Por estos días, la Convención inició su segundo tiempo y con él también comenzó la etapa más importante de su existencia: las votaciones en el pleno, definitorias para saber qué quedará (y qué no) en la propuesta de nueva Constitución. Indudablemente, es tentador obsesionarse con el resultado a plebiscitar, especular cómo quedará y qué definirá la ciudadanía finalmente.
Así es como los seres humanos a menudo ponemos todo el foco y el ímpetu de nuestras acciones pensando exclusivamente en el resultado de ellas, en el producto final de esa concatenación de decisiones, acuerdos y desencuentros. Con ello, solemos perder de vista algo que es, quizás, hasta más importante y esencial que el resultado en sí mismo: comunicar el proceso de manera eficaz, transparente y en clave coloquial, sin rodeos ni frases rimbombantes.
¿Por qué cuesta tanto, entonces, comunicar los avances de la Convención? ¿Qué desafíos enfrenta? ¿Por qué hay gente que siente que no avanza y otra que sí? Aquí, cinco reflexiones que están, sin duda, entrelazadas las unas con las otras.
Primero, es un proceso nuevo. Nunca antes en la historia de nuestro país habíamos experimentado un proceso como este. Sus lógicas políticas y maneras de encontrar acuerdos no se asemejan a aquellas que estamos acostumbrados a ver en los medios de comunicación, como el Parlamento por ejemplo. De igual forma, la Convención es el órgano político más diverso que hemos incubado como país. Su modo de hacer política sale del canon partidista y puede descolocar a quienes ven el proceso desde afuera como espectadores. No hay que olvidar que, como en todo proceso nuevo, existe una curva de aprendizaje.
Segundo, es un proceso complejo y sobre todo muy técnico. Palabras como indicaciones, bicameralismo asimétrico, presidencialismo atenuado, quórums, iniciativas populares, Estado unitario –y tantas otras– pueden confundir a cualquiera. A eso, sumémosle todo el proceso que tiene el trámite de una norma: desde su votación en general y en particular, hasta las indicaciones, el ida y vuelta de las comisiones al pleno, etcétera. El lenguaje aquí es central y el abusar de tecnicismos es un perjuicio en pos de comunicar clara, sencilla y cotidianamente el proceso.
Tercero, la inmediatez juega en contra. Seguirle el paso a todo lo que mencionamos antes puede ser muy abrumador. No solo para la ciudadanía en general, sino también para los medios de comunicación y sus equipos. El volumen de información rebasa, muchas veces, la capacidad que tanto periodistas como espectadores, lectores o auditores tenemos para procesar lo que ocurre: siete comisiones, cada una en etapas distintas y en ritmos diferentes que muchas veces tramitan normas difíciles de digerir. Hasta el mejor de los politólogos puede confundirse con tanta cosa pasando a la velocidad de la luz.
Cuarto, existe una multiplicidad de voces. No hay duda de que la riqueza de la Convención está en su diversidad. Pero esa diversidad también trae consigo un coro con múltiples voces diferentes que a veces puede ensordecer. Hemos visto cómo muchos miembros de la Convención están atrapados en sus cajas de resonancia, tanto en las propias como en las de sus respectivos grupos y colectivos. No solo hace falta escuchar más y conversar con quien piensa distinto, sino que también una voz que pueda informar a la ciudadanía más allá de lo político: que pueda contextualizar, dar luces de lo que se aprueba, rechaza y guiar a las personas hacia las etapas que vienen. Por último, y no por ello menos importante, existe una responsabilidad ética desde los medios de comunicación de poner el acento en la información que realmente importa y desincentivar la cobertura de polémicas fútiles.
Quinto, la desinformación como enemigo público. Es prácticamente irrefutable el hecho de que la Convención ha sido intencionalmente torpedeada desde afuera –y desde adentro– con descontextualizaciones, medias verdades, falsedades o derechamente mentiras. El virus de las noticias falsas se esparce rápidamente en redes sociales y la responsabilidad de discernir qué es cierto y qué es falso recae en nadie más que uno mismo. ¿Cómo combatirlo? No hay una receta única. Pero un buen punto de partida es construir una voz institucional que genere confianza y credibilidad en la ciudadanía, cuyo principal megáfono sean los 154 convencionales que protagonizan este proceso, comprometidos con la verdad, la transparencia, y sobre todo, la buena fe.
*Martín Echenique es periodista de la Universidad Católica, magíster en Periodismo de la Universidad de Columbia y director de comunicaciones de Tenemos que Hablar de Chile, la plataforma de participación ciudadana impulsada por la U. Católica y la U. de Chile.