Este jueves 11 de marzo se cumplen diez años del terremoto de magnitud 9,1 y el tsunami con olas de hasta 9 metros que azotó a Japón. Su epicentro fue a 32 kilómetros de profundidad en el mar, frente a la costa de Honshu, 130 kilómetros al este de Sendai. Con una duración de seis minutos, es considerado el más potente de ese país hasta la fecha y el cuarto más potente del mundo en los últimos 500 años. Dejó más de 15 mil personas muertas, miles de heridos y daños materiales estimados en unos 300 mil millones de dólares.
¿Qué hemos aprendido a la fecha y cómo se podría aplicar ese conocimiento a la realidad nacional?
Mauricio Reyes, académico de la Escuela de Ingeniería Civil Oceánica de la Universidad de Valparaíso (UV), realizó un master en Desastres en el Instituto Nacional de Posgrado en Políticas Públicas de Tokio y visitó la zona de mayor destrucción a pocos años del terremoto y tsunami japonés.
Sobre su experiencia comenta que “la principal lección es que todo puede fallar, por muchas precauciones que se tomen. El conocimiento científico nunca es completo y las acciones que se toman incorporan riesgo. En Chile hemos aprendido y valorado el criterio de evacuación a la cota 30 metros sobre el nivel del mar, independientemente que las inundaciones teóricas sean inferiores, y activando la evacuación por simple percepción, lo que, por cierto, es mucho mejor gracias al Sistema de Alerta de Tsunamis”.
“No obstante, se han cometido errores graves, como la demora en la tramitación del proyecto de Ley para la Agencia de Protección Civil y no se han hecho esfuerzos contundentes para educar bien a la población para la resiliencia ante desastres naturales”, explica.
El académico asegura que es necesario “educar a la gente, porque la ignorancia y la desinformación son más abundantes ahora. Hay que potenciar el desarrollo del conocimiento científico, porque Chile es un país muy grande y con poca población. Nuestro conocimiento del territorio y su comportamiento todavía es escaso. Se requiere de una vez por todas regular el uso de los territorios costeros u otros relevantes bajo un criterio de reducción del riesgo”.
Sobre lo que aún falta por hacer, Reyes asegura que “diseñaría una estrategia de educación complementaria y gratuita para toda la población, incorporando en todos los currículos educacionales materias que promuevan la resiliencia, que los niños vayan a colegios con distancia a pie, para descongestionar calles, generar redes sociales robustas y reducir el impacto ambiental de nuestra existencia y facilitar la evacuación”.
El académico asegura que “todo va a ser peor con el cambio climático y ya lo es con la pandemia. Hay poco tiempo para prepararse y eso vuelve mucho más urgentes estos temas”.
En tanto, Patricio Winckler, también académico de Ingeniería Civil Oceánica UV, explica que “se ha fortalecido el sistema de alerta de tsunamis, se ha enfatizado la educación de los niños y, en algunos casos puntuales, se ha incorporado la amenaza de tsunami en los instrumentos de planificación territorial. Pero debido a que en Chile hay cerca de 500 asentamientos costeros y que, según el último censo, vive alrededor de un millón de personas en zonas potencialmente inundables, es necesario reducir el crecimiento urbano en esos sectores, limitando el tipo de uso de suelo, usando zonas de amortiguación verdes y tipologías estructurales resilientes”.
“En temas de riesgo, se ha enfatizado la protección de comunidades y personas, con vías de evacuación y simulacros, que debieran hacerse de forma periódica, junto a temáticas de geociencia y desastres naturales en las mallas curriculares. Pero desde la ingeniería no se ha puesto énfasis en los efectos que este tipo de eventos tiene sobre la infraestructura industrial en las bahías. Los impactos de un tsunami pueden ser desde la colisión de embarcaciones entre ellas y contra la infraestructura, su varamiento, derrame de hidrocarburos e inundaciones en sectores con industrias o viviendas”, agrega.
Winckler asegura que “en Quintero y en las denominadas bahías de sacrificio no se ha hecho un esfuerzo sistemático por entender el riesgo, hacen sus propios planes de emergencia de forma individual, sin pensar en una reacción colectiva. Deberían conformarse equipos que planifiquen planes de contingencia para ser implementados por la autoridad marítima encargada de velar por la seguridad de las embarcaciones en el mar, la Onemi y las municipalidades”.
“La cantidad de refinerías que se incendiaron después del tsunami de Japón demuestra que los efectos no son solo hidráulicos, de ahogamiento, destrucción de infraestructura o contaminación, sino también muchos incendios y consecuencias derivadas. Se requiere asegurar la continuidad de los servicios con planes de continuidad capaces de reducir el impacto de un tsunami y un terremoto en el menor tiempo posible para lograr los estándares operativos y operacionales de antes de la catástrofe”, asegura.
En cuanto a educación, el académico señala que “a diferencia de los japoneses, no hemos sido proactivos en la divulgación de este tipo de fenómenos. En Japón existen museos asociados al desastre, con testimonios de personas, elementos sobre cómo la ciudad se debiera preparar hacia futuros eventos y maquetas que explican cómo una ciudad puede ser menos vulnerable. En Chile debemos pensar en una educación desde una malla curricular, a través de la generación de memoriales informativos”.