El rarísimo huevo fosilizado de la era de los dinosaurios descubierto por paleontólogos chilenos, estudio publicado en la revista Nature
El huevo prehistórico de 6,5 kilos que apareció en la Antártica y estuvo guardado en el Museo Nacional de Historia Natural por casi una década. Es el segundo más grande encontrado en el mundo y perteneció a un reptil marino de hace 68 millones de años.
El clima fue particularmente benigno con la XLVII Expedición Científica Antártica que llegó en enero del 2011 al continente blanco. Como si el tiempo también quisiera ser parte y dar una mano a una experiencia que se convertiría en única e inolvidable.
El rompehielos Almirante Óscar Viel de la Armada de Chile, que llevó a la delegación de paleontólogos y geólogos, pudo recalar sin problemas, lo mismo que el helicóptero que transportó las toneladas de equipos e insumos, que sorteó sin mayores sobresaltos las fuertes ráfagas de viento características del lugar. Un buen augurio pensó la mayoría de los que participaron de la ya mítica salida a terreno que organiza todos los años el Instituto Antártico Chileno (Inach) y que ese verano instaló su base principal en la Isla Seymour y una secundaria en la Isla Low, dos de las 16 que rodean la península Antártica y cuya temperatura baja considerablemente cuando irrumpen las fuerzas eólicas antárticas.
Ese 2011 no fue un año cualquiera. La investigación de campo coincidió con la mayor expedición paleontológica chilena a la Antártica, la que se llevó a cabo en enero y febrero gracias al proyecto Anillo (liderado por dos grandes investigadores chilenos: la paleobotánica Teresa Torres y geólogo Francisco Hervé), financiado -en ese entonces- por Conicyt y el Inach y donde la Isla Seymour sería la estrella de la fiesta dado su potencial paleontológico, debido a que en toda su extensión se pueden encontrar “maravillosos” y abundantes fósiles casi a ras del suelo.
La zona además es reconocida en el mundo científico porque ahí se encuentra uno de los pocos lugares en el planeta donde se identifica perfectamente el límite K/Pg, frontera paleontológica que marca el fin de la era mesozoica, o “de los dinosaurios”, y el comienzo de la cenozoica, o “era de los mamíferos”.
Ya instaladas las carpas-laboratorios y vivac, el equipo de paleontólogos y geólogos -hermanados por el trabajo en terreno y la gran aventura de buscar fósiles- decidió dividirse para revisar, por un lado, afloramientos de la última parte de la era mesozoica, es decir, rocas de 66 millones de años, mientras que el otro grupo se dedicó a analizar otros vestigios 10 millones de años más jóvenes, correspondientes a la época del Eoceno.
Tras varios días de prospección en los afloramientos cretácicos, el paleontólogo de vertebrados del Museo Nacional de Historia Natural, el Dr. David Rubilar y su colega de la Universidad de Chile, Rodrigo Otero, decidieron terminar de recolectar material, in situ, de un reptil marino.
Con anterioridad habían identificado vestigios de mosasaurios y plesiosaurios en varios puntos de ese mismo nivel. La caminata siguió de manera habitual en este paraíso de huesos prehistóricos hasta que ambos notaron que de una roca asomaba un fósil muy particular por su estructura laminar. Juntos se pusieron a excavar de inmediato.
“A medida que lo despejábamos, no entendíamos de qué se trataba, parecía un estuche o un saco plegado. Sabíamos que era orgánico, pero no llegamos a una conclusión más precisa”, recuerda Rubilar a nueve años de la experiencia.
Aún sin entender lo que tenían en sus manos, teorizaron con ejemplos de algunos fósiles de vertebrados que preservaban partes blandas. “¿Será que es un vaciado de algún órgano?”, se preguntó. Pero no había respuestas. Anonadados y en medio de la nada, Rubilar y Otero denominaron el hallazgo, medio entre risas y medio en serio, como “el estómago”.
Las dudas no pararon. “Cuando llegamos al campamento preguntamos a los geólogos que nos acompañaban si habían visto algo similar y su cara de incertidumbre daba la respuesta. Hubo varias ideas acerca de lo que podría ser esta estructura, pero nada definitivo”, añade Rubilar.
A los días “el estómago” cambió de nombre. Fue rebautizado como The Thing en honor a la famosa película de ciencia ficción de John Carpenter de los años ochenta y con ese mote, el espécimen, llegó a Santiago. El periplo de millones de años de “La Cosa” comenzaba otra etapa tanto o más fascinante. Nadie imaginaba, en ese momento, que se trataría del descubrimiento más trascendental desde que en 1882 Carl Larsen, ballenero noruego, desembarcó en la Isla Seymour y recolectó miles de fósiles que fueron a parar al Museo de Historia Natural de Estocolmo.
¿Has visto algo así? ¿Qué crees que sea esto? Eran las preguntas que Rubilar hacía a cada geólogo o paleontólogo que ponía un pie en el Museo de la Quinta Normal. La respuesta era la misma: “Nunca he visto nada similar". La estructura, rememora el paleontólogo, "cada día era más desconcertante”.
Recién en el verano de 2018 aparecieron las primeras luces. La Dra. Julia Clark, paleontóloga de la Universidad de Texas, EE. UU., visitó Santiago junto a algunos de sus alumnos que iban camino a una campaña paleontológica al sur del país.
El museo chileno era una cita imperdible así que pasó a saludar a su colega y revisar las colecciones en exhibición y las guardadas. La experta estaba interesada en restos óseos de pingüinos fósiles; sin embargo, durante la conversación con Rubilar se preguntaban por qué los huevos de pingüinos no tienden a preservase como fósiles. Rubilar recordó que en el Área Paleontología había una pequeña colección de huevos y, mientras los revisaban, recordó que tenían este curioso material. “En ese mismo momento le mostré el extraño fósil. Luego de algunos minutos, Julia me dijo ¿Y si esta estructura fuese un huevo blando aplastado?
De inmediato comenzamos a revisar imágenes de huevos de serpientes marinas que poseen huevos no calcificados y eran idénticos a aquellos pliegues que se generan luego de la eclosión. La cáscara, al no estar calcificada, como el caso de las aves y cocodrilos, se plegaba como un saco vacío. Ahora “La Cosa” podía ser un huevo de un reptil marino, uno enorme ¡Había que hacer el estudio!”, rememora emocionado el paleontólogo.
Para el científico pensar que este “estuche” podía ser un huevo de cáscara blanda, similar al de una serpiente marina, no era ilógico ya que, en ese mismo nivel, junto a su colega Rodrigo Otero, habían excavado, en la misma expedición, los restos de un mosasaurio de gran tamaño: el Kaikaifilu hervei, que se estima debió medir cerca de 10 metros de longitud y que están estrechamente relacionados con los lagartos monitores y serpientes de la actualidad.
“Es algo que te tienes que tomar con mucha cautela. Una cosa es la sensación del descubrimiento y ver algo que ningún ser humano ha observado y otra es demostrarlo. Uno toma estas experiencias con el corazón dividido, entre la euforia y la cautela para comprobar los datos”, explica Rubilar ante la emoción que sintió en aquellos días.
Cuando entendieron que podría tratarse de los restos de un huevo de un antiguo reptil marino, los científicos separaron los análisis: se extrajeron pequeñas muestras de la “cáscara” para hacer cortes finos y examinarlos al microscopio y, por otro, se llevó la estructura para realizar una tomografía y descartar que no quedarán, en el caso de ser un huevo, restos embrionarios en el interior.
“Los huevos amnióticos son diversos en tamaño, forma y microestructura de la cáscara. Éstas están formadas por tres estructuras: una capa calcárea externa, una membrana testácea proteica y una capa límite, delgada. La mayoría de los Archelosauria (grupo que incluye a los dinosaurios con sus descendientes modernos, las aves, cocodrilos y tortugas) ponen huevos con cáscara dura. Aquí, la capa calcárea representa la mayor parte del grosor de la cáscara, y esta capa está formada, a su vez, por unas pequeñas estructuras prismáticas, orientadas radialmente, llamadas unidades de cáscara.
Por otro lado, en los lepidosaurios (grupo que incluye a serpientes, lagartos y tuátaras) la cáscara calcárea está reducida o ausente. En su lugar, la capa testácea compone la mayor parte del grosor del cascarón y ésta organizada en haces de fibrillas proteicas, eso les da esa apariencia de cáscara “blanda” a estos huevos. En el caso de los fósiles, sólo se preservan huevos con cáscara dura, mientras que los huevos de cáscara proteica tienden a descomponerse con facilidad y no quedar preservados como fósiles”, explicaba Rubilar para dar más sustento a la hipótesis que querían demostrar.
En tanto, la Universidad de Texas aplicó a la supuesta cáscara del huevo, secciones histológicas delgadas, las que fueron analizadas con microscopía electrónica de barrido, espectroscopía de rayos X y difracción, y espectrometría de masa. Estos análisis permitieron confirmar la identificación del fósil como un huevo y se utilizaron, además, para describir su microestructura, preservación, así como su composición química y la matriz de sedimento del relleno.
Al examinar en detalle la cáscara se pudo observar que la capa más gruesa, corresponde a la testácea, compuesta de haces fibrilares proteicos. Mientras que, más externamente, se identificó una fina capa calcárea que, en grosor, es una décima parte que la esperada para un huevo de ese tamaño.
“Fue la primera vez que se identificó un huevo “blando” que sobrepasa los 700 gramos de masa estimada. Con sus 6,5 kilos, este huevo es comparable al gran huevo del “ave elefante” de Madagascar y a los mayores huevos de dinosaurios no aviares lo que lo convierte en el segundo huevo de algún vertebrado jamás descubierto”, sostiene Rubilar, destacando también que su hallazgo es relevante para conocer la reproducción de los reptiles marinos, de lo cual existen muy pocos fósiles o registros.
La Clínica Las Condes también participó en las investigaciones. En ese centro asistencial se realizó una tomografía al espécimen y que reveló que su interior estaba vacío, algo que no desalentó al equipo, pues era lo más obvio.
“Suponíamos que no debían existir restos en el interior ya que el huevo está plegado, eclosionado; no obstante, la imagen generada con la tomografía fue clave para entender la compleja estructura de pliegues del espécimen”, agrega el científico.
A pesar de ello, el hallazgo no deja de impresionar. Por sus dimensiones (29 centímetro en su eje mayor y 20 centímetros en el menor), es el segundo huevo más grande, documentado en cualquier vertebrado extinto o viviente y es el mayor descubierto proveniente de la era Mesozoica, justo antes del fin de la época de los dinosaurios, estudio publicado hoy en la prestigiosa revista Nature.
“Para tener una idea del tamaño corporal de la madre, se generó una gran base de datos que incluyó 259 especies de lepidosaurios. A partir de esto se pudo estimar que el productor debió tener unos 6,6 metros de largo, longitud que considera sólo la distancia entre la punta del hocico y la cloaca”.
Las semejanzas de su estructura con los reptiles lepidosaurios hace suponer que uno de los grupos candidatos ideales, para ser los productores, serían los grandes mosasaurios”, precisa el experto.
Se trataría de reptiles marinos que se distribuyeron en los mares de todo el mundo durante el Cretácico, en especial, durante los últimos 20 millones de años de este periodo, y sus huesos son muy abundantes en las rocas cretácicas de la Isla Seymour. En ese sentido, cabe recordar que, a unos 200 metros del sitio donde se encontró “La Cosa”, Rubilar y Otero excavaron los restos del Kaikaifilu hervei.
“Estos enormes reptiles marinos están emparentados con lagartos varanos terrestres de la actualidad y, un poco más lejos, con las serpientes, por lo que no sería extraño imaginar que estos animales fuesen los productores. También, en la Isla Seymour, abundan los restos de otros reptiles marinos, los plesiosaurios, por lo que sería otro posible candidato”, sostiene Rubilar.
La península Antártica y Sudamérica fueron parte del megacontinente llamado Gondwana y cuyo desmembramiento dio origen también a Australia, África y al subcontinente de la India. Esta área de separación formó un mar donde se depositaron sedimentos y restos de animales y plantas que lo habitaron y que generaron rocas y fósiles que también guardan registros de la evolución geológica, faunística y florística de esas regiones.
La Isla Seymour ha sido denominada la Piedra Rosetta de la paleontología o la joya de esta disciplina ya que está formada por estratos que contienen un registro fósil de preservación excepcional que abarca desde el Cretácico tardío hasta el final del Paleógeno (entre 70 a 24 millones de años atrás). Los reptiles marinos prosperaron porque las condiciones que tenían en el agua eran mucho mejores a las que se ven hoy en la Antártida. Hubo un momento en que en ese lugar había dinosaurios, bosques, árboles, con estaciones bastante marcadas, pero ideal para la vida.
En ese escenario, el gran tamaño de este huevo puede explicarse, en parte, por el tamaño del cuerpo de su productor, además de las restricciones impuestas por el estilo de vida marino. “En el caso de los animales que ponen huevos de cáscara blanda, el aumento de tamaño se correlaciona con huevos relativamente más pequeños y un tamaño de puesta mucho más grande. Sin embargo, las serpientes marinas presentan una notable excepción ya que se ha inferido que las restricciones locomotoras relacionadas con su ecología dan como resultado un tamaño de puesta más pequeña. Los reptiles pelágicos grandes, con cuerpo hidrodinámico, pueden haber logrado una alta inversión reproductiva, resultando en huevos agrandados y una puesta menor, lo cual es congruente con la hipótesis de que algunos grandes reptiles marinos extintos sean estrategas K (en términos prácticos, la “estrategia K” supone un bajo número de crías las cuales crecen bajo protección de sus progenitores. Este tipo de reproducción es más habitual en animales de gran tamaño y cierta longevidad)”, dice el Paleontólogo.
Rubilar añade que para nombrar especies existe una manera de designar los restos fósiles o las “señales” de actividad de seres del pasado que dado lo disociado del organismo productor, no se pueden adscribir a una especie determinada.
Las huellas de dinosaurios son un buen ejemplo, se puede señalar la correspondencia a una especie determinada; sin embargo, al igual que la taxonomía clásica se utilizan ciertos sufijos que permiten notar esta semejanza. Así, una huella enorme hallada en 1983 en Nuevo Mexico, y descrita una década después, fue nombrada como Tyrannosauripus en referencia a que muy posiblemente, por la edad, tamaño y características haya sido producida por un Tyrannosaurus. Se aplican los mismos criterios para otras estructuras fósiles como esporas, raíces, excrementos y huevos.
En ese sentido y debido a lo exclusivo de sus características, incluidas su enorme tamaño, el huevo o “La Cosa” se nombró como Antarcticoolithus bradyi, cuyo nombre significa “huevo de piedra Antártico tardío” y que indica donde fue encontrado y los aproximadamente 160 años que pasaron entre la descripción del primer huevo mesozoico y el hallazgo de este espécimen, lo que enfatiza la rareza de encontrar huevos de grandes lepidosaurios en el registro fósil.
Este fósil, que es el holotipo de la especie (nombre que recibe el material que se usa para determina la descripción de una nueva especie) se conserva en el Área Paleontología del Museo Nacional de Historia Natural (bajo el acrónimo: SGO.PV25.400.) y se espera que pronto pueda ser exhibido para los visitantes de la institución.
“Este hallazgo es de enorme relevancia para nuestro patrimonio cultural y para los avances científicos en el ámbito de la Paleontología en Chile. Nos llena de orgullo que un equipo integrado por nuestros profesionales del Museo Nacional de Historia Natural haya dado con este hallazgo, que además se convierte en el tercer fósil chileno en ser descrito en la prestigiosa revista Nature”, dice Consuelo Valdés, Ministra de las Culturas, las Artes y el Patrimonio.
Más investigaciones
Las investigaciones en la Isla Seymour no están finalizadas, puesto que con las nuevas exploraciones siguen ocurriendo hallazgos de importancia para la ciencia. Por ejemplo, la flora fósil (maderas, hojas, polen y esporas) testimonia que hubo vegetación durante el Cretáceo tardío con plantas muy similares a las que conocemos en la actualidad: coníferas, podocarpáceas, y cupresáceas, además de flores y variados helechos.
De hecho, el equipo en 2011 encontró otros fósiles cretácicos, incluyendo restos parciales de otros mosasaurios, restos de plesiosaurios (reptiles marinos extintos de cuello largo y aletas) y el primer descubrimiento, en esas latitudes, de tiburones cretácicos.
La identificación de las distintas especies y los materiales recolectados son de gran relevancia, toda vez que con ellos es posible reconstruir un ambiente de aguas someras donde abundaban reptiles marinos y tiburones que no tienen parientes cercanos hoy en día.
El huevo gigante fue parte de más hallazgos como huesos del brazo de un ave extinta, mayor a cualquier ave voladora de la actualidad, restos de pingüinos hoy extintos, incluido uno gigante.
Adicionalmente, hubo hallazgos de fragmentos de huesos de una ballena primitiva, todos restos del periodo paleógeno, es decir, de entre 65 y 35 millones de años.
Entramos en una nueva etapa en el desarrollo de investigación de la paleontología de vertebrados en el país, cuenta Rubilar. De hecho, en este preciso momento, se está desarrollando un proyecto Anillo (ACT 172099), liderado por el investigador de la U. de Chile, Dr. Alexander Vargas en conjunto con el Inach y el Museo Nacional de Historia Natural, cuyo objetivo es potenciar la investigación de la paleontología de vertebrados en el Chile. “Esperamos, con este proyecto, realizar nuevos y desafiantes descubrimientos que, desde esta parte del mundo, aporten a una mejor comprensión de la evolución de la vida en nuestro planeta”.
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