Es indudable que el Tribunal Constitucional (TC) estará en el ojo del huracán mientras funcione la Convención Constitucional. Las críticas contra este órgano y su desempeño se han multiplicado, creciendo incluso la posición que promueve derechamente excluir al tribunal en la nueva Carta Fundamental. Por lo demás, a estas alturas el estado actual del TC no debe ser motivo de orgullo para nadie. Basta recordar las polémicas internas reiteradas y ventiladas por la prensa, las desafortunadas declaraciones de varios ministros y el recurrente mal uso (abuso) del tribunal por parte de nuestra clase política, como si fuera una especie de “as bajo la manga” para negociar y escudarse bajo sus fallos. Estos y otros factores han contribuido al progresivo descrédito de este órgano.

La pregunta, entonces, es ineludible: ¿por qué necesitamos un Tribunal Constitucional? ¿Qué pasaría si prescindiéramos de este órgano? Es importante recordar que la principal razón para su creación en Chile, en 1970, fue resolver los conflictos entre el Ejecutivo y el Congreso, a propósito de la dictación de las leyes y su consistencia, formal o sustantiva, con la Constitución. Desde esa fecha hasta hoy ha corrido mucha agua bajo el puente, incluyendo fallos emblemáticos e indispensables para el fortalecimiento de nuestra democracia. Así fue, por ejemplo, en 1988, cuando una sentencia histórica del TC permitió la realización del plebiscito que le dio el triunfo al “No” con padrones públicos y controlada por tribunales electorales. En este contexto, traspasarle algunas atribuciones a la Corte Suprema no parece suficiente para ejercer el control de constitucionalidad de la forma en que hoy lo cumple el TC, ya que las alternativas que se barajan –como devolverle la inaplicabilidad por inconstitucionalidad– solo contemplan un control parcial y poco utilizado en la práctica.

La interrogante aumenta considerando la relevancia del actual proceso constituyente: ¿quién será el guardián de la obra histórica y democrática de los constituyentes? ¿Quién protegerá la constitucionalidad de las leyes bajo el nuevo orden institucional? Estas preguntas merecen ser seriamente reflexionadas. Sin un órgano encargado de verificar que las leyes y normas administrativas se sometan a la Constitución, la nueva Carta quedaría al vaivén del gobernante y legislador de turno, quienes podrían saltarse el “rayado de cancha”, dejando en entredicho el significado atribuido a lo que surja de este proceso.

En este contexto, conviene advertir que la propuesta de algunos académicos y candidatos de eliminar el TC surge de razonamientos asociados a su denunciada politización y mala fama. Parece sensato, más allá de estas críticas, asumir que la función constitucional inexorablemente supone interpretar conceptos -como el bien común, dignidad y derechos- cuyo alcance depende de presupuestos filosófico-políticos, lo cual es una característica propia de toda corte constitucional en el mundo. Luego, de las principales críticas y su consecuente mala prensa, no se sigue una eventual eliminación; muy por el contrario, parece más razonable pensar en un nuevo Tribunal Constitucional que se haga cargo de aquellos aspectos que han socavado su legitimidad y prestigio. Desde este piso común, es más sustentable abordar aquellas dimensiones del tribunal que ameritan ser revisadas: mejorar el sistema de nombramientos, repensar su integración y voto dirimente, y morigerar algunas de sus facultades.

El camino propuesto es, a fin de cuentas, una invitación a sincerar el debate, pues lo que está en juego no es asunto del solo interés de abogados constitucionalistas, sino que una de las piedras angulares de la comunidad política: el equilibrio de los poderes del Estado, el respeto de los derechos fundamentales y la protección de las minorías en sociedad.

*Esta columna fue escrita por el consejo asesor del área constitucional de Idea País: Soledad Bertelsen, Claudio Alvarado, Ignacio Covarrubias, Matías Petersen y Jorge Hagedorn.