Escazú es una pequeña localidad de Costa Rica. Enclavada estratégicamente en el centro geográfico del país, su nombre dio origen a un tratado medioambiental, que como suele usarse en este tipo de documentos, tomó el nombre de la ciudad. El Acuerdo de Escazú, promovido en su génesis por Costa Rica y Chile, busca mejorar el acceso a la información, a la justicia y la participación pública en materia ambiental en países de América Latina y el Caribe.
El pacto aspira a proteger tres derechos básicos: acceso a la información ambiental (cualquier persona puede requerirla), participación pública de los procesos de toma de decisiones ambientales (para vigilar posibles proyectos que puedan tener impacto negativo sobre el ambiente), y acceso a justicia ambiental (que puede ser impulsada por cualquier ciudadano).
Chile estuvo tan inmerso en el origen del tratado, que el exministro de Medio Ambiente, Marcelo Mena, confidenció que estuvo a punto de llamarse el “Acuerdo de Santiago”.
Aunque el vocablo Escazú proviene de la voz indígena itzkazú, que significa lugar de descanso, tras promoverlo animosamente, el tema perdió entusiasmo en La Moneda y hace rato que dejó de ser un oasis para el gobierno, para transformarse más bien en un tema pegajoso.
La discusión comenzó a dar un sorpresivo giro en septiembre de 2018, cuando la ministra de Medio Ambiente, Carolina Schmidt, anunció que Chile postergaba la firma del tratado, una dilatación que finalmente dio paso a la decisión final de no adherir al pacto, la que fue ratificada ayer por el Ejecutivo.
El argumento de fondo del gobierno es que su firma crearía incertidumbre, porque contiene fundamentos legales que condicionarían la legislación chilena y que exponen al país a ser llevado a tribunales internacionales. Un tema delicado, esgrime La Moneda, por los altercados limítrofes con Perú y Bolivia.
Además, el gobierno argumenta que nuestra legislación es muy completa en materia ambiental y los principios del acuerdo están contenidos en leyes muy específicas.
Pero estas argumentaciones, como era esperable, desataron la ira política de algunos, y también el desencanto medioambiental.
Desde entonces, distintos grupos medioambientales han clamado, suplicado, pero por sobre todo, criticado la decisión de no refrendar el pacto.
El gobierno ha hecho sus descargos. Ayer, el ministro de Relaciones Exteriores, Andrés Allamand afirmó a través de un escrito presentado a las comisiones de medioambiente del Senado y la Cámara de Diputados, que es “inconveniente la suscripción del Acuerdo de Escazú atendida la ambigüedad y amplitud de sus términos, su eventual autoejecutabilidad y la obligatoriedad de sus normas que prevalecerían por sobre la legislación medioambiental interna, todo lo cual generará generará una creciente judicialización de los procedimientos ambientales y planteará un cuadro global de grave incertidumbre jurídica”.
Incluso, Carolina Schmidt apeló a un tema más semántico. La decisión de no firmar el pacto, dijo se debe a “la forma en que quedó redactado” y por “contener ambigüedades”.
Sin embargo, voces medioambientales han señalado que la razón de fondo, es el temor del gobierno a someterse a presiones ciudadanas, además de sucumbir ante algunas voces en el empresariado.
“El gobierno solo señala que firmar el Acuerdo de Escazú es ‘inconveniente para Chile’. Queda claro, de un análisis exhaustivo del texto, que las razones del rechazo a la firma de Escazú son exclusivamente políticas y fundadas en la reticencia que la máxima publicidad, la participación ciudadana, o a el acceso a la justicia ambiental provocan en los sectores conservadores”, escribieron Marcelo Mena y Ana Lya Uriarte en una columna de opinión en La Tercera.
Liderazgo ambiental en entredicho
Para que el acuerdo comience a funcionar, necesita que 11 países se adhieran antes del 26 de septiembre (ya hay nueve comprometidos), pero eso podría posponerse, si es que no se logran las 11 firmas.
De hecho, que Chile no firme antes de esta fecha perentoria, tampoco es irreversible, porque el país puede sumarse después. Pero claro, muchos dicen que aunque lo haga, será tarde, y ya no estará en el cuadro de honor que alberga exclusivamente a los primeros suscriptores.
La Deutsche Welle publicó ayer una columna en la que dijo que con su decisión, Chile renunciaba a su aspiración de liderazgo ambiental.
Pero pese a todas estas críticas, y mientras el conflicto sigue en ebullición, el gobierno parece inquebrantable en su posición de no adherir al pacto, tan inquebrantable como la fe del activismo criollo por revertir la decisión y lograr que el país le ponga su timbre al tratado.