En 1918, Chile vive sus primeros brotes de la letal “Gripe española” y, en paralelo, las universidades nacionales comienzan un complejo proceso de cambio y reestructuración iniciado a fines del siglo XIX, concluido en un espinoso ciclo político nacional que culminó en una nueva constitución para 1925 y cuyo encadenamiento se sumó a un fenómeno global que terminó consolidando la unión entre universidad y ciencia, de forma institucional, para la sociedad civil en general.
Lo anterior, parece ser muy similar a nuestro presente, sin embargo, para el caso de las actuales universidades, al menos, hay dos problemas de difícil pronta solución debido al diseño que ha experimentado la política pública en educación superior y que se ha agudizado con la actual pandemia.
Tras la frustrada reforma a las universidades 1981, durante la dictadura cívico-militar, la arquitectura del sector ha vivido diversos problemas que parecían solucionarse con la agenda de modernización de la educación superior iniciada en 1997, en la que destaca el Programa de Mejoramiento de la Calidad y Equidad de la Educación (Programa MECESUP) y las agencias de acreditación nacional. Esa agenda reventó, por diversos motivos, tras las masivas movilizaciones estudiantiles del año 2011 y ha tenido al sector, desde ese momento, en diversos ensayos de regulación, financiamiento y propósitos. Esa trayectoria de agotamiento sectorial, la pandemia ha venido a acelerarla.
El primer problema es el rol de las universidades. Durante los últimos 30 años, las universidades fueron parte de las agendas de un nuevo rol en las economías como productoras de nuevas tecnologías e innovaciones en todas las disciplinas centradas en las ciencias aplicadas. La relación universidad-empresa, clusters, patentes y un largo etcétera, forman parte de una serie de experiencias y financiamiento estatal que ha dado pocos resultados por sus diseños y las condiciones estructurales de la economía chilena.
El segundo problema abarca los supuestos, teorías y diseños de las políticas públicas. Por un lado, mientras la teoría económica del agente-principal asume la existencia de un bajo nivel de confianza (por eso la política pública se concentra en diseñar incentivos y sanciones y la medición del desempeño), las teorías gerenciales se concentran en el liderazgo y la innovación (que demandan confiar en la creatividad y emprendimiento de los equipos de gestión, enfatizando la satisfacción de los clientes y la calidad), generando un crecimiento de funciones y programas con baja sostenibilidad que ha ido minando, con absoluta claridad desde el movimiento estudiantil del 2011, la legitimidad social del sector para la sociedad.
En este contexto, la arquitectura del sector se encuentra en una situación de alta complejidad en que las políticas públicas continúan abordando de forma parcial o bajo esquemas que han presentado problemas a la hora de valorar y evaluar resultados. Tal situación lleva a las universidades, en medio de una pandemia, al mismo tiempo, a tratar de mantener a flote su solvencia financiera, aportar de forma relevante a la situación sanitaria con investigación e infraestructura y transformar sus procesos formativos.
En este sentido, la pandemia y las agendas de los últimos 30 años en educación superior, deberían constituir un escenario para abordar, por una parte, la forma en que se ha diseñado y financiado la investigación científica de las últimas décadas en el país, ¿qué rol cabe realmente a las universidades en ello? ¿es posible tener ciencia de relevancia con financiamiento estatal a “plazo fijo” ?, y, por otra parte, los supuestos que organizan el financiamiento y funcionamiento de la educación superior, ¿es sostenible un sistema basado principalmente en fondos por cobro de aranceles? ¿es pertinente un crecimiento y modernización institucional en base a una baja confianza en las instituciones? ¿se puede innovar con la actual arquitectura del sector? ¿hemos mejorado sustantivamente las habilidades, experiencia y conocimientos de las últimas generaciones?
Hoy, se escucha mucho en los gestores/as de políticas la frase: “la tecnología ha llegado para quedarse”, qué duda cabe, y el Mineduc ha redirigido su Fondo de Áreas Estratégicas (de casi $10.500 millones) a la formación virtual. Pero tal vez, se debería escuchar más cuántas universidades podrán quedarse para utilizar la tecnología y jugar un rol significativo para una sociedad que demanda seguridades.
* Profesional del Centro de Enseñanza y Aprendizaje (CEA) UTEM