“La Constitución chilena no sólo requiere adoptar una declaración de derechos propia del siglo XXI, sino que necesita acercarse a ella ajustando de forma acorde su organización del poder”. En una columna publicada en noviembre en el diario Clarín, el abogado y sociólogo argentino Roberto Gargarella se refería así a los elementos que, a su juicio, debía considerar el eventual cambio de la Carta Magna chilena. Especialista en temas referidos a reformas constitucionales en América Latina, el máster y doctor en Derecho por la Universidad de Chicago, además de académico de la Universidad Torcuato Di Tella y de la Universidad de Buenos Aires, analiza en esta entrevista con La Tercera el proceso constituyente abierto en nuestro país.
¿Qué tan común es que un proceso constituyente sea el resultado de un estallido social como es el caso de Chile? ¿La efervescencia social condiciona mucho el resultado?
Como dice Jon Elster, uno de los mayores especialistas mundiales en convenciones constituyentes, en la enorme mayoría de los casos las creaciones o reformas constitucionales emergen luego de profundas crisis sociales, y no en momentos de estabilidad. La efervescencia social puede marcar el clima de época, pero eso no es necesariamente malo. La Constitución estadounidense apareció marcada por la “crisis de las facciones” (la faccionalización de la política); y la mayoría de las últimas constituciones latinoamericanas siguieron al proceso de crisis radical en materia de derechos humanos, lo que redundó en una preocupación especial de todas esas constituciones por la afirmación de compromisos internacionales en la materia, lo que está muy bien.
¿Qué implican un Congreso, una Convención y una Asamblea Constituyente? ¿Cuál mecanismo cree que es el más adecuado para Chile?
Creo que la gran clave de distinción tiene que ver con quiénes participan, y cuáles son las facultades de la asamblea. Me parece que en Chile se radicaliza un problema común en América Latina, cual es el de la desigualdad, y sería un gran problema que la asamblea de reforma volviera a quedar fundamentalmente en manos de una elite. Eso debe evitarse a toda costa, porque sería un modo de perpetuar el tipo de desigualdades que fundan la crisis extraordinaria de hoy.
Varios países de la región han tenido procesos constituyentes. ¿Cuál diría que es el modelo más exitoso?
Yo creo que las últimas reformas en la región fueron importantes, pero pudieron y debieron ser mucho mejores, y no lo fueron por la “captura” de la Asamblea, por parte de elites de momento. Típicamente, las elites a cargo del gobierno de turno distorsionaron el propósito que debe tener la Constitución, en cuanto a los objetivos de más largo plazo, para poner las reformas al servicio de la perpetuación de los que estaban en el poder, normalmente bajo la “extorsión” de otorgar más derechos que, como he escrito, sin cambios acordes en materia de organización del poder, resultan inútiles.
La llamada “hoja en blanco” o la base en la Constitución de 1980 fue el principal escollo en las negociaciones del proceso constituyente. A su juicio, ¿cuál es la fórmula más adecuada?
En principio, hoja en blanco, pero no se trata de crear un nuevo dogma: si se hace hoja en blanco, para luego reproducir el modelo anterior, o para seguir el inatractivo modelo de tantas constituciones regionales (igualitarias en materia de derechos, verticalistas y favorables a la concentración del poder en la “parte orgánica”) da lo mismo de dónde se partió.
¿Le extrañaba que Chile no hubiera cambiado una Constitución surgida en dictadura?
Sí, por supuesto, pero sobre todo a la luz de una Constitución que -conforme dijera Jaime Guzmán- había nacido con el explícito propósito de “torcer la cancha” a favor de la dictadura, y hacerle difícil el camino a cualquier oposición.