rituales de estos líderes y de estas empresas. Rituales que no quieren soltar o cambiar, pues improvisar pondría en jaque una de las piedras angulares del edificio mental corporativo: somos una empresa seria y respetable. Y con eso… no se juega.
Para ilustrar la vida obsesiva de líderes, organizaciones y sus efetos en la vida personal y en la familia, les presento el caso ficticio de José Luis, gerente de TI construido en base a distintas historias de distintos clientes:
Hola Seba. Te juro que me deprimí cuando caché que la próxima es nuestra última sesión. De verdad uno debiera tener coaching todos los años, pues la máquina no da tregua. Ya estamos en diciembre y, como siempre, estamos con auditorías internas, externas, planificaciones, cierres de mes, cierre de año. Para más recacha, el colegio de mis hijos también lanza sus últimas cartas. Reuniones para entregar las notas, ceremonias de graduación, galas de talento, cierres de año deportivo. Entre medio, por WhatsApp, mi señora hinchándome con los regalos de pascua, que confirme el 24 donde mis suegros, el 25 con mis papás, año nuevo con sus hermanas. ¿Pagaste el arriendo de la casa en la playa? Y para rematar la jornada, el pavo de Recursos Humanos me pide que este mes termine el proceso contigo... Y así todos los años, hace quince años.
¿Nada ha cambiado?
Salvo el coaching, yo te diría que no. Cada año es lo mismo, pero siempre un poquito más o un poquito mejor. Solo para que te hagai una idea, ni con el estallido ni con la pandemia estornudamos. Estos weones son tan cuadrados, que hasta las cagadas son anticipadas, planificadas y ordenadas. Fueron un par de días de remezón y después la misma webada de siempre... Todos trabajando desde sus casas, pero yo casi no dejé esta oficina, pues tenía que darle soporte a todos estos iluminados.
¿Nada, nada, nada ha cambiado en 15 años?
Pucha, si te poni así, si, ha cambiado un poco la cosa, pero desde que empezamos a trabajar he pensado harto en los paralelos que hiciste entre mi pega y mi casa. Seba, es la misma canción. Mi jefe y la flaca me estresan todo el año. No descansan. Tienen esa webada que los gringos llaman ética de trabajo. Y en los dos lados este negro rinde y sonríe, pues tengo claro que sin ellos sería un desastre. Y en las reuniones de apoderados, a las que me lleva mi señora de un ala, escucho a las profes, los discursos de los directores, los interminables premios y acciones del año y no puedo parar de pensar en ese coreano que habla del rendimiento.
¿Byung-Chul Han?
Ese mismo. Por suerte escribe cortito, porque puta que deprime. Mi hermana me regala sus libros porque dice que tengo que parar, relajarme y tomar más tinto. Y si, tiene razón, pero… ¿en qué minuto? Yo pienso, con cueva, en la ducha, en el auto y ahora contigo. Ni siquiera en la noche puedo pensar, pues mientras intento deprimirme con el coreano, mi señora comenta todos los pendientes. Te juro que tiene el calendario y la lista del supermercado en la cabeza. Sabe todo. Cumpleaños, feriados, black Fridays, días de descuentos, aniversarios, reuniones del colegio. No para. Y para quedarme dormido miro mi teléfono y veo los goles del mundial que me perdí, pues como Chile no juega mi jefe dice que no hay excusas para no trabajar. Igual que mis hijos, veo los partidos en el teléfono. Escondido. ¿Patético no?
¿Qué es lo patético?
Vivir así. Lleno de normas, de reglas, en la casa y en la pega. Lo peor es que cuando voy a las actividades de mis hijos, siento que los someto a las mismas webadas. Yo no fui a colegio privado Sebastián. Nunca me dieron diplomas, ni premios por nada. Pero para la flaca esto es parte de la vida. Y una parte muy importante, pero a mí se me aprieta la guata al ver que mis hijos están igual de tapados de tareas que yo. No paran y a los amermelados les gusta. Y la flaca chocha. Y de solo imaginarme que salen de vacaciones…
¿Qué pasa con las vacaciones?
Mi señora peina la muñeca en diciembre. Mete a los niños en todo tipo de actividades y los andamos repartiendo y recogiendo por todo Santiago, pues su lema es que no pueden aburrirse. Lo mismo pasa en las vacaciones. A donde vayamos la flaca se inventa unos trekking, arrienda bicicletas, descubre paseos y te arrastra en la mañana y en la tarde a la playa o al lago. Me canso de solo hablarlo.
¿Y qué quieres?
Mira, adoro a mi flaca y yo sé que ella ama a este negro. Lo sé, pero puta que me cansa esta webada de no parar nunca. Yo no sé cómo lo hace, pues aparte de ser pediatra, participa en cuanta tontera inventa el colegio, es delegada de curso, hace deporte y planifica todo. Yo te juro que ando como en piloto automático. Reclamo igual, pero es bien cómoda la webada. Lo mismo que en mi pega. Y yo tengo la suerte de que les caigo bien a mis jefes, pues soy como el que trae un poco de aire a esta empresa. Mis colegas son como mis hijos. Niños buenos que en el colegio y en la universidad sacaron muchos títulos y diplomas. Llenos de estrellitas y de cursos en el extranjero.
¿Y tú?
Yo me quemé las pestañas y me quedó pa’ siempre el poto cuadrado por pasarme horas sentado detrás de una pantalla. Desde los 20 años que trabajo acá. Hice mi práctica, entré a la universidad, me titulé, fui jefe, papá de tres cabros, todo en el mismo lugar. Por eso estoy guatón, pelado y pálido pa’ ser negro. Y en mi casa, gracias a la flaca, mantengo el entrenamiento. Por eso, cuando me estreso, recuerdo los veranos con mis papás y mis hermanas. No hacer nada en la mañana y esperar a las 12:00 para tomar el primer pisco sour hecho con limones de pica del patio. Comer al lado de la parrilla hasta no dar más, fermentar la tarde roncando frente a la tele y perderte, sin culpa, una tarde de playa. Solo para que te hagai una idea de mi familia Sebastián. Vivimos -y ellos siguen viviendo- en la misma casita al lado del mar y nunca fui a la playa una mañana, hasta que conocí a la flaca.
¿Y qué te pareció?
¿La playa? Fría, fome. Ahí supe que no me había perdido nada y nunca más bajé antes de almuerzo. Pero… ¿sabes qué me pasa cuando hablo con mi hermana… la que me presta los libros del coreano? La admiro y la envidio un poco. Vive en una casucha al lado de la de mis viejos. Fue mamá soltera de pendeja y atiende todas las mañanas en el negocio de la familia y en las tardes, ahora que mi sobrino está peludo, se lleva su libro, una latita de cerveza y unos puchos y se le pasan así las tardes. Eso. Todos los días. No necesita más. Y cuando se aburre o algo de sus lecturas le hace pensar en mí, me llama por teléfono y me cuenta sus voladas y los atados de mis viejos, los mismos atados de siempre. Una maravilla.
¿Qué es lo maravilloso?
Que sea siempre la misma casa, sin tanto sobresalto, sin tanta presión. La misma playa, el mismo negocio, los mismos rollos. Para ellos, los veranos no cambian nada. Simplemente hace más calor y se ponen más flojos. ¿Estaré muy mal? A veces pienso que no, que ese es el camino a la felicidad, pero otras pienso que sí, que estoy cagado, porque nunca le he confesado estas cuestiones a la flaca ni a nadie. Ni siquiera a mi hermana, que de seguro ni se imagina cuanto la admiro por seguir soñando y disfrutando de cosas tan sencillas.
Continuará…