En general, su uso es más conocido en tratamientos estéticos que en otra cosa. Sin embargo, durante mucho más tiempo, las inyecciones de toxina botulínica -conocida popularmente como Botox- juegan un gran rol en las terapias físicas que se realizan a pacientes que han sufrido parálisis, a causa de accidentes cerebrovasculares (ACV). Es por eso que un grupo multidisciplinario de investigadores de la Universidad de Los Andes busca descubrir cuál es el punto exacto donde poder inyectar este fármaco, y así poder optimizar su tratamiento, reducir su costo y evitar posibles efectos adversos ante un exceso de dosis.
“El problema que abordamos es la recuperación de los pacientes con secuelas de un ACV. Una de las complicaciones que ocurre con los sobrevivientes es la espasticidad, cuando los músculos se afectan, pierden fuerza y ganan rigidez”, explica el director de Investigación de la Escuela de Kinesiología de la Universidad de los Andes, y quien está a cargo de este estudio, Rodrigo Guzmán.
Lo más común de los ACV es que se manifiesten a través de una hemiplejia, donde se paraliza y se produce una alteración de los músculos de una parte del cuerpo -izquierda o derecha-. En la mayoría de los casos son los músculos flexores, como los que doblan la rodilla o el codo, los que resultan comprometidos luego de una afección cerebrovascular. “Esos son los que se vuelven más rígidos, y evitan o dificultan a la persona tomar objetos o también implica tener problemas para caminar o desplazarse de manera independiente”, explica Guzmán.
Para tratar a estos pacientes, se realizan terapias físicas y farmacológicas. La más frecuente de esta última, es la aplicación de toxina botulínica en los músculos afectados por la parálisis. Según explica el investigador, en su mecanismo, el Botox bloquea la unión entre el nervio y el músculo, lo que reduce su rigidez y mejora su movilidad. “En ese contexto, el proyecto que desarrollamos busca encontrar el punto donde se une el nervio con el músculo”, detalla.
A través de registros electrofisiológicos, el grupo de investigadores logró dar con la zona específica de aplicación. “Con un método no invasivo, ni con nada que tenga un riesgo para el paciente, encontramos esos puntos a través de un examen que se llama Electromiografía de alta densidad”, relata el investigador de la Universidad de Los Andes.
Este estudio, que se centra en la pantorrilla, espera optimizar este tratamiento y bajar la cantidad de sustancia inyectada. Esto para, entre otras cosas, disminuir el costo del tratamiento. “Lo que estamos haciendo es tratar de definir el mejor sitio de inyección de esta toxina en pro de mejorar la eficacia y aspirar en algún momento a lograr el mismo efecto, pero con menor cantidad”, complementa Rodrigo Guzmán.
La toxina botulínica aplicada les facilita a los pacientes la marcha de manera autosuficiente, entre otras actividades. Además, es una “ventana terapéutica” para que los pacientes puedan desarrollar con mayor eficacia sus terapias físicas, realizadas por kinesiólogos y kinesiólogas.
“A través de registros electrofisiológicos hemos encontrado esa estructura. Primero en personas jóvenes, sin ninguna enfermedad, y luego con personas que tenían espasticidad como secuelas de un ACV. Con un método no invasivo, ni con nada que tenga un riesgo para el paciente, encontramos esos puntos a través de un examen que se llama Electromiografía de alta densidad”, desarrolla el investigador.
Cuando implementa un fármaco siempre se busca identificar la dosis mínima efectiva. Esto, porque muchos de ellos tienen efectos colaterales que se pueden disminuir si se optimiza esta aplicación. A mediados de este segundo semestre, más el próximo año, se aplicará esta nueva técnica en pacientes vivos. “Se les va a inyectar el Botox en algunos puntos de referencia, como se ha descrito en la literatura, y también a un grupo de intervención donde se les va a identificar la zona de inervación antes de aplicar la toxina botulínica. Luego debemos medir parámetros para determinar qué tan efectivo es este método en comparación al tradicional”, complementa Guzmán.
Arrugas y parálisis bajo el mismo concepto
En general, el uso de la toxina botulínica en estética es más nuevo que el uso en el tratamiento de la espasticidad, según describe Guzmán. Aunque claro, el Botox está más asociado a tratamientos para aminorar el paso de los años en las expresiones del rostro, sobre todo en la última década.
“En las arrugas de la cara funciona porque la expresión facial es consecuencia de la acción de los músculos. Tenemos un número importante de músculos que se activan en función de nuestras expresiones. Ahí, los músculos se acortan y, como la piel está insertada en fascia, aparece como consecuencia que se arrugue”, explica el investigador.
El Botox bloquea la unión entre el músculo y el nervio, el músculo se relaja y queda con una especie de “parálisis” que hace disminuir la expresión facial. Una característica importante de esta toxina es que tiene un efecto transitorio. Luego de unos meses se consume por completo y su efecto disminuye hasta desaparecer.
“Con los pacientes con ACV pasa lo mismo. Cada cierto periodo, una o dos veces al año, se les repite el tratamiento de inyecciones con Botox”, añade el investigador. Por lo mismo, esta investigación se proyecta a reducir los costos que tiene este tratamiento, que bordea los $300.000 por inyección de esta toxina.