Mientras en Chile los distintos actores se acomodan a la nueva realidad que instaló el resultado del Plebiscito, en Estados Unidos se viven horas y días cruciales. Lejos del triunfo holgado que vivimos chilenos y chilenas la semana pasada, la realidad norteamericana nos muestra que una carrera presidencial no termina hasta contabilizar el último voto.

Con este telón de fondo -de estrellas blancas sobre un fondo azul y de rayas rojas y blancas-, retomo mis sesiones vía zoom con María Eugenia, doctora intensivista que, en medio de la pandemia, siente que debe hacerse cargo de su familia, ahora que su marido le anunció que abandona temporalmente el cargo de primer damo para tomarse un año sabático.

María Eugenia, acostumbrada a vivir a mil y a gozar de una fuerza y energía ilimitada, se desconoce. Está devastada y cree que ver la serie Borgen con su marido aceleró, cual enzima, el malestar de este hombre que, en medio de la pandemia, se hizo cargo de la casa y de los hijos. La factura es alta y la doctora, hasta la última sesión, sentía que tenía que pagarla.

No me vas a creer Sebastián, pero todo cambió desde nuestra última sesión.

¿Todo, todo, todo?

Bueno, casi. O si quieres, se vino todo abajo y entre las ruinas están mis hijos y yo.

¿Qué quieres decir?

La semana pasada me junté con amigas y amigos. Hacía años que no lo hacía, pero como las cosas estaban tan mal en la casa, decidí ir. Es raro, pero no le puedo echar la culpa de esto a la pandemia, pues a Ismael le cargan estas juntas y no me acompaña. Y lo entiendo. O lo entendía y me daba lata salir sola. Es cierto, somos puros doctores que nos conocemos desde la Escuela, hablamos el mismo idioma y nos reímos de las mismas idioteces y entre copa y copa me fui relajando y terminé soltando la pepa.

¿Qué soltaste?

Les conté a todos que Ismael se quería tomar un año sabático. Se produjo un silencio. Mis amigas me miraron con cara de espanto, pero mis amigos no movieron un músculo. Les pregunté que estaban pensando y al final el pobre Raimundo fue el único que se atrevió a hablar. Tras varias miradas cómplices con los demás -ya estábamos todos bien copeteados- dijo que le parecía raro eso del año sabático… y Francisco, mi mejor amigo de la escuela, me recomendó hacer la gimnasia nocturna de su señora: revisar mail, teléfono, bolsillos y cajones. De ahí todos empezaron a echar la talla. Yo me hice la loca o tal vez todos nos hicimos los locos, pero mi corazón se aceleró a mil. Una parte de mí estaba en total negación. Era imposible que Ismael me hiciera algo así. Pero había otra que me decía… weona… hasta el encantador marido de la Primera Ministra de Dinamarca mira para el lado y se termina yendo con otra. No aguanté más y me fui para la casa y para vergüenza mía, me amanecí leyendo los mails de Ismael.

Silencio…

¿Qué te puedo decir? Pasó lo más obvio, lo que nunca esperé de un ser tan especial, evolucionado y sofisticado como Ismael. Me tuve que comer mi rabia, mi orgullo, pues hasta esa noche hubiera jurado que era imposible que Ismael me fuera infiel. ¿Ingenua? Terriblemente. Me leí todos sus correos y antes de que Ismael y los niños se levantaran, partí rajada al hospital en un estado de conciencia francamente alterado. Mis hijos no podían verme así y yo tampoco podía mirar a Ismael. Tenía demasiadas cosas en la cabeza para siquiera intentar dormir. Totalmente fuera de mí me subí al auto y apenas salí del estacionamiento llamé al imbécil de Raimundo.

¿Por qué imbécil?

Para no parecer tan patética. Claramente la imbécil soy yo y como estaré de mal y como estaré de sola, que solo atiné a llamar a mi ex marido. El mismo del que me arranqué con nuestro hijo a Madrid. El mismo que se bancó que Rai no se despegara de Ismael y que nunca cuestionó mi relación. Y a este pobre, que me ha aguantado tanto, le conté llorando que el papá de mis hijos se escribe cartas de amor con una alumna de guitarra que vive a pocas casas. Descubrí que la cuarentena lo tiene desesperado… no porque no pueda salir o estar conmigo… sino porque no ha podido verse con la otra. Y los descarados justifican su romance por el sufrimiento que les ha ocasionado convivir con parejas tan trabajólicas… que no se dan cuenta de nada. Ni siquiera nos damos cuenta que nos cagan. Y la cosa no termina ahí, pues tienen un plan. Aparte de románticos, los weones parecen agentes de viajes. Tienen todo listo y han aprovechado la pandemia para conseguir inmejorables ofertas. Es de no creer.

¿Qué no puedes creer?

Es que la embarrada no quedó ahí. Estaba tan mal, que ese día me fui al hospital y dejé el computador prendido. Nahuel, mi concho, al levantarse vio la compu del papá prendida y se metió. Mis hijos tienen absolutamente prohibida la tecnología, salvo para conectarse a clases, pues Ismael, ni siquiera en pandemia, los deja jugar ni ver vídeos en Youtube. Bueno, la cosa es que la curiosidad de Nahuel fue más fuerte y revisó todas las ventanas que yo había dejado abiertas. Y mientras Ismael se duchaba, le mostró todo a sus hermanos, pensando ilusionado que las reservas de viaje eran una sorpresa para nosotros y mi Rai, que es ultra avispado, cachó toda la película, retó a Nahuel por meterse en la compu y engañó a sus hermanos diciéndoles que probablemente esas eran las ideas de Ismael para su viaje sabático, pero que nada era definitivo. Rai logró convencerlos que el papá estaba solo vitrineando y que no tenían que contar nada, sino Ismael se iba a enojar. Hasta ahí, según me contó él mismo, actuó bien, pero cuando me llamó estaba descompuesto, con rabia, decepcionado… te juro que se me va el aire contándote esto…

Largo silencio. Lágrimas. María Eugenia se agacha y se sostiene la cabeza con las manos. No se le ve la cara y en la pantalla aparecen en primer plano unas manos sin anillos e inevitablemente me pregunté si habrá usado argolla, si se la quitó al lavarse las manos o si a partir de estos últimos acontecimientos decidió guardarla en un cajón.

Mira, hace poco le saqué a Ismael una pequeña novela que tenía en su velador. La agarré porque era cortita y necesitaba algo para distraerme. El título, “Veinticuatro horas en la vida de una mujer”, no me dijo nada, pero me pareció inofensiva. Rápidamente me atrapó. Era fácil de leer y aunque la trama es muy distinta a lo que te estoy contando, siento que me pasó lo mismo. De repente, toda mi vida, al igual que la de la protagonista de la novela, cambió radicalmente por un inesperado incidente. No sabría cómo empezó mi historia. ¿Habrá sido viendo Borgen? Te juro que ya ni sé bien el orden en que siguieron pasando las cosas, pero en no más de un día Rai se fue a vivir con su papá, Ismael se fue de la casa y los dos chicos se vinieron a mi cama, porque ya nadie puede dormir solo en esta casa. Presenté una licencia y creo que es la primera vez en mi vida que no me siento culpable y que disfruto estar encerrada. Y aunque Rai no está físicamente con nosotros, hablamos más que nunca.

¿Y qué te gustaría hacer?

¿Qué tipo de pregunta es ésa? ¿Qué quiero hacer? No sé Sebastián, no tengo cabeza para nada y tal vez le haga caso a Rai y nos tomemos todos un año sabático. No sé cómo procesar lo que estoy viviendo en medio de la pandemia. Los niños, si bien se habían hecho la idea de que en algún momento su papá iba a partir de viaje, no entienden por qué todo pasó tan rápido, por qué no hubo despedidas y porqué el papá se fue si no se ha acabado la cuarentena. El único que ha hablado con Ismael en estos días es Rai, pero los otros dos no entienden por qué no los llama directamente a ellos, por qué no habla conmigo y por qué, de un día para otro, su hermano se fue a vivir con Raimundo. También me han preguntado por qué Rai ya no le dice papá a Ismael y me preguntan si ellos a los catorce años también pueden empezar a llamarlo así. ¿Cachai la cagada que tengo? Y el pobre Elu, ¿será la maldición de ser el del medio? casi no habla y parece todo el rato confundido, como si estuviera a punto de preguntarte algo que después se le olvida. Está desorientado, pero dice estar contento de no tener que conectarse más a las clases de matemáticas ni de tener que practicar guitarra.

Finalizada la sesión, me siento como Elu. Sin palabras. Desorientado. Por suerte, María Eugenia no me pide consejos ni tips de último minuto, pues de haberlo hecho, tendría que haber salido de la nebulosa de la que tardé varios minutos más en salir.

Vía Google, descubro que las Veinticuatro Horas en la Vida de una Mujer fue escrita por Stefan Zweig entre medio de dos guerras mundiales. Apago mi computador, me levanto y abro mi ventana para mirar mis plantas. Y mientras las contemplo, asumo que María Eugenia -como tan bien señala Hermann Hesse- tendrá que empezar a entender que “el dolor, los desengaños y la melancolía no existen para molestarnos, para sumirnos en un abismo de desasosiego e inutilidad, sino para poner a prueba nuestro temple y madurar nuestro ser”.

Revisa la primera parte de esta columna en este enlace.

Revisa la segunda parte de esta columna en este enlace.