Hace 17 años atrás, me convertí en padre de la primera de mis dos hijas. A partir de su nacimiento, se instaló en mi interior un estado de permanente vigilia, intentando evitarle riesgos, accidentes, imprevistos, malos ratos o situaciones incómodas. Ciertamente, no hay manera de evitar al 100% que esas coyunturas ocurran, pero efectivamente, en varias ocasiones, logré despejar objetos, evitar caídas o cortes y otras amenidades.
Seguramente, ella en esos momentos nunca visualizó esos riesgos, ni tuvo conocimiento de su existencia. Por otro lado, es claro que como padre tampoco podría haber optado por dejar que esos riesgos se materializaran, y simplemente asumir que era “su problema”. En lugar de ello, como supongo que lo harán los padres y madres, a medida que creció, la fui educando en conocer estos riesgos, y dándole gradualmente, herramientas para enfrentarlos.
Hago este relato como analogía simple de otro hecho: desde hace al menos 17 años, la comunidad científica ha venido advirtiendo respecto del cambio climático, del despilfarro del agua en los monocultivos, el avance de la sequía, el retroceso de los glaciares, el excesivo consumo de recursos naturales, las emisiones de carbono, y el aumento gradual, pero sostenido, de la temperatura, entre otros efectos. Por cierto, de igual manera, ha avanzado en la comprensión de estos fenómenos, lo que ha permitido desarrollar paralelamente tecnologías e innovaciones, o bien entregar evidencia que ha permitido acuerdos en materia de cuidado ambiental que han paliado, moderado o retardado en parte la gravedad de estos efectos.
Probablemente, para la sociedad en su conjunto, varios de estos riesgos han pasado desapercibidos, como quizá también varias de las contribuciones que ha hecho la comunidad científica con el propósito de ofrecer evidencia para sensibilizar a la comunidad mundial en busca de acuerdos referidos al cuidado del medio ambiente.
En ciencia, consciente de la cantidad de factores y externalidades que pueden incidir en el estudio de la naturaleza, se evita en general hablar en términos absolutos, razón por la cual se suelen escuchar frases matizadas de prudencia “Ya no nos queda más tiempo” o “el momento es ahora”, “si no es ahora, ya es tarde”, intentando sensibilizar sobre este hecho.
El problema es que por diversas razones, estas advertencias hechas con afán de educar y generar cambios que pueden tomar años o generaciones, no han permeado debidamente al “individuo social”, quien pareciera ser sensible al tema, pero no necesariamente lo siente cercano o se siente responsable como para generar cambios individuales de comportamiento (el problema de “los otros” versus el “yo”, sin advertir, como decía el padre de Mafalda, que nosotros somos precisamente “los otros de los otros”). Siendo muchos, la responsabilidad tiende a diluirse, y por eso es que no es de extrañar que sea más fácil asociar la baja aprobación del gobierno a la figura del presidente, que asociar la aún más baja aprobación de los partidos políticos a algún diputado o diputada en específico.
Sin embargo, acá el paradigma es algo diferente por la responsabilidad individual para con personas cercanas íntimamente: independientemente de si Ud. crea que es algo “exagerada” la advertencia científica, o que Ud. sea de los que cree que la historia tiende a repetirse, y hay ciclos “naturales” de derretimiento glaciar, o que esté convencido que hay que dejar el consumo de carne y tender al autocultivo, o que esté o no inscrito en una ONG ambiental, en cualquier caso, imagino que nos une un deseo en común, el cual es el poder dejarle “el mejor mundo que podamos” a nuestras hijas e hijos.
De momento en que coincidimos en esa expresión de voluntad, emerge una obligación moral e individual para con ellos/as. A nuestros hijos e hijas aún les queda tiempo para desarrollar una conciencia ambiental, y es altamente probable que en algún momento en el futuro (sino ya ahora), surja de parte de ellos o ellas aquella pregunta de la cual no habrá manera de echarle la culpa a los otros: “y tú papá, mamá, ¿qué hiciste por el medio ambiente?”. Y a diferencia de contarle las veces que le quitamos la tijera de las manos, o que evitamos que se cayera de la escalera, o le sacamos aquello que la trapicaba, o que la protegimos de un golpe o caída, acá la respuesta no es tan sencilla ni breve, pero debe ser convincente y pragmática para que sientan que no sólo los protegimos a ellos/as, sino también al lugar donde se quedarán por un buen tiempo luego que nosotros hayamos partido.
*Doctor en Matemática Aplicada. Profesor asociado del Instituto de Ciencias Sociales Universidad de O’Higgins