¿Por qué mi hijo no logra terminar una carrera? (2ª parte)
Yo no soy lo que me sucedió, yo soy lo que elegí ser (Carl Gustav Jung).
Esta semana, entre medio del coronavirus y del término definitivo de la PSU, se entregaron los resultados de las postulaciones a la universidad. Varios celebraron y probablemente sintieron que valió la pena el esfuerzo, mientras otros han tenido que lidiar con la realidad de tener que elegir entre segundas y terceras opciones.
Irremediablemente marzo avanza para muchos estudiantes que siguen con dudas y duelos pendientes. Dudas sobre el inicio y la continuidad de las clases. Duelos, por los puntajes no obtenidos, por las carreras no estudiadas, por la universidad a la que no fueron, por el esfuerzo no hecho, por las oportunidades no aprovechadas y por los profesionales… que no fueron.
Así, muchos cerebros adolescentes, en vez de cerrar una etapa y empezar otra, siguen haciendo ajustes y cálculos mentales para acomodarse a una decisión final que no les agrada del todo, con la secreta esperanza de poder jugar sus últimas cartas y lograr una inesperada movida ganadora.
Con esto en mente, retomo la historia de Ismael, alumno de diseño desvinculado a los 25 años por no ajustarse -semestre tras semestre- a las responsabilidades, desafíos y exigencias de la carrera. Sin universidad ni nuevas mentiras que contar para salvar el pellejo, Ismael tuvo que soltar la verdad a sus padres, a semanas de que su familia se tomara sus primeras vacaciones fuera del país.
En éste caótico escenario, los padres descubrieron que aparte de “flojo e irresponsable”, su hijo en varias oportunidades había copiado y pagado por trabajos, razón por la cual su padre -con el dolor de Marcela, la madre de Ismael- decidió dejarlo abajo del viaje familiar a Europa. Y es precisamente en esas semanas cuando empecé a trabajar con su benjamín.
Y tal como esperaba, las sesiones fueron de una alta intensidad emocional, de entusiasmo y desesperanza, de garabatos y disculpas, de optimismo y amargura. Y cuando pensaba que nada iba a resultar, Ismael logró ser aceptado en una escuela de teatro.
“Estoy feliz. Creo que nunca había estado tan feliz con algo. Mi viejo quería que entrara a una universidad, pero después de ir a todas, de ver las mallas, de hablar con gente de varios lados, la que más me gustó es esta. Fui a una entrevista. Me encantó. Me pidieron mandarles un video explicando porqué quería estudiar teatro ahí. Fue la raja, pero después tuve que llevar a mis viejos para que vieran el lugar y no podían creerlo. ¿Aquí vas a estudiar? ¿Y cómo vas a llegar tan lejos? ¿Y qué tipo de escuela es esta? Estaban atacados, iban en mala, pero el director de la carrera es un genio y los convenció. Ni pregunté cómo lo hizo, pero lo cierto es que parto en abril”.
Este párrafo, lleno de entusiasmo, fue el párrafo final después de varias sesiones en que Ismael se debatía entre ponerse a trabajar o estudiar, trabajar y estudiar, probar diseño en otra universidad, visitar escuelas de cine, coquetear con la gestión cultural, cuestionar si tal vez debiera estudiar fuera de Chile, ¿o algo más tradicional?, vivir fuera de Santiago o atreverse a volver a empezar de cero en teatro… pues estaba convencido de que le iba a ir extraordinariamente bien.
Aunque parezca divertido -o desesperante-, la indecisión, los cambios repentinos y el excesivo optimismo de Ismael, son respuestas propias de la adolescencia, adolescencia que en el caso de mi cliente, estaba -aparentemente- llegando a su final… ¿Irá a cambiar?
Para entender un poco más sobre cómo toman decisiones los adolescentes, recurro al entretenido libro de Mariano Sigman, La vida secreta de la mente, pues aquí entrega algunas luces sobre el cerebro adolescente:
“En la adolescencia, en pleno exceso de optimismo, se da una exposición franca a situaciones de riesgo. Esto sucede porque el desarrollo del cerebro, como el del cuerpo, no es homogéneo. Algunas estructuras cerebrales se desarrollan a gran velocidad y consolidan su proceso de maduración en los primeros años de vida, mientras que otras todavía son inmaduras cuando entramos en la adolescencia. Una de las ideas más arraigadas en la neurociencia es que la adolescencia implica un momento de particular riesgo por la inmadurez de la corteza prefrontal, una estructura que evalúa consecuencias futuras y coordina e inhibe impulsos. Sin embargo, el desarrollo tardío de la estructura de control de la corteza frontal no puede explicar per se el pico de predisposición al riesgo que se registra durante la adolescencia. De hecho, los niños, con una corteza prefrontal aún más inmadura, se exponen menos. Lo característico de la adolescencia es la simultaneidad de esa inmadurez de desarrollo de la corteza -y por ende, de la capacidad de inhibir o controlar ciertos impulsos- con un desarrollo consolidado del núcleo accumbens”.
Tras decidirse por teatro, a Ismael le vino un bajón. Su padre no estaba muy contento con la decisión, pero estaba dispuesto a financiar esta carrera por Marcela, pues, según sus propias palabras, no llevarlo a Europa casi le costó el matrimonio. Sin embargo, la gota que rebalsó el vaso de Ismael no fue el sufrimiento de sus padres, sino que su polola -recién aterrizados sus padres-le comunicó que hasta aquí llegaba la relación y que le deseaba suerte en teatro.
“Es dura esta webada. Ya pasó la gran crisis. Se acabaron las dudas, estaba contento por haber sido aceptado en teatro y ahora, mientras espero entrar a clases, la Cata me dijo que a partir de ahora otra weona se va a tener que hacer cargo de mí, que había querido terminar conmigo mucho antes, pero que no se atrevió a hacerlo en medio de la cagada que tenía y que le daban pena mis padres, pues al menos ella podía alejarse de mí. Weon, quedé pa’ la cagada y esta apestosa laguna de tiempo me ha obligado a pensar que si hubiera entrado a teatro los 18, a esta altura ya estaría trabajando, estaría en otra y no sería un loser a ojos de la Cata. Y tiene razón. ¿Qué mina va a querer pololear con un weon que a los 25 está en primero? Para empeorar las cosas aún más, mi viejo, tras aceptar poner las lucas para teatro, puso unas condiciones cabronas y mi vieja ahora anda echa una víctima, como si yo fuera el responsable de su felicidad matrimonial. Acepté sus reglas y tuve que firmarle un estúpido papel que asegura es la última webada que me paga. ¡Ante notario quería el muy barsa! Me negué a ir, pero igual lo firmé y ya caché que de aquí en adelante no hay plata para nada más, y menos para carretear o para vacaciones. Me parece bien, yo igual hace años que se hacerme mis lucas, pero después de aceptar todo, ahora ni me dirigen la palabra. Mi vieja, para más remate, me cagó cuando me dijo que la Cata era lo último bueno que me quedaba y que ni eso supe cuidar. Fue como que me pateara en el suelo, pero le encuentro toda la razón a todos. Entiendo que mi viejo no me hable, pues se cuánto le duele seguir pagando. Entiendo que a ojos de mi vieja las cagué con la Cata y entiendo que en estas condiciones ella no quiera estar conmigo. Si fuera por mí, yo tampoco estaría conmigo mismo. He sido un pendejo, lo sé, ahora lo sé, pero en su momento no cachaba nada y carreteando y creyendo que iba a vivir organizando fiestas, lograba no ver que me estaba ahogando. Y seguía pataleando, sin nunca detenerme a pensar. Y sí, ya entiendo porque no pensaba, porque si lo hacía, me iba a la cresta, como me está pasando ahora”.
Era triste y desconcertante escuchar y ver a Ismael, pues por su aspecto físico parecía estar más cerca de los 30 que de los 20 y por su discurso… más cerca de los 20, pues tal como señala Mariano Sigman, “la torpeza cándida de la adolescencia” tiene esta doble condición de generar seres humanos profundamente maduros e inmaduros a la vez. Seres, en muchos casos, con una impecable capacidad cognitiva, que fallan en el control de sus impulsos, ya que, siguiendo a este neurocientífico argentino, estamos ante “un cuerpo que creció más que su capacidad para controlarse”.
Tiene razón Sigman. No es fácil conversar con un hombre físicamente maduro, con un discurso aparentemente adulto y un comportamiento a ratos francamente infantil y es por ello que la magia de la neurociencia es hacernos recordar y comprender que hay zonas del cerebro adolescente que maduran antes que otras. Así, para sintonizar con Ismael y con tantos adolescentes que carecen de un adecuado control de impulsos, es clave que los adultos comprendamos que esta dualidad entre lo que piensan y hacen es, siguiendo a Mariano, una “regla constitutiva” propia de “la particularidad de ese momento de la vida”.
En definitiva, esta dualidad de los adolescentes es una realidad biológica. Sus ideas, decisiones y planes pueden cambiar radicalmente de un día a otro o de una conversación a otra. Y para irritación de sus padres, lo aparentemente definitivo en la mañana puede ser cosa del pasado en la tarde y lo que parecía ser una simple ocurrencia al desayuno, puede terminar en una acalorada convicción al almuerzo, por lo que el verdadero desafío de esta etapa es gestionar las emociones asociadas a los repentinos cambios.
Para lograrlo, la recomendación es evitar dialogar exclusivamente a partir de impecables y coherentes argumentos, e incluir el contradictorio lenguaje de las emociones. Aceptar, como una realidad biológica, que nuestros adolescentes, de un momento a otro, pasen del amor al odio por un tema o persona y que al acto siguiente lo nieguen, olviden o abandonen. Y es que pese a las potentes razones que tengamos a nuestro favor, la evidencia indica que es mucho más factible que ellos cambien su parecer por la intensidad de los estímulos, encuentros y conversaciones que tengan con otros… que con nosotros…
Continuará…
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