Mientras grupos de jóvenes se enfrentan cuerpo a cuerpo con las FF.EE. de Carabineros, mientras apedrean a militares que merodean por las calles con vehículos y armas de guerra, mientras arden supermercados, tiendas ancla y negocios de repuestos vaciados, mientras los ministros de Interior y Defensa discursean en la TV al lado de un general con ropa de campaña, mientras corren raudos periodistas detrás de trabajadores perdidos y atribulados, mientras se cruzan perros entre hogueras y basura por doquier, se escuchan cacerolas y bocinazos resonando en las calles del país, trascendiendo géneros, religiones y clases sociales, montos de jubilación, isapres y AFP.
Es justamente esta transversalidad la que sorprende como un eco inesperado, un rasguño profundo, y al parecer ahora quizás indeleble, en la piel de un sistema social y económico que comúnmente dice gobernar para los más adinerados, habitantes del barrio alto santiaguino, y sus homónimos regionales. Ver el caceroleo en el barrio alto nos obliga a pensar en el contenido de un privilegio atribuido a sus habitantes por el simple hecho de estar ahí, asomados a sus balcones, regando buganvillas y paseando mascotas foráneas, que parecieran ladrar en otras lenguas.
Sin embargo, las investigaciones sobre dicho grupo enriquecido, encumbrado a los pies de una cordillera gigantesca, han mostrado que se trata de una clase alta o media alta social, económica e ideológicamente diversa, fragmentos de un puzzle de clase que a menudo enfrenta a grupos de personas aparentemente similares.
Santiago concentra los mayores niveles de movilidad social ascendente en el país, así como aquellos de mayor segregación socio-espacial y es en el barrio alto donde esa movilidad y segregación se ha concentrado progresivamente durante las últimas tres décadas.
Nuestro trabajo comprueba que un 60% de los residentes de las comunas de más altos ingresos de la capital provienen o se criaron en comunas de menores ingresos, y que -bajo un modelo de crianza relativamente compartido, basado en educación privada, autosegregación y endogamia- se perfilan fracciones diversas que comparten trayectorias de movilidad social y espacial diferentes, así como orientaciones culturales y políticas disímiles.
No es de extrañar que residentes de los barrios más privilegiados también se hayan involucrado activamente en las acciones de protesta de los últimos días, manifestándose con cacerolazos y bocinazos en puntos neurálgicos como la Plaza Ñuñoa, Tobalaba con Providencia, El Golf, la Plaza Las Lilas, entre otros.
Nuestra investigación indica que existen segmentos de la clase media alta proveniente de trayectorias sociales de ascenso que tienen orientaciones políticas críticas de la desigualdad en sus diversas formas, particularmente de clase y género. Se trata de familias que reconocen su posición de privilegio y que cotidianamente conviven con ambivalencias respecto de ser buenos padres y madres ofreciendo la mejor educación posible a sus hijos e hijas, y ser buenos ciudadanos que evitan profundizar la desigualdad en el acaparamiento de recursos materiales y simbólicos.
La conciencia de vivir y criar en una burbuja es un asunto recurrente en sus prácticas sociales, razón por la cual hemos visto que la socialización política a nivel del hogar es un asunto muy relevante en lo que perciben es su rol como padres y madres.
En las historias de vida que hemos realizado muchos cuentan sobre la importancia que le atribuyen a generar consciencia sobre su posición, en conocer el origen desde donde vienen, en recorrer la ciudad para tener una idea un poco más acabada de la forma en que viven personas de otras clases sociales. Hay también en nuestro estudio una fracción de la clase media alta y alta, quizás heredera de una posición de privilegio de varias generaciones, que percibe la necesidad de adaptarse a un mundo que está cambiando, que desafía la clausura social y le enrostra una cultura de privilegio demasiado naturalizada.
Los cacerolazos y bocinazos en el barrio alto no son una manifestación del malestar por la injusticia directamente vivida pero sí una señal de cansancio y hastío frente a desigualdades estructurales que arrojan a los individuos en relaciones asimétricas, distantes y muchas veces mutuamente estigmatizantes.
Debemos, por lo tanto, acostumbrarnos a entender que el barrio alto también reclama cambios: la presencia del Estado, pensiones dignas para envejecimientos y senectudes posibles, salud de calidad incluso en períodos de desafortunado desempleo, un trato más horizontal entre miembros de una misma sociedad, navegar en un Chile diferente, más cohesionado, todavía posible, pero a la espera de un nuevo pacto. Cacerolazos en el barrio alto pueden ser, después de todo, un punto de inflexión para pensar qué hacer ahora, en la penumbra de lo que pudiera ser un nuevo amanecer.
* Investigador UDP y COES
** Investigadora principal del COES y académica UC