Esta semana tuve mi segunda sesión con Samuel, un cliente de unos setenta y pocos que me pide juntarnos en un café para conversar. Su señora se ha ido por tercera vez de la casa. Son quiebres silenciosos, sin peleas, donde Alice, su señora, simplemente desaparece de Santiago y aparece en la casa de sus nietos norteamericanos. Y aunque mi cliente ya ha superado estas pausas, reconoce que le preocupa haber estado más de un año distanciados.
Ha sido extraño esto del coaching. Creo que después de nuestra primera sesión he hablado todos los días contigo en mi cabeza. Te he contado muchas cosas, pero después me edito. En fin, entremedio hablé con Alice. Es duro, pues me contesta como si nada. Es fría, práctica, me pregunta por asuntos de la casa y del jardín y después le pasa el teléfono a mi hija y a mis nietos. No podemos conectar. Y supongo que por muchos años era muy cómoda esta desconexión.
¿Por qué?
Yo me encargaba del trabajo y ella de la casa y los niños. Nuestras conversaciones, si fueran una negociación, serían cero estratégicas y muy tácticas. Diálogos concretos, sin rollos o subjetividades. Todo muy práctico y predecible. Yo sabía que apenas Alice dejara a los niños en el colegio se iba a poner las botas de agua y nadie la iba a sacar del jardín. Esa es su verdadera pasión. Las plantas. Su éxtasis son las huertas, las ensaladas y la decoración. En el otro extremo de Santiago, estoy yo cerrando negocios en mi oficina y me divierte pensar que mientras yo firmaba documentos y apretaba manos, Alice seguramente estaba cambiando los regadores de lugar y picando tierra bajo la sombra de unos árboles. Y nos encontrábamos en las noches, pero realmente no nos encontrábamos. Al principio, por supuesto, le echaba la culpa a los niños, pero cuando se fueron los cinco, solo nos unían el silencio y nuestras estúpidas peleas.
¿Nunca te pusiste botas?
Pocas veces Sebastián. Soy socio de un estudio y mi barro son los negocios. Y debo reconocerte que me fascina la competencia y la adrenalina. En mis tiempos libres, que a mis setenta y pocos siguen siendo escasos, me gusta jugar tenis o correr. Para que te hagas una idea, un fin de semana cualquiera yo podía salir y volver a la casa con una raqueta, ducharme, leer, dormir una siesta… y en todo ese lapso estaba Alice en el jardín. En otoño te la vas a encontrar con un rastrillo y una bolsa de hojas, en verano estrenando una manguera, en primavera hablando con las flores y en invierno podando.
¿Y a ella no le gustan los negocios?
Es una paradoja Sebastián. Nos conocimos estudiando derecho en Estados Unidos. Otro día te podré contar como fue conocer a su familia, pues da para una película. En fin, Alice era una estudiante brillante y competitiva. Nos enamoramos perdidamente y ella abandonó su mundo para venirse a Chile sin pateleo. Es más, te diría que se vino feliz. Y le encantó todo, la gente, el campo, el norte, el sur, la costa, la cordillera. Al principio pensé que iba a ser temporal y que en algún momento iba a querer retomar su carrera de abogada y volver a Estados Unidos. Pero no y me di cuenta que Alice era de esas almas que en el pasado se enamoraban de África.
¿Qué quieres decir?
Alice no necesita las cosas que yo necesito. Le dan lo mismo las ciudades, los restaurantes, los títulos, los gimnasios, los cafés. Ella es feliz con sus botas de agua y sus tijeras podadoras. Le gustan los museos y lee, pero para ella los buenos paseos implican comprar plantas, frutas y verduras. Eso la hace feliz.
Silencio… Samuel levanta una mano y a los pocos minutos llegan dos expresos.
Es muy extraño mirar tanta vida hacia atrás, pero durante treinta años todo fue así y funcionó. Teníamos nuestros encuentros y desencuentros, pero el primer gran golpe fue cuando nuestros hijos se empezaron a ir de la casa y el segundo cuando llegaron los nietos.
¿Cómo fue el primer golpe?
Fue brutal, pues nuestros hijos, nada más terminar el colegio, empezaron la universidad en Estados Unidos. Hubo como una transición. Durante cinco años iban y venían y con Alice viajábamos a verlos y aprovechábamos de recorrer Estados Unidos. Cuando estábamos con los niños la lengua no nos paraba, pero cuando nos quedábamos a solas el silencio era terrible. A Alice la aburrían las grandes ciudades y a mi visitar a su familia. Yo pensaba que esta iba a ser una etapa y que después nos íbamos a encontrar, pero pasaron los años y nuestras tres hijas se casaron y se quedaron allá y nuestros dos hijos, que se quedaron en Chile, se fueron bien lejos de nosotros. Y teníamos esta enorme casa y un jardín de ensueño solo para los dos. Y yo me metí más en la pega y Alice más en el jardín. Nuevamente supuse que saldríamos de esta, pero después vino la locura de los nietos y mi mujer se transformó 100% en abuela. Y entiéndeme, adoro a mis nietos, pero soy más que abuelo. Me siento joven o casi igual de joven que siempre. Me gusta trabajar, salir a comer, ir al gimnasio, pegarle duro a una pelota, tener espacios de ocio, leer… pero con los nietos perdí a Alice por varios meses… y si decidió volver aquella primera vez… creo que fue más por el jardín que por mí… y si volvió la segunda… fue para conocer al primer hijo de Samuel…
Largo silencio… segundo expreso…
Mira Sebastián, no te voy a decir que siempre he sido un santo, pero nunca he querido estar con otra mujer. ¿Viste de Crown? Viéndola… aunque suene ridículo… me sentí interpretado por Felipe de Edimburgo. Alice es la matriarca y su gusto por las plantas es el equivalente al de la Reina por los caballos. Ellas no están para superficialidades, pues como dicen los ingleses, ellas tienen old money. Y Alice nunca ha necesitado mi plata. Está más allá de eso. Yo he logrado mucho trabajando, compitiendo, ganando, apostando. Y aunque finjo ser como Roger Federer para que las cosas parezcan que me salen fácil, la realidad no es así. Mis movimientos y golpes aunque se vean elegantes, esconden mucho entrenamiento, mucho esfuerzo y poco descanso. Siempre alerta, pero con los años he fallado en los detalles.
¿Qué detalles?
Bueno, supongo que mi gran discurso, donde no dije una sola palabra de Alice, fue la gota que rebalsó el vaso. Sinceramente creo que a ella no le importó, pero para mi familia y amigos más cercanos no pasó desapercibido. Y reaccionó como es ella. Con la más alta dignidad. No dijo nada, hizo como que nada pasara y de repente, ya no está. ¿Y sabes qué detalle echo de menos? Echo de menos los arreglos de flores que ponía en la pieza. Todos los días hacía hermosas combinaciones que, estando ella, nunca valoré. Los empecé a extrañar meses después de su partida, leyendo Carta de una desconocida de Stefan Zweig. ¿La leíste?
Sí, pero no me acuerdo mucho.
Es una historia brutal. Una mujer profundamente enamorada siempre le manda rosas blancas a un hombre en su cumpleaños. Este nunca sabe quién se las envía y por qué, pero le gusta que le lleguen. Él es el amor de su vida; ella una entre tantas y cuando ya no la va a ver más… ella le pide que compre siempre rosas blancas para recordarla. Ahí me di cuenta que sobre nuestra cómoda ya no hay flores. ¿Habrá pensado alguna vez en mí cuando hacía esos arreglos?
¿Y qué crees que ella echará de menos de ti?
Buena pregunta. No lo sé. Tal vez mi energía, mi entusiasmo. Claramente me puedo equivocar, pero me encantaría descubrirlo en lo que me resta de vida. Supongo que quiero reconquistarla y a la vez temo nunca haberla conquistado. Y aquí no sé qué hacer y siento que toda mi energía y jovialidad se me viene abajo.
Tras finalizar la sesión, partí y dejé a Samuel pagando la cuenta y apenas llegué a mi casa no pude evitar buscar entre mis libros Carta de una desconocida. Me acordaba vagamente de la historia y me detuve en este inquietante párrafo: “el día de tu cumpleaños hacía llegar a tu puerta un ramo de rosas blancas idénticas a las que me entregaste en nuestra primera noche. Cada uno de los diez u once años transcurridos ocurrió así. ¿Sentiste intriga al leer quien te enviaba las rosas? ¿Recuerdas a la muchacha a la que le entregaste unas rosas iguales? Eso no lo sabré jamás. Me bastaba con hacer el envío desde mi anonimato, traer a la vida, una vez al año, aquella noche”.
Cerré la carta y no pude dejar de pensar en Samuel viendo su cómoda sin arreglos florales, llamando a su señora sin lograr conexión, como si ella recibiera la llamada desde su jardín y él la esperara desde su escritorio. Años, décadas de frecuencias paralelas, encuentros, hijos, desencuentros, nietos.
¿Será capaz Samuel de ponerse las botas?
Continuará…