Cien campesinos chilenos perdidos en la estepa rusa
Serían tres años lejos de casa. Eso les dijeron a 100 jóvenes campesinos chilenos, de entre 15 y 25 años, cuando les ofrecieron la "oportunidad de sus vidas": una beca de mecánica y de manejo de maquinaria agrícola en uno de los mejores centros de estudios de la entonces Unión Soviética durante el gobierno de Salvador Allende. Pero lo que sería una aventura se extendió por décadas. La mayoría nunca regresó.
La desconocida historia de cien campesinos chilenos, entre los que se contaban cuatro mujeres, todos ellos seleccionados por los partidos Comunista, Socialista y el Mapu para viajar a capacitarse a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y que quedaron varados en las estepas rusas recién comienza a revelarse. Casi 30 años tardó Cristián Pérez, autor del libro Vidas revolucionarias, historiador del Centro de Investigación y Publicaciones (CIP) de la Universidad Diego Portales y exinvestigador del CEP, en reconstruir lo ocurrido con ese centenar de chilenos olvidados tras el Golpe de Estado de 1973.
Viaje a las estepas, cien jóvenes chilenos varados en la Unión Soviética tras el golpe (Editorial Catalonia-UDP Escuela de Periodismo), próximo a salir a librerías, es el título de la larga investigación que llevó adelante Pérez y que comenzó con apenas un difuso indicio, como suelen comenzar las grandes historias.
Todo partió a mediados de los años 90, un 11 de septiembre, durante una conmemoración del Golpe de Estado a la que Pérez fue invitado por un grupo de campesinos socialistas de Lo Calvo, un sector rural de la comuna de San Esteban, al interior de la Región de Valparaíso. Entre tragos y relatos de viejos recuerdos, alguien mencionó el caso de un grupo de campesinos de la comuna que había ido a la ex URSS a estudiar. Ninguno de los presentes tenía claro qué había pasado con ellos. Unos decían que habían sido detenidos y ejecutados por los militares antes de salir de Chile; otros, que habían alcanzado a llegar a Moscú, pero no sabían qué había sido de ellos. "Solo había un nombre del cual tirar el hilo", recuerda Pérez. El de Bernardo Tapia, exregidor socialista de la zona, quien había regresado poco antes del exilio y cuyo hijo Manuel había sido uno de los becados a Rusia. Es Tapia quien le entrega a Pérez las primeras pistas.
"Esta es la historia más difícil de seguir que he enfrentado, también las más difícil de reconstruir en mi mente. Se me hacía difícil imaginar a estos muchachos en Akhtyrskiy, Rusia", relata hoy Cristián Pérez en su oficina de la UDP.
Fueron varias las dificultades que debió sortear. "Se trata de un viaje semiclandestino. Pero, además, por el hecho de que los chicos y chicas que viajan eran de distintos lugares de Chile, no había contacto entre ellos, y los padres solo sabían que su hijo había viajado a la Unión Soviética a estudiar, pero no tenían idea de quiénes eran los otros", explica. Se trata, además, de familias campesinas humildes, cuyos referentes políticos de la época, parlamentarios, regidores, dirigentes sindicales desaparecen o se esconden después del Golpe.
"Apenas los chicos salen de Chile se pierde el contacto con ellos. El Golpe se produce prácticamente el mismo día en que llegan a su destino dentro de Rusia. Por lo mismo, se genera una doble angustia. La de los chicos que no saben qué pasa con sus familiares en Chile, que son dirigentes agrarios de los partidos de izquierda, dirigentes sindicales o trabajadores que han sido parte de los asentamientos de la Reforma Agraria. Y, a su vez, en Chile sus familias tampoco saben qué les ha ocurrido a estos chicos, porque muy pocos saben acá que habían viajado. Eso se suma al rumor que corrió, proveniente de algunos latifundistas cercanos a las autoridades militares de la época, que dicen que fueron detenidos y asesinados antes de que pudieran salir de Chile", señala Pérez.
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Al atardecer del martes 4 de septiembre de 1973, tres buses de la empresa de Transportes Colectivos del Estado (ETCE) salieron desde una casona de calle Dieciocho, en el centro de Santiago, rumbo al aeropuerto de Pudahuel. Para la mayoría de sus pasajeros, era la primera vez que recorrían Santiago, no se habían alejado jamás de sus casas, ni siquiera habían viajado en tren y ahora estaban a punto de abordar una aeronave Ilyushis de Aeroflot, la línea aérea nacional soviética.
Su destino estaba a más de 14.000 km de distancia. En la ciudad de Akhtyrskiy, cerca de Krasnodar, en la estepa rusa, próxima al Mar Negro. Allí ingresarían al internado de la Escuela Media Técnica Profesional N° 9, por entonces un reconocido centro donde se cursaban simultáneamente la enseñanza media y el aprendizaje de mecánica en maquinaria agrícola. A este instituto llegaban estudiantes de toda la Unión Soviética y también extranjeros. Vietnamitas, angoleños, cubanos y sirios pasaron por sus aulas en esa época.
Tras hacer escalas técnicas en Lima, La Habana y Rabat, la aeronave llegó a Moscú el 5 de septiembre. El grupo de chilenos fue alojado en el hotel Cosmos y durante tres días los dirigentes del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética), encargados de las relaciones con Chile, los pasearon por la capital rusa. Visitaron la Plaza Roja, el Kremlin y otros lugares turísticos e históricos que ni siquiera imaginaban. Un viejo exiliado español, excomandante del Ejército republicano, les sirvió de traductor durante esos tres días en Moscú.
"Los testimonios apuntan a la tarde del sábado 8 de septiembre como el día en que tomaron el ferrocarril del Cáucaso Norte para trasladarse 1.344 km al sur de Moscú, hasta la ciudad de Krasnodar, en la llanura rusa (…). Una banda de músicos que interpretaba melodías tradicionales y mujeres con ramos de flores en sus manos eran parte de la recepción que le habían preparado las autoridades de Krasnodar. Una alfombra roja esperaba a los sencillos campesinos chilenos", reconstruye Pérez en su libro. "'Nos dieron la bienvenida del país: un trozo de pan untado en sal', recuerda Aldo Silva", uno de los becados.
Desde allí, en buses escoltados por policías, en un despliegue al que no estaban acostumbrados los jóvenes campesinos chilenos, recorrieron los 56 km que separan Krasnodar del pueblo de Akhtyrskiy, donde fueron agasajados por los pobladores con otra bienvenida con música y flores.
Les dieron ropas adecuadas para las bajas temperaturas de la estepa rusa: gruesas chaquetas acolchadas con lana, botas de cuero rellenas de lana y unos pantalones de tela ajustados en los tobillos y anchos en las caderas que no entusiasmaron en nada a los chilenos, quienes prefirieron seguir usando los característicos pantalones "pata de elefante" y las camisas estilo hippie, que llamaron la atención de los rusos y que tiempo después les traerían algunos problemas, cuando los chilenos montaron un taller clandestino de confección de ropa occidental, para ganar dinero extra, lo que estaba prohibido por las autoridades soviéticas.
Dos días después de su ingreso al instituto de Akhtyrskiy, en la mañana del 12 de septiembre, el grupo de chilenos recibirá el golpe que les trastrocó para siempre sus vidas. "Antes del desayuno observaron que sus profesores conversaban en pequeños grupos con rostros preocupados. 'Uno de los educadores, que estaba a cargo de nosotros, decía 'Allende', lo único que entendíamos que decía 'Allende', clarito, y que 'Allende estaba en el suelo', dice Myriam Martínez", una de las becadas chilenas. A otros, que habían ido a pasear a Akhtyrskiy antes de empezar en el instituto las primeras clases de ruso, se les acercó un hombre y les dijo: "'Allende kaput ¡pum, pum!', exclamaba el hombre, mostrando el suelo. Nos mirábamos con Verónica (Ortiz) y no entendíamos', recuerda Aldo (Silva). Al poco rato, una mujer mayor, con lágrimas en los ojos, les dio a entender que algo le había pasado a Salvador Allende".
"Te puedes imaginar la incertidumbre en la que estábamos, sin tener una información, ya que no contábamos con un traductor al español", le relató Ricardo Fabriga a Cristián Pérez.
Recién el 13 de septiembre llegaron traductores a la escuela. "Nos pusieron en cuatro grupos, cada uno con un traductor, y nos explicaron bien lo que había pasado", le dijo Germán Chandía a Pérez.
El historiador reconstruye así la situación: "El gobierno de la Unidad Popular, el que los había enviado a estudiar para volver y aportar en la construcción del socialismo chileno, ya no existía y todos ellos estaban a más de 14 mil kilómetros de distancia. Los recuerdos de familiares y amigos más cercanos los invadieron; muchos lloraban sin consuelo posible, otros ocultaban las lágrimas, pero para todos la noticia fue devastadora (…) Entre los jóvenes reinaba la confusión. No tenían certeza sobre cuánto alteraría sus planes la caída de la Unidad Popular, pero desde ese momento ya intuían que quizás no podrían volver una vez cumplidos los tres años de instrucción. Nadie sabía qué hacer. Había incertidumbre también entre los profesores y traductores".
Poco a poco, relata Pérez en su libro, "los jóvenes campesinos fueron asimilando la increíble idea de que estarían lejos de Chile por un tiempo indeterminado. El viaje de estudios con objetivos claros y tiempo preciso ya no existía. Sus vidas habían cambiado para siempre".
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"La experiencia para los campesinos chilenos fue dura. Por un lado, estaban el dolor y la frustración tras el derrocamiento de Allende y las noticias que hablaban de encarcelación, desaparición y ejecución de personas que eran conocidos de ellos en Chile. Por otro lado, los jóvenes se sentían presos en el sur de Rusia, pues no podían decidir qué hacer. A miles de kilómetros de su patria, con los pasaportes caducados, dependían de las autoridades soviéticas para realizar cualquier movimiento", cuenta Pérez en su libro.
La incomunicación era otro problema. Los menos tardaron meses, la mayoría años, en saber de sus familiares en Chile. Las escasas cartas que recibían debían transitar un largo camino antes de llegar a destino. De mano en mano, a través de contactos en diversos países, iban pasando los mensajes.
A los chilenos no les quedó otra opción que seguir el plan de estudios y de a poco insertarse en una sociedad muy diferente a la suya. Para salir de la ciudad requerían de un salvoconducto otorgado por las autoridades soviéticas. Muy pocos chilenos lo consiguieron. El régimen de estudios era estricto. Dos chilenos, Juan Olivera Cerda y Carlos Padilla, fueron sindicados por los profesores de la escuela como los líderes de una pequeña rebelión montada por los campesinos chilenos tras enterarse del Golpe de Estado. Fueron separados del grupo y relegados a una de las repúblicas asiáticas de la entonces URSS. Nunca más volvieron a reunirse.
Durante su investigación para este libro, Pérez logró establecer que Olivera había regresado a Chile hace algunos años; de Padilla nunca más se supo. Es probable, sostiene Pérez en su libro, que aún viva en el lugar al que fue relegado.
Poco a poco el grupo de campesinos chilenos se fue disgregando. Al terminar el primer semestre de clases, debieron rendir un examen y, según los resultados, fueron divididos en grupos. Los 45 más avezados, que ya manejaban algo el ruso y tenían mejores notas, siguieron sus estudios en Akhtyrskiy, y al término de los tres años, 25 de ellos pudieron seguir estudios superiores de Medicina, Ingeniería y Agronomía en las universidades soviéticas.
Los que manejaban menos el ruso o no tenían condiciones para los estudios fueron trasladados a la ciudad de Rostov del Don, donde siguieron un curso técnico en radiotelecomunicación. Otros optaron por aprender oficios en Akhtyrskiy: gásfiter, zapatero, técnico en refrigeración. Un tercer grupo, del que no hay claridad de su número, partió a Dubrova, en Bielorrusia, para seguir estudios técnicos básicos en mantención de tractores.
Otros fueron destinados a la región de Volgogrado, ya no a estudiar, sino a trabajar de maquinistas a orillas del río Volga, a unos mil kilómetros de distancia de Akhtyrskiy. Allí ocurrió una nueva desgracia. "En una fecha imprecisa, mientras trataba de cruzar a nado un brazo del río Volga, murió ahogado Segundo Serrano, el primer fallecido del contingente de campesinos chilenos becados en la URSS en septiembre de 1973", relata Pérez en su investigación.
Sin posibilidad de regreso, los campesinos chilenos se hicieron a la idea de que sus vidas no volverían a ser las mismas. La mayoría de los hombres se casaron con rusas, mientras que las cuatro mujeres del grupo de becados lo hicieron con chilenos. Participaban de grupos folclóricos en actos de solidaridad con Chile y demostraban lo aprendido en trabajos voluntarios en el campo. Según Pérez, los jóvenes chilenos se ganaron el aprecio de los rusos.
A fines de los 70 y comienzos de los 80, el grupo volvió a dividirse. Al menos seis de los jóvenes campesinos partieron a Sofía, Bulgaria, a la Academia Militar. Se convertirían en oficiales de Ejército. Allí se unirían a otros jóvenes comunistas y algunos socialistas llegados clandestinamente desde Chile o desde el exilio en Europa. Entre ellos estaba José Valenzuela Levi, uno de los mejores alumnos y quien luego se convertiría en uno de los jefes militares del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Valenzuela lideraría el 86 el atentado a Pinochet y un año después sería asesinado por la CNI en la Operación Albania.
Uno de los seis jóvenes chilenos llegados desde la escuela técnico agrícola en la estepa rusa que no quiso ser soldado, Roberto Osses, joven aficionado a la música, se enfrentó a sus compañeros y les explicó la situación. Aunque recibió críticas, le permitieron dejar la escuela militar. El problema es que la operación era clandestina, por lo que debió permanecer en Sofía. "Así, sin pasaporte ni salvoconducto, sin el apoyo del Partido Comunista, quedó retenido en Sofía, dedicándose a la música". Nunca más volvió a Chile y, según algunos testimonios recogidos por Pérez, es probable que haya muerto en Bulgaria hace algunos años.
De los 100 jóvenes chilenos que salieron en 1973, Pérez logró ubicar sólo a 14, los que intentaron volver a Chile a mediados de los 90, aunque muchos no pudieron quedarse en lo que alguna vez fue su país. El Estado de Chile no les revalidó sus títulos profesionales ni técnicos obtenidos en Rusia, ni siquiera se tomó en cuenta el hecho de que habían sido enviados, algunos siendo niños, a capacitarse a más de 14 mil kilómetros de distancia, en una aventura que cambiaría para siempre sus vidas.
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