El balance de la vuelta a clases presenciales que podemos hacer no resulta tan favorable como nos hubiese gustado, pues a los buenos deseos y entusiasmo generalizado que vimos en las expresiones de estudiantes de diversos niveles al momento de reencontrarse con sus profesoras, profesores y pares después de dos años, hemos observado un aumento de denuncias relacionadas con violencia escolar respecto a años previos a la pandemia, pero aún más preocupante es la intensidad de algunos de estos acontecimientos que van desde abusos entre pares, violentas golpizas, acuchillamientos a menores y profesores, e incluso algo que no habíamos visto anteriormente como son las amenazas de masacres masivas, provocando alerta y legítimo temor entre las comunidades educativas afectadas.

El fenómeno del acoso y la violencia escolar no es nuevo, pero cada cierto tiempo nos vuelve a golpear debido a la gran importancia que tiene al afectar lo más preciado que posee una sociedad: sus niños(as) y jóvenes. Diversas autoridades han responsabilizado de estos acontecimientos a la falta de gradualidad en la vuelta a la presencialidad, considerando que dos años de pandemia han precarizado la salud mental de los y las estudiantes de diversos niveles, producto del encierro y la falta de socialización que modelara de manera más efectiva su contacto interpersonal en sus relaciones.

Comparto parcialmente este análisis, pues ratifico como lo he hecho en varias ocasiones que la salud mental ha y seguirá mostrando las consecuencias no sólo de la pandemia, sino de la dinámica que como país venimos experimentando desde hace unos años. Pero analizar el funcionamiento del mundo escolar como un sistema aislado de la sociedad en que se inserta me parece un ejercicio tan artificial como inoficioso. En nuestro país los incidentes y acontecimientos violentos no sólo han aumentado en frecuencia, lo que ya es muy nocivo pues la gente se acostumbra y los empieza a normalizar, pues además su crudeza y formas de manifestación han incidido en elevar cada vez más nuestros umbrales de asombro ante lo observado.

Lo que antes se catalogaba como un acontecimiento esporádico y aislado que llamaba la atención, hoy parece pertenecer a una categoría rutinaria que es fácilmente predecible por lo organizada y concertada en tiempos y lugares identificables.

A esta normalización se suman dos factores: una percepción de impunidad por parte de la población de quienes ejercen esta violencia, en que pareciera que sus conductas no les traen consecuencias negativas. Por otra parte, en algunos casos se evalúa que la violencia se establece como un medio legítimo para obtener lo que se busca, ya que si no se llama la atención de esta manera, el efecto es prácticamente nulo si se desean cambios que beneficien los intereses personales o grupales.

Estos tres factores los podríamos analizar en una gran cantidad de ejemplos que vivenciamos a diario y que nos faltaría espacio para sólo mencionarlos, en que figuras de connotación pública que muchas veces deben tomar decisiones relevantes en su abordaje y control, han legitimado su ejercicio en una actitud genuflexa o han mirado convenientemente para otro lado, en vez de abordarlos de manera integral y efectiva.

Tenemos como nunca en la historia de nuestra educación equipos multidisciplinarios de profesionales al servicio de la convivencia de nuestros(as) niños(as) y adolescentes, la sensibilidad ante el acoso escolar y el bullying es mucho más importante e influyente que en ningún otro momento.

Pero creer que basta con que todo se arreglará “desde dentro” en el sistema educativo, como si se encontrase en una burbuja impermeable a las dinámicas que vivenciamos en nuestra convivencia como país, parece una idea tan simplista como poco efectiva para abordar una dinámica compleja, donde las actitudes de algunos estudiantes es un reflejo de lo que como sociedad algunos han legitimado y reforzado como medio para obtener fines específicos, u otros han observado con indiferencia pues sus consecuencias no les han afectado directamente.

El estudio de la imitación a través del modelaje ha sido largamente estudiado en psicología, especialmente de cómo se legitiman las conductas violentas, por lo que urgen medidas efectivas de mayor control disciplinario en los establecimientos educativos, que en conjunto con una educación emocional que apoye la introspección de los y las estudiantes según su nivel de desarrollo, les posibiliten ir comprendiendo sus dinámicas internas y colocarlas al servicio de su convivencia con otras personas, tanto pares como adultos.

Implicar a la familia es fundamental para lograr mayor eficacia de este ejercicio, en conjunto con los docentes para recuperar la necesaria imagen de autoridad que desde hace tiempo se viene perdiendo respecto a la obediencia y respeto necesarios, en que el cariño y la libertad deben integrarse con estructuras de orden y disciplina, para desmitificar la carga negativa que antojadizamente muchos le adjudican a ejercer límites claros sobre niños y niñas en formación, pues si se ejerce con cariño y al servicio de sus necesidades e intereses, estas dinámicas lejos de significar opresión, serán estructuras necesarias para la experimentación y seguridad con que irán creciendo y desarrollándose, por lo que más temprano que tarde agradecerán y valorarán.

Pero todo esto escasamente repercutirá en nuestras generaciones más nóveles si como sociedad seguimos ejerciendo u observando la violencia que sigue escalando en nuestra sociedad, en una tarea a abordar tan compleja, como relevante y urgente.

*Académico Escuela de Psicología de la Universidad de Magallanes