Lejanos quedaron los días en los que nuestro país desplegaba una intensa agenda de posicionamiento internacional y se preparaba tanto para encabezar la COP25 como para ser sede de la cumbre APEC.
El estallido social de octubre pasado, aún latente, convulsionó totalmente el escenario interno, cambió la agenda pública por completo y forzó al ejecutivo -que ha llegado a niveles críticos de aprobación- a cambiar lo contemplado originalmente en su plan de gobierno.
Sin embargo, Chile no ha sido el único país que ha enfrentado movimientos sociales de este tipo en el último tiempo, sino que se enmarca en un escenario global particularmente agitado, que ha afectado a decenas de países, incluyendo democracias como la nuestra.
Las causas son ciertamente múltiples. En zonas tan disímiles como India, Hong Kong, Indonesia, Gran Bretaña, Colombia, Puerto Rico y Sudáfrica tuvieron entre los detonantes de sus manifestaciones causas principalmente políticas. Por ejemplo, en los tres primeros, las protestas se iniciaron tras la búsqueda de modificaciones a la legislación -Ley de Ciudadanía, Ley de extradición a China y Reforma al Código Penal que restringía libertades, respectivamente- las que causaron un alto descontento ciudadano.
Mientras que, en Gran Bretaña, movimientos a favor y en contra del Brexit, en Colombia la reciente muerte de líderes sociales, en Puerto Rico los comentarios discriminatorios del Gobernador y, en Sudáfrica, la violencia de género, fueron los principales factores.
En la región de Papúa, también en Indonesia, protestas independentistas incluso gatillaron que el gobierno decretara un apagón de internet. Y las marchas por apoyo a la independencia tampoco han cesado en regiones como Escocia y en la Comunidad Autónoma de Cataluña, en España.
En tanto, en Bolivia, Evo Morales se vio obligado a dimitir luego de un presunto fraude electoral, misma situación que causó masivas protestas en Malaui, un pequeño país de África. En Argelia, el presidente Bouteflika, se vio obligado a renunciar tras buscar un quinto mandato consecutivo, mientras en Rusia la prohibición de participación de la oposición en elecciones locales fue un gran detonante tras los movimientos ciudadanos.
En la misma línea, la corrupción motivó que luego de protestas estudiantiles, el ministro de justicia de Corea del Sur tuviera que renunciar, tras haber favorecido a su hija para ser admitida en una prestigiosa universidad.
En República Checa, el primer ministro, uno de los empresarios más ricos del país, ha enfrentado durante meses protestas que piden su renuncia, tras obtener fondos comunitarios para sus negocios personales. Asimismo, otros casos de corrupción y enriquecimiento ilícito han llevado a manifestaciones en Eslovaquia, Egipto e Irak.
El alza de precios y la inequidad fueron factores comunes en países tan disímiles como Ecuador, Francia, Líbano, Sudán, Irán y Chile. Conocido es que el estallido social local detonó por las alzas en las tarifas del metro, no obstante, contenía un trasfondo de descontento sustancialmente mayor.
En el Líbano, una extensa crisis económica dio lugar a manifestaciones una vez que se intentara gravar las llamadas a través de redes sociales y, en Sudán, un descontento ciudadano por altos precios obligó a Omar al-Bashir a dimitir tras tres décadas en el poder.
Un alza, pero el del valor de los combustibles, fue uno de los factores que impulsó el movimiento de chalecos amarillos en Francia, país con manifestaciones en la actualidad por una reforma a las pensiones.
En Ecuador, también el incremento en el precio de hidrocarburos impulsó revueltas en septiembre pasado que incluso llevaron al presidente Moreno a trasladar momentáneamente la sede de gobierno. En tanto, el aumento de coste en el mismo recurso en Irán provocó protestas que causaron dos centenares de muertos y, recientemente, el error humano que derribó al avión de Ukraine Airlines, reactivó las protestas contra el régimen al haber tratado de ocultar la responsabilidad sobre el mismo hecho.
El desafío actual para los gobernantes –y la élite- es descomunal. En primer lugar, tiene que entregar una respuesta proporcional que asegure el resguardo de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos, manifestantes o no.
En segundo lugar, debe buscar la forma de satisfacer, o al menos contener, las altas expectativas de una ciudadanía empoderada y descontenta con aspectos como corrupción e inequidad, que demanda mayor transparencia y rendición de cuentas, además de ver con frustración y desconfianza cómo los sistemas políticos distribuyen los recursos y el poder.
Y, en tercer lugar, debe hacer frente a movimientos cuyos repertorios de protesta pueden ser cambiantes, que poseen niveles de espontaneidad que dificultan anticiparlos y que, en un número considerable de casos, se enmarcan en un modelo de protestas sin líderes o interlocutores válidos que dificultan cualquier posibilidad de negociación.
Sin lugar a duda, el último año pasará a la historia como uno particularmente agitado no solo en Chile, sino en el mundo. Y, necesariamente, va a requerir la suficiente voluntad de las partes en un esfuerzo mancomunado para la construcción -nada fácil- de una nueva relación de confianza, tanto entre el gobierno, sector privado y sociedad civil, que permita entregar soluciones sostenibles y que, en nuestro caso en particular, permita sobrellevar esta crisis de la democracia representativa.