La Constitución en Chile reconoce, al menos semánticamente, una serie de derechos sociales. Sin ir más lejos, en el capítulo III, donde se decretan los derechos y deberes constitucionales, se establece el derecho a la protección de la salud, el derecho de educación, el derecho a la libertad de trabajo y su protección, y el derecho a la seguridad social.
En la actual Carta Fundamental, sin embargo, no se especifica la forma en que debiesen materializarse: las políticas públicas, en ese sentido, quedan a cargo del Poder Ejecutivo y Legislativo. Quizás los ejemplos más claros para entender el cuadro se vinculan a temas como las prestaciones de salud, los montos del salario mínimo o el porcentaje de retribución que se destina a las cotizaciones en las AFP’s —coincidentemente, el grueso de las demandas durante las actuales movilizaciones—, que se encuentran establecidas por ley, pero no propiamente en la Constitución.
Por ello quienes persiguen la idea de incluir estas materias en una nueva Carta Magna, aseguran que el documento actual es insuficiente. En particular porque apuntan a que en la normativa vigente se privilegia la provisión de los derechos sociales a través de la acción privada: es decir, que el deber fundamental del Estado no es otro que asegurar las condiciones del mercado, limitándose sólo a regular en el mejor de los casos. Por su parte, para quienes se oponen a esta visión, advierten que constitucionalizar estos derechos sociales supondría una disminución de los espacios democráticos y del debate técnico, ya que si bien es cierto que el Estado podría ser el obligado a garantizarlos, determinar esta atribución es propio del tipo de sociedad y —por consiguiente— de la deliberación pública y el debate político de cada país.
El debate, en todo caso, dista de ser novedoso. De hecho pareciera ser cíclico: sin ir más lejos, en 2014 durante el segundo mandato de Michelle Bachelet, como resultado de algunas propuestas de su programa, también fue materia de discusión. Sin embargo, a partir del 18 de octubre pasado —y tal vez más aún desde el 15 de noviembre cuando se logró el histórico acuerdo para avanzar hacia una Nueva Constitución— el escenario se percibe acaso diferente.
Desde entonces, cuando comenzó el denominado estallido social, por meses el paisaje fue prácticamente el mismo: grandes concentraciones de manifestantes gritando en contra de las autoridades y sosteniendo todo tipo de pancartas que exigían cambios en temas como la salud, educación y pensiones. Imagen que se trasladó a distintas plataformas —sobre todo en redes sociales— y que rápidamente reavivó la disputa. De cara al proceso constituyente de octubre, el futuro de los derechos sociales en la Carta Fundamental asoma —tal vez como nunca antes— como uno de los temas clave y más difíciles de resolver.
Quienes son partidarios de la “constitucionalización” de los derechos sociales sostienen que cada vez que —por ejemplo— se ha intentado avanzar en reformas a las Isapres, Fonasa o las AFP se ha invocado a la Constitución para evitarlo. Uno de los ejemplos que entregan es lo que sucedió durante la discusión del Auge, cuando se pretendió crear el Fondo Solidario, compuesto por una parte de las cotizaciones de salud de las personas que estaban en Fonasa y en Isapres, de modo que hubiera solidaridad entre ellas. En ese debate los entonces senadores Alberto Espina y Evelyn Matthei efectuaron reserva de constitucionalidad y anunciaron que recurrirían ante el Tribunal Constitucional con el fin de que el órgano resolviera sobre su conformidad. La idea, pronto, tuvo que ser abandonada por ser inconstitucional.
"La Constitución que hoy tenemos niega a los derechos sociales, o los entiende como vinculados al mercado, que yo diría que es lo mismo que negarlos. ¿Por qué? Porque la idea fundamental de los derechos sociales es, en esas áreas especialmente importantes para la vida, introducir una lógica de igualdad: todos tienen derecho a una educación que abra iguales oportunidades de desarrollo de la personalidad, todos tienen derecho a que sus necesidades médicas sean satisfechas, todos tienen derecho a una vejez segura. Esa idea de igualdad es la que define a los derechos sociales y se opone a la lógica del mercado, en el cual cada uno tiene lo que puede comprar. Hoy, con la lógica del Estado subsidiario, el deber fundamental del Estado es asegurar las condiciones del mercado. Por eso creo que esta es una de las materias que hace más notoria la necesidad de una Nueva Constitución", sostiene el abogado constitucionalista y exPS Fernando Atria.
Sebastián Soto, Director del Departamento de Derecho Público de Derecho UC, no está de acuerdo: “Nuestra Constitución no niega los derechos sociales. Lo que sí hace es impedir que pueda presentarse un recurso de protección invocando la vulneración de algunos de estos derechos. Esta técnica es común en otras constituciones e intenta distinguir entre la autoridad llamada a dar eficacia al derecho”.
"La Constitución y los Derechos Sociales: el límite de la democracia" tituló Sylvia Eyzaguirre un ensayo publicado por el Centro de Estudios Públicos (CEP), en noviembre de 2017, donde explica detalladamente las desventajas que conllevaría reconocer esta serie de materias en la Carta Magna. En esa línea, la doctora en Filosofía concluye que "incluir o no los derechos sociales en la Constitución no es un debate entre quienes prefieren un Estado de bienestar o uno subsidiario, sino, en el fondo, entre quienes prefieren gozar de un mayor espacio para la deliberación democrática y quienes prefieren restringirlo en una determinada dimensión". El pilar fundamental en el que se sostiene esta postura es una eventual judicialización, que —explica— vulneraría el principio de separación de poderes.
¿En qué consiste, entonces, la judicialización de los derechos sociales que tanto se repite entre quienes rechazan esta posición? Buscando evitar que el reconocimiento de los derechos sociales en la Constitución actúe sólo como una clase de declaración, serían los jueces —la tercera sala— los encargados de asumir la responsabilidad de garantizarlos, moldeando un escenario político-judicial donde se vería debilitado el campo de acción de los gobiernos de turno. ¿Deben ser los jueces quienes definan, por ejemplo, el estándar de calidad en la educación, o bien, la manera en que se reparten los costos en el sistema de salud?, es la pregunta que formulan.
"La judicialización no es por sí misma negativa. El problema institucional se produce cuando genera que los jueces tomen decisiones que no les corresponden pues no tienen todos los elementos para decidir correctamente —afirma Sebastián Soto—. Por eso cualquier catálogo de derechos debe ser sobrio y debe evitar que todas las aspiraciones de diversos grupos terminen en la Constitución en forma de derechos. No es conveniente una inflación de derechos que solo termina por desvalorizarlos porque cuando todos reclaman tener derecho a algo, lo cierto es que nadie tiene una verdadera carta de triunfo. También debe evitarse crear una infinidad de derechos sociales que terminarán transfiriendo las decisiones de política desde el Congreso a los jueces".
La judicialización, según Eyzaguirre, además generaría "discriminaciones inaceptables": como un efecto regresivo, seguramente los grupos más organizados, con mayor acceso a la información, acaso los más ricos, resultarían favorecidos versus quienes presentaran mayores dificultades para acceder al sistema judicial. "Si el Estado sólo cumple con las garantías sociales de quienes se querellan en su contra, ello podría significar que sólo un grupo de personas se vería beneficiado, mientras que el resto de los ciudadanos saldría perjudicado", desarrolla en el documento.
Lo concreto es que quienes promueven esta postura plantean una paradoja entre quienes buscan la “constitucionalización” de los derechos sociales: mientras más derechos y más amplios, más áreas quedarán fuera del proceso político y —por tanto— restringen el legítimo debate público.