Miriam Henríquez: “El proceso constituyente sigue abierto”

Desde que la Constitución de 1980 entró en vigor, un sector ha aspirado a reemplazarla. Sin perjuicio de que los intentos han fracasado, el proceso constituyente sigue abierto. La inquietud por un cambio constitucional permanece, incluso tras el plebiscito que rechazó la propuesta de texto constitucional. La legitimidad de este nuevo intento dependerá de un diseño que modele un proceso institucional, democrático, participativo, representativo e inclusivo de todos los sectores de la sociedad. Un mínimo, por ejemplo, es que se lleve adelante por un órgano electo para ese fin, con una integración paritaria. Un eslabón del proceso que no debe quedar suelto es el desarrollo de una intensa etapa informativa que indique responsables y recursos para llevarla a cabo.

El trabajo del nuevo órgano debe ser más eficiente y propiciar una potente deliberación. No sería necesario que la discusión comience desde cero y podría tomar en cuenta los aspectos valorados positivamente de las constituciones y los procesos previos. Asimismo, e inicialmente, podrían identificarse los mínimos compartidos que constituyan un marco a partir del cual se discutan los asuntos más complejos y controvertidos. Por otro lado, podría considerarse un órgano con menos integrantes, sin tantas comisiones especializadas y que, en estas últimas, los acuerdos se adopten por mayorías calificadas para que así se minimicen los espacios para propuestas excéntricas e identitarias, y para promover consensos antes de votar en el pleno. La tarea de armonización podría ser permanente y la secretaría técnica configurarse como una instancia de asesoría especializada de los futuros constituyentes.

Miriam Henríquez, decana de la Facultad de Derecho de la Universidad Alberto Hurtado

Lucas Sierra: “(Hay que) reducir el componente identitario del nuevo órgano”

Parece haber consenso en que se debe seguir con el proceso constituyente y que debe haber, de nuevo, un órgano elegido especialmente para ello. Si es así, hay múltiples lecciones que aprender de la experiencia recién pasada. Elijo tres.

La primera es reducir el componente identitario del nuevo órgano, para evitar su atomización en causas específicas. En esto ayuda la regla electoral: no se debe permitir a los independientes correr en listas, sino que, como ha sido la tradición, individualmente o en cupos de partidos.

La segunda es que exista una secretaría técnica potente, que trabaje desde el primer día asesorando a todos los miembros del órgano. Esto no ocurrió en la Convención: la secretaría técnica se instaló tarde y tuvo un papel menor. Probablemente esto contribuyó a exacerbar la fragmentación temática derivada de tanto convencional empujando su propia causa.

La tercera lección es procedimental. En la Convención las propuestas de normas eran admitidas y aprobadas por las comisiones y, luego, pasaban al pleno. Las comisiones decidían por mayoría y el pleno por 2/3. Esto significó mucho tiempo perdido en propuestas que rebotaban y rebotaban en el pleno. En el nuevo órgano, la propuesta o ‘idea de legislar’ debería ser aprobada en general por el pleno y, luego, pasar a la respectiva comisión para su elaboración pormenorizada, y volver al pleno. Para aprobar la ‘idea de legislar’, el pleno podría votar con un quórum algo menor que para aprobar definitivamente la norma. Así se le daría fluidez al proceso, pero con un filtro necesario que la Convención no tuvo.

Lucas Sierra, investigador del CEP

Sebastián Soto: “(Hay que) dejar de creer en las constituciones como pócimas mágicas y en los profesores de derecho constitucional como druidas desinteresados”

Tantos fueron los excesos de la Convención que hemos olvidado un problema que está en su origen. Hace algo más de 10 años, por una inexplicable razón, la centroizquierda se compró la crítica academicista que exigía una nueva Constitución. Así entonces todos nuestros problemas se transformaron en problemas constitucionales y el reformismo fue aplastado por el maximalismo. Personas que hoy parecen reflejar la máxima ponderación, durante Bachelet 2 escribieron frases brutales: “Casi todos los problemas que se viven diariamente tienen que ver con la Constitución” (Mario Fernández) y “el tipo de pan, de techo y de abrigo y a quién le llega, depende del marco constitucional” (Nicolás Eyzaguirre). A su modo, la Convención y la campaña del Apruebo hicieron lo mismo, tirando a la chuña principios, deberes y derechos sociales.

¿Qué hacer ahora? Ante todo, dejar de creer en las constituciones como pócimas mágicas y en los profesores de derecho constitucional (yo soy uno de ellos) como druidas desinteresados. Los desafíos en previsión, salud, seguridad, etcétera se resuelven con reformas específicas que, casi siempre, poco tienen que ver con la Constitución.

Y el problema constitucional, porque es evidente que seguimos teniendo uno, debiera resolverse pronto, por un grupo acotado de personas, electas popularmente, que cocinen una Constitución de consenso, con cláusulas más bien aburridas y sin vocación de vanguardia. Todo ello ratificado finalmente en un plebiscito masivo y unificador.

Sebastián Soto, académico de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica

María Cristina Escudero: “La hoja en blanco ya tiene acuerdos y coincidencias que salieron a la luz durante la campaña”

Los partidos con representación parlamentaria tienen nuevamente un rol clave para dibujar cuál será el camino que nos permita tener un nuevo texto constitucional. Hemos recorrido un largo trayecto que nos ha hecho madurar y nos permite no empezar de cero. El proceso participativo para las bases de una nueva Constitución impulsado por la Presidenta Bachelet, el acuerdo político del 15 de noviembre de 2019 y la experiencia de la Convención Constitucional reciente nos dejan aprendizajes de forma y de fondo sobre los cuales seguir.

Una nueva Convención puede partir de los acuerdos sustantivos que se han ido forjando y que distintos textos, incluido el recientemente rechazado, han recogido. La hoja en blanco ya tiene acuerdos y coincidencias que salieron a la luz durante la campaña. Una nueva Convención también puede partir con reglas de funcionamiento preestablecidas y un itinerario más acotado que propicie la cooperación y una mirada de largo plazo. Mientras se prepara una nueva Convención, se puede avanzar en sintetizar contenidos, consultar expertos y considerar instancias de participación ya realizadas y otras nuevas.

Los procesos constituyentes exitosos hechos en democracia -aquellos que fortalecen la democracia con un engranaje que le permita cumplir con las expectativas de la ciudadanía, tanto por las instituciones que establece como por el rumbo que propone- nacen de acuerdos amplios sin exclusiones. Sin embargo, un acuerdo representativo inclusivo puede no ser suficiente y este debe buscar raíces en la sociedad que haga que la ciudadanía empatice y defienda dicho acuerdo. En suma, acompañar el proceso de deliberación con espacios de participación es un esfuerzo que bien vale la pena para la estabilidad constitucional futura.

María Cristina Escudero, académica de la Facultad de Gobierno de la Universidad de Chile

Francisco Soto: “El resultado del plebiscito del 4 de septiembre nos demostró que la legitimidad de origen no basta”

Una de las tesis que animó la acción de los movimientos sociales presentes en la Convención consistió en la idea de que el principal factor de crisis institucional se sustentaba en una ausencia de legitimidad de origen.

Todas nuestras constituciones, hasta la fecha, se habían gestado por la élite política-económica, marginando los anhelos y demandas populares. De ahí que para el historiador Gabriel Salazar la conformación de un proceso constituyente generado por una Asamblea Constituyente paritaria, con escaños reservados indígenas e integrado mayoritariamente por movimientos sociales, marcaría el inicio de la reconciliación del pueblo con las instituciones que nos rigen.

El resultado del plebiscito del 4 de septiembre nos demostró que la legitimidad de origen no basta. Que para lograr el anhelado objetivo de una Constitución validada por el pueblo, esta debe estar acompañada de una legitimidad de ejercicio. Vale decir, que la participación ciudadana no se agota con la elección de representantes, sino que continúa durante el proceso de elaboración del texto constitucional.

Pese a que nuestro fallido proceso constituyente implementó varios mecanismos como la iniciativa popular y cabildos, los convencionales fueron celosos en dejar para sí la etapa de elaboración del texto, sin adicionar mecanismos que permitieran testear con la ciudadanía los sucesivos borradores. Tal vez, este celo provino -justamente - en una confianza desmesurada en su legitimidad de origen.

Esta lección deberá ser considerada en el nuevo proceso que se avecina. De hecho, las experiencias comparadas más exitosas han sido aquellas que lograron testear iniciales borradores mediante intensos procesos de participación ciudadana. Esto ocurrió, por ejemplo, en Brasil (1988) e Irlanda (2012 y 2016). Chile debería seguir este ejemplo.

Francisco Soto, académico Facultad de Derecho de la Universidad de Chile

Guillermo Larraín: “El compromiso de redactar una nueva Constitución no puede hacerse de cualquier forma”

La promesa que se hizo a la ciudadanía que apoyó el Rechazo es que eso era necesario para rehacer un proyecto de Constitución. Los actores políticos deben honrar este compromiso. En principio, hay señales positivas en esta dirección. Sin embargo, hay un debate agrio sobre cómo hacerlo. Algunos dicen una comisión de expertos o que lo haga el Congreso.

Otros señalan una nueva Convención electa, pero con reglas que aprendan de los errores de la primera, por ejemplo, cambiando la forma de participación de independientes y de pueblos originarios y con un debido acompañamiento de un equipo asesor del más alto nivel técnico. Yo me quedo lejos con esta opción, porque el compromiso de redactar una nueva Constitución no puede hacerse de cualquier forma.

La razón tiene que ver con la respuesta a la pregunta ¿qué rol juega la Constitución en el siglo XXI? En economía institucional, entendemos el rol de una Constitución como la última barrera formal que sirve para enmarcar comportamientos individuales desestructurados y caóticos para hacerlos coherentes con el interés social.

Para que ello pueda ocurrir, quienes se vean afectados por las limitaciones y deberes que imponga la Constitución deben entender que son restricciones no arbitrarias, sino legítimas. Sin legitimidad tales límites son porosos y las personas los sobrepasarían. Aun si tuviera calidad técnica, sin legitimidad la Constitución no logrará enmarcar los comportamientos individuales de una manera pro social. Sin legitimidad es (casi) como si no hubiera Constitución.

Guillermo Larraín, académico Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile