Las sociedades se organizan hoy con mayor complejidad, los seres humanos exigen la satisfacción de necesidades muy diferenciadas y las respuestas que el Estado ofrece ya no son suficientes si son solamente iguales para todos los intervinientes. Día a día los ciudadanos exigen respuestas jurídicas mucho más personalizadas, que den cuenta del contexto específico en el que se presentan y que posean una pretensión clara –medible incluso– de eficiencia y eficacia.
Si lo que queremos son servicios públicos que den respuestas correctas, que analicen mejor los escenarios de actuación o que tomen decisiones adaptativas y diferentes para contextos varios, entonces, necesitamos fortalecer una institucionalidad administrativa que realice ese trabajo. Si las leyes se caracterizan por construir respuestas previas con bajos niveles de diferenciación, los actos de los servicios públicos mejoran las posibilidades para una regulación atingente y diferenciada.
Esta realidad es conocida y abordada en muchos países. Desde 1950 al menos, se usa en Estados Unidos la expresión “Estado Administrativo” para referirse a esa especial organización pública donde el análisis técnico es localizado en servicios públicos independientes y autónomos de la política ordinaria. Un Estado Administrativo es un Estado construido con distintos centros funcionales que no siguen directamente directrices políticas, sino que son gobernados por un mandato de optimización técnica de las funciones que la ley les ha asignado.
La Convención Constitucional, posiblemente ante la percepción fundada del inmovilismo de décadas de la política para construir cambios sustantivos o estructurales, ha mostrado una clara preferencia por la construcción de órganos autónomos. Algunos, con aquellas pocas razones que han caracterizado las reacciones destempladas frente a cada decisión de la Convención, han advertido sobre un cierto exceso de este tipo de orgánica. Sin embargo, como en muchos otros contextos, me parece que la solución adoptada por la Convención es correcta. La generación de espacios tecnificados (o correctamente burocratizados) representa un intento sólido por despolitizar, o más bien, por atenuar la relevancia de la influencia partidista, en las decisiones administrativas.
En esto, no deja de sorprender que tal vez la asamblea con mayor representatividad social que hemos tenido en nuestra historia se muestre tan favorable a la técnica administrativa y tan desconfiada de la intervención política. Ello, me parece, es un síntoma de desarrollo. Esta forma de observar el funcionamiento estatal, que percibe que hay escenarios óptimos para la política y otros para las decisiones técnicas, permitirá, sin lugar a dudas, un fortalecimiento de los servicios públicos.
Desde luego, y como ha pasado en muchos otros países, siempre será objeto de discusión la determinación acerca de qué espacios son legítimamente técnicos y qué otros exigen una previa elección de valores o bienes sociales a ser maximizados, cuestión esta última que desarrolla con mayor calidad y legitimación la política. Pero esa controversia siempre podrá ser resuelta con leyes que vayan definiendo mejor esas preferencias sociales. En el trabajo diario, en cambio, la autonomía de órganos técnicos, correctamente administrada, refuerza el ethos de las instituciones, prestigia las decisiones obtenidas mediante procesos racionales objetivos y permite la correcta focalización de la discusión política.
Del mismo modo, sabemos que los modelos de Estado Administrativo requieren burocracias más sólidas, sometidas a regímenes funcionariales más estables o que permitan un mejor desarrollo de una cultura institucional dentro de los servicios. En ello estamos en deuda y es un hecho que en esto queda mucho por avanzar. Pero es también clara la decisión de la Convención de fortalecer o reconstruir una función pública profesional que haga posible un mejoramiento de todos los servicios públicos.
La generación de órganos autónomos constitucionales es una buena noticia y un paso seguro para abordar con éxito los desafíos que la actualidad le impone a la organización pública chilena.
Raúl Letelier Wartenberg
Profesor de Derecho Administrativo
Universidad de Chile