A días de entrar en agosto, siguen haciendo noticia las comunas que entran y salen de la cuarentena. Hay negocios que se reactivan y otros que cierran, por lo que el termómetro emocional del país oscila de la cautela y la esperanza, al pesimismo y la desesperanza.

Para cambiar el aire, hago zapping y por la pantalla recibo hermosas postales del verano europeo, de las playas y bares de esta nueva realidad, pero vuelvo a inquietarme cuando se cuelan las alarmas de rebrotes y marcha atrás.

De vuelta en Santiago, las discusiones se enredan entre las nuevas medidas transitorias, el cambio de gabinete, la apertura de los centros de esquí, la plaga de ciclistas, corredoras y corredores que usan la mascarilla de cintillo o de bufanda y la incertidumbre sobre el retorno a clases.

¿Qué irá a pasar? Nadie lo sabe, pero la sospecha de que en cuestión de días o semanas volveremos al encierro, frustra a algunos y desata a otros y ya son muchos los que no saben si tienen fiebre, covid o simple angustia.

En consulta, el escenario para la gran mayoría de mis clientes no es muy distinto y es por ello que la semana pasada presenté el caso de Shakti, una mujer inmune a estas externalidades. Una mujer preocupada por el futuro del yoga y sus gatos.

Y es que esta instructora no sabe qué hacer con su vida, la que se ha venido al suelo a raíz de una serie de escándalos sexuales que involucran a los fundadores de su escuela de yoga. Y como no puede entrenar ni meditar, lee, ve, escucha y habla todo lo que puede. En una vorágine de nombres de documentales, yogis, escuelas e investigaciones, Shakti me pregunta si podría contactarme con Kai.

Da lo mismo como se llama, dile Kai. Le hablé de ti, de lo que hemos hablado y le gustaría conversar contigo. ¿Puedes?

Claro. ¿Habla español?

Español e inglés a la perfección. Lo que sí me gustaría que supieras es que Kai, aunque suene cliché, es una vaca sagrada. Está en otra dimensión y viaja por el mundo dando seminarios. Y es así como quedó varado a las afueras de Buenos Aires. Bueno, la cosa es que lleva meses allá, en la casa de otra instructora que lo invitó a quedarse para que no tuviera que estar en un hotel. Sebastián, es un honor recibirlo, tenerlo en tu casa y yo me imagino que lleva demasiado tiempo ahí y algo le estará pasando que necesita hablar con alguien. Lo único que te pido es que seas muy amable y respetuoso.

La sesión con Shakti giró en torno a Kai y antes de terminar me anunció que él podía conectarse cualquier día de la semana en la mañana.

Perfecto. ¿Y cómo han estado Buda y Krishna?

Que increíble, ahora que lo mencionas, los veo tomando sol al lado de la piscina. Están ultra relajados e independientes. Creo que es la primera vez que no me acompañan a una sesión.

Tras despedirnos, recibí un mail en mi teléfono. Era Shakti, que me estaba conectando con Kai, que en realidad no se escribía así. Era un nombre de varias palabras, al parecer, algunas eran un título que me propuse investigar, pero al final, entre una interrupción y otra, no hice nada hasta conectarme con este príncipe del yoga.

Ilustración: César Mejías

Y nada más verlo, pensé que había un error, pues lejos de encontrarme con el yogi que había construido en mi imaginación, me encontré con un sujeto de aspecto europeo y de acento chileno que no superaba los 40 años. ¿Será el asistente de su Santidad?

Hola Sebastián, gracias por conectarte. Shakti me habló mucho de ti, de cuando recién se conocieron, de lo que han conversado ahora y de tu forma de entender los sistemas de creencias. Estamos, como te contó, en una crisis profunda y me gustaría poder hablar contigo como Fred y no como Kai.

¿Cómo es eso?

Mis padres me pusieron Frederick, nombre que nunca me gustó, nombre con el que nunca me sentí cómodo de niño y nombre que abandoné apenas pude. No era fácil llamarse así en Chile, pues surgían todo tipo de preguntas.

¿Cómo cuáles?

Sobre si era extranjero, sobre mi apellido, sobre mi padre.

Tras un largo silencio, que no me atreví a interrumpir, Fred me cuenta que su madre quedó embarazada de un amor de verano y que durante años eso fue todo lo que supo de su padre.

Cuando entré a la adolescencia quise saber más y recién ahí supe que mi papá también se llamaba Frederick, que era holandés y que había pagado todos mis estudios y salud. En ese momento quedé en shock, pero más que por la información, era por la expresión de mi mamá. Hablaba con amor de este hombre y más encima me dijo algo que me marcó y que hoy me explota.

¿Qué te dijo?

Me dijo que era muy parecido físicamente a mi padre, pero sobretodo, que mi forma de ser era calcada a la de él. Era un gato.

¿Qué significa eso?

Eso mismo quise saber, pero no pude seguir hablando del tema. Hasta ese momento yo pensaba que no necesitaba papá. Que con mi abuelo y mi padrastro ya estaba. Pero no, entré en una crisis tan profunda, que a los meses decidí que no iba a estudiar arquitectura en Chile, sino que me iba ir a Holanda. El pretexto era estudiar allá y que mi padre me pagara todo lo que me debía, pero la realidad era que quería conocerlo.

¿Y cómo te fue?

Mira, lo conocí cuando yo tenía 18 y él un poco más de 40 y ahora que te digo esto, me doy cuenta que es mi actual edad. Y sí, para que te hagas una idea, es muy parecido a mí, pero con bigote y muy formal. No sé que te diría ahora si lo viera por primera vez, pero en ese momento me pareció no solo viejo, sino extremadamente conservador. Y conocí a su familia holandesa, a mis hermanos holandeses y fue horrible, pues si bien estaba acostumbrado a sentir, de tanto en tanto, que sobraba en la familia de mi mamá, aquí sentí que no encajaba por ningún lado.

¿Qué no encajaba?

Mira, en Chile, con mi mamá, mi padrastro y mis hermanos, muchas veces sentía que yo era muy distinto a todos y suponía que mis genes holandeses eran la razón. Pero cuando me senté en la mesa de Mr. Frederick me fui a la mierda. Se me cayó mi explicación y si no enloquecí en ese entonces fue porque conocí el yoga.

¿Qué quieres decir?

Salí de ese almuerzo, mareado, casi vomitando, mientras mi nueva familia holandesa salía a despedirme a la calle. Es una imagen surrealista. Una bella familia holandesa me regalaba sonrisas y agitaba sus manos por fuera, mientras por dentro yo caía a un lugar muy oscuro. Pensé que iba a enloquecer, caminé rápido y choqué de frente con un tipo. Me caí al suelo y este sujeto me recogió y se sentó a mi lado hasta que me recuperé. De ahí me llevó a un centro de yoga, me sirvió un té y me pidió que lo esperara ahí mientras él hacía su clase.

¿Y qué hiciste?

Esperé en una salita con mi té y sentí que un ángel me había salvado. Ya sé lo que vas a pensar, yo también lo hubiera pensado si me lo contaran, pero de ese día en adelante nunca he dejado de practicar yoga. Es más, ese mismo día, tras terminar la clase, este ser de luz me acompañó a mi internado. Tras dejarme ahí, me dijo que lo fuera a ver al día siguiente. Y todos los días me decía lo mismo. Estudié ingeniería Sebastián, después me especialicé en Arquitectura, allá es así y ni un solo día dejé de ir. Y nunca me cobraron un peso, nunca me negaron un té y ahí renací, me cambié el nombre y encontré mi verdadera familia.

En este momento se produce un largo silencio y en cámara aparece un gato colorín. Fred sonríe y continúa.

Mira, nada de esto había sido tema para mí en 20 años, es más, yo pensaba que el tema de papá y mamá estaba superado, pero en esta cuarentena he estado conviviendo con una familia. Desde los 18 años que no vivía bajo un techo con un papá, una mamá e hijos y esto ha sido muy raro.

¿Qué ha pasado?

Han pasado varias cosas, pero cuando Makti, así se llama la dueña de casa donde estoy alojando, me dijo que yo era un gato, colapsé.

¿Por qué?

En este encierro he tenido que convivir con esta familia, que me acondicionó una especie de cabaña. A parte de mis prácticas diarias, me puse a hacer el jardín y a arreglar la casa. Son cosas que sé hacer y que me gustan. Me distraen y todo el rato me acompañaban sus gatos. Me seguían a todas partes e incluso se vinieron a vivir conmigo. No quiero entrar en detalles, pero pasaron cosas raras a raíz de esto. No quise enganchar, pero cuando Makti me comentó que los gatos me seguían a todos lados y sugirió que tal vez yo era uno, tuve que controlarme.

¿Qué pasó?

Tuve ganas de llorar Sebastián, me dieron ganas de hablar con mi papá.

Silencio… largo silencio…

¿Y qué te gustaría decirle a tu papá? ¿qué te gustaría que te dijera?

Ese es el problema Sebastián, soy puro silencio. No tengo palabras, no se me ocurre que decir, que hablar y tampoco me imagino que podría o querría escuchar. Es un silencio brutal, es un vacío que juraba haber trascendido. Y no, vuelvo a ser el niño que odia llamarse Frederick, que no le gusta que le llamen Federico, que acepta el Fred, pero que en realidad le gustaría que no lo nombren, no existir y que secretamente espera ser rescatado por papá.

En ese instante Mango, así se llamaba el gato colorín, se vuelve a cruzar y bota el teléfono que me conecta a Fred. Por instantes la comunicación se entrecorta, se agita y nada más poner el teléfono de vuelta en su lugar, Mango repite la escena, cae el teléfono y la normalidad vuelve solo cuando mi cliente sostiene el teléfono con la mano izquierda y acaricia a Mango con la derecha.

Y bueno, este tema de los gatos da para otra sesión. ¿Podemos volver a hablar?

Por supuesto.

Gracias Sebastián, buen día.

Tras cortar, debo reconocer que me conmoví y que me quedé largamente mirando las plantas en silencio. Sentí un dolor ciego, mudo, entre el pecho y la garganta. Pena, sentí mucha pena, pero sonreí al recordar mi decepción inicial, pues en mi imaginario me iba a topar con un hindú de barba larga, acento endemoniado, excéntrico atuendo y turbante.

Supongo, que al final del día, es saludable revisar nuestros sistemas de creencias.

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