Lamentablemente, las últimas décadas han terminado por antagonizar dos principios complementarios: subsidiariedad y solidaridad. En nuestro ámbito político, el primero ha sido mal entendido como la abstención estatal frente al mercado; mientras que el segundo se redujo al asistencialismo económico del Estado. Ello explica que frecuentemente nos encontremos con preguntas excluyentes: ¿Estado subsidiario o Estado solidario?, ¿Estado ausente o presente? Esta dicotomía, sin embargo, es absolutamente artificial. Ambos son, al menos en la tradición socialcristiana, principios que se necesitan mutuamente.
Por una parte, en el caso de la subsidiariedad, se olvida que su propósito principal es resguardar la vitalidad de la sociedad civil, teniendo en cuenta que no deben las organizaciones superiores –entre ellas el Estado– realizar lo que a las comunidades de menor tamaño naturalmente les corresponde hacer, de modo que su intervención se justifica solo cuando estas no pueden, no quieren o no realizan adecuadamente una actividad; y, en segundo lugar, que las sociedades mayores deben crear las condiciones que permitan a las menores realizar lo que naturalmente les corresponde hacer. De este modo, la subsidiariedad no equivale, en ningún sentido, a la idea de que el Estado debe mantenerse al margen de la vida social. Más bien, se trata de otorgarle un rol activo, pero no protagónico.
Por el otro lado, la solidaridad ha sido entendida, al menos en el texto constitucional vigente, como un criterio distribuidor de recursos económicos. Eso explica que, a propósito de recursos públicos, el artículo 115 hable de “criterios de solidaridad” y el artículo 122 señale la necesidad de realizar una “distribución solidaria”. En el caso del artículo 3º, la mención al “desarrollo equitativo y solidario” pareciera apuntar en el mismo sentido. Sin embargo, la solidaridad no es un asunto meramente económico. Como principio, más bien designa una realidad fáctica: las personas son solidarias por el solo hecho de vivir juntas, puesto que nuestra naturaleza solo la desarrollarnos con otros, es decir, en comunidad. Por ello, la solidaridad es un principio constitutivo de la sociedad y no sólo una actitud asistencial, que permite realizar progresivamente la sociabilidad humana, potenciando las comunidades que le dan sustento a la sociedad (la familia, el barrio, la junta de vecinos, los clubes de adulto mayor y la ciudad en su conjunto). En consecuencia, tomarse en serio la solidaridad implica reconocer que no es suficiente vivir juntos, sino que es necesario enfatizar la dimensión comunitaria entre las personas, para así poder compartir los bienes que permiten el desarrollo humano. Obviamente, algo mucho más trascendental que la mera distribución económica.
Con lo anterior a la vista, es evidente que ambos conceptos no son opuestos sino complementarios. En la práctica suelen confundirse, porque en el fondo apuntan a una misma dirección: proteger y fortalecer los vínculos comunitarios que constituyen la sociedad civil, un espacio claramente debilitado –por no decir ausente– en nuestro país. Así, no es cierta la oposición entre Estado subsidiario y Estado solidario, ni tampoco que ambos principios estén realmente desplegados en nuestro ordenamiento social. Más bien, ambos cargan injustamente con mitos que ya es tiempo de desmentir.