Columna de Álvaro Vargas Llosa: Aguantando la respiración por… AMLO

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Andrés Manuel López Obrador celebra su triunfo en las elecciones, en Ciudad de México.

Con el nuevo Presidente el mayor riesgo no era que México languideciera otros seis años en la mediocridad, sino que lo avanzado fuera revertido y se volviera al populismo de los años 70.



Cuando usted lea estas líneas, habrá tomado posesión de su cargo como Presidente de la República de los Estados Unidos Mexicanos el tremebundo Andrés Manuel López Obrador. Medio México (el México que le teme) y medio mundo (es un decir: me refiero a los tomadores de decisiones políticas, empresariales y financieras de medio mundo) implora a los santos evangelios que, una vez montado sobre el lomo de la caprichosa bestia del poder, AMLO, como se lo conoce, se haya imbuido de "gravitas", esa virtud que admiraban los romanos y que implica una mezcla de sentido ético, conciencia de responsabilidad y seriedad para encarar lo que venga. Porque de lo contrario, estaremos ante un asunto muy "grave", esta vez en el otro sentido de la palabra.

México no es una republiqueta más. Es la segunda economía de América Latina, la decimoquinta del mundo, su producción está inserta en las cadenas de suministro globales y su moneda es la segunda más transada, después de la china, en los mercados monetarios. Para no hablar de su peso demográfico y político, y de la proyección que sus aciertos y errores tienen en el mundo americano, pero, más ampliamente, en el de los países "emergentes".

Empecemos por lo obvio: AMLO es un populista integral, en las tres facetas en que, para entendernos mejor, uno puede desagregar ese "ismo": vocación autoritaria que prefiere la conexión entre el caudillo y el pueblo al uso de instituciones intermedias; tendencia al despilfarro para halagar a los de abajo a cualquier precio, y un antielitismo que supone sustituir a unas élites por otras. Esas son sus raíces, esa ha sido su conducta política, así debe interpretarse su discurso económico. Pero esto no significa que el AMLO de hoy, el que tiene que tomar decisiones que afectan a 130 millones de mexicanos e, indirectamente, a una parte del resto del mundo, sea el mismo que sus credenciales y su trayectoria anuncian. Un país donde la democracia ya lleva dos décadas funcionando con cierta lozanía, que tiene compromisos internacionales de distinto tipo, incluido el que lo ata a los otros dos países de América del Norte, y donde las prevenciones contra el nuevo gobernante están bastante extendidas, no será fácil de amoldar a los caprichos de un populista, en el caso en que esa sea la línea por la que opte.

No podemos juzgar el futuro, de manera que concentrémonos en lo que ha hecho desde que ganó, con el 53% de los votos, unas elecciones en las que también se hizo con la mayoría de ambas cámaras del Congreso y amplió el mando de su partido, Morena (un desgajamiento de Partido de la Revolución Democrática), sobre un alto número de estados, que se suman al gobierno de la capital, también bajo control oficialista.

Los primeros nombramientos anunciados por el mandatario electo devolvieron el alma al cuerpo a los temblorosos. Gentes como Alfonso Romo (empresario) como jefe de gabinete, Carlos Urzúa (Universidad de Wisconsin-Madison) como ministro de Hacienda y otros funcionarios con credenciales internacionales en puestos relacionados con el manejo económico parecieron justificar la promesa de no provocar un desbarajuste financiero ni ahuyentar el capital privado. El hecho de que el actual gobernador del Banco Central, Alejandro Díaz, no acabe su mandato hasta 2021 parecía añadir otra vuelta de tuerca a estas garantías de sensatez.

Otro hecho inesperado amplió el crédito que, en un primer momento, sus críticos otorgaron a AMLO: el hecho de que él se involucrara personalmente en la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta en inglés) que Donald Trump había forzado a la administración Peña Nieto a emprender so pena de la cancelación definitiva de ese acuerdo que supone nada menos que un billón de dólares (trillón en inglés) de comercio trilateral entre Estados Unidos, México y Canadá. Eso implicaba que AMLO era partidario de preservar un Nafta al que había vituperado en el pasado y que por tanto exhibía un sentido responsable de los compromisos internacionales. Importa menos, para efectos de la discusión, el detalle del nuevo tratado que el aval de AMLO a su existencia (México aceptó, por ejemplo, que más del 40% del componente de los autos se haga con trabajadores a los que se les pague como mínimo $ 16 la hora, lo que, dados los bajos salarios mexicanos, probablemente implica que algunas plantas se mudarán de allí; AMLO pareció encantado de que se ponga como condición el pago de salarios más altos sin caer en la cuenta, tal vez, de que eso implicaba no tanto que los mexicanos ganarán más como que los fabricantes tendrán que mudar de allí algunas inversiones).

Hasta ahí todo iba más o menos bien. El populismo de AMLO quedaba confinado en el mundo de la retórica más que los hechos concretos. Otra cosa es que México, un país que no logra superar tasas de crecimiento de algo más de 2% y que tiene una productividad baja, necesite reformas que modernicen su aparato productivo, para no hablar de su marco institucional y político general. Pero con AMLO el mayor riesgo no era que México languideciera otros seis años en la mediocridad, sino que lo avanzado fuera revertido y se volviera al populismo de los años 70 (bajo un PRI del que originalmente provino el propio AMLO, por cierto, antes de formar parte del desprendimiento que se convirtió en el PRD, del que a su vez se desligó para formar Morena).

Pero pronto las cosas empezaron a cambiar. La retórica de AMLO se endureció y crispó mucho, a medida que se dio cuenta de que la administración Peña Nieto se desentendía de la responsabilidad de gobernar hasta diciembre y le cedía al mandatario electo prácticamente todo el escenario del Estado para que tomara decisiones por él. AMLO empezó entonces a meter la mano prematuramente en decisiones que todavía no le correspondían, a preparar proyectos de ley de tendencia distinta de la marcada por todo lo anterior, a anunciar nombramientos de funcionarios políticamente afines y cercanos a los que pensaba colocar por debajo de los tecnócratas respetados que ocuparían los cargos más visibles, y a resucitar anuncios de campaña electoral que habían dormido una siesta tranquilizadora desde julio, cuando fue electo. La resaca fue inmediata: caída de la Bolsa, pérdida del valor del peso mexicano, paralización de algunas decisiones de inversión y el ingreso de proyectos en marcha a un cierto limbo.

Una de las cosas que pusieron los pelos de punta a los que ya tenían prevenciones contra AMLO fue que el mandatario electo organizara por su cuenta una consulta popular para dar un aval electoral informal a una decisión que en realidad ya había tomado: la cancelación del proyecto de construcción de un nuevo aeropuerto cuyo costo asciende a 13,2 mil millones de dólares y en el que el consorcio privado que participa ya ha invertido una tercera parte de lo que se necesita. La consulta fue algo surrealista: la organizó Morena, el partido de AMLO (por tanto, no una entidad independiente) y el grueso de las urnas se instalaron en lugares donde López Obrador tiene un fuerte arraigo popular. Al final participó solo 1% del total de votantes mexicanos, pero AMLO dio la decisión por buena. Ante las protestas masivas en la capital, anunció luego que utilizará la consulta popular como método de gobierno para proyectos de infraestructura y nuevos programas de asistencia social. Un proyecto de ley que elimina las restricciones que ahora impiden que ciertas consultas sean vinculantes ya está en marcha, de manera que AMLO, que no tendrá ninguna dificultad en conseguir los votos en el Congreso, podrá establecer una democracia plebiscitaria al estilo populista si así lo decide.

Esta perspectiva ha hecho resurgir los temores de que el nuevo gobierno cambie las reglas de juego constitucionales para hacer posible la reelección. Aunque AMLO no cuenta con dos tercios del Congreso para ese tipo de modificaciones, su poder parlamentario es tan grande que puede conseguir los pocos votos que le faltan para completar

La cifra es algo que está al alcance de su mano.

El nuevo Presidente también ha ido ampliando sus promesas de asistencialismo y de utilización del Estado para aumentar el empleo directamente. Por ejemplo, contratará, para nuevos proyectos de obra pública, a casi dos millones y medio de jóvenes, becará a cientos de miles de estudiantes más y duplicará las pensiones. El dinero para esto -teniendo en cuenta que México arrastra un déficit fiscal- saldrá, según los asesores del nuevo mandatario, de los 25 mil millones que dejarán de perderse anualmente por la corrupción y de otros 20 mil millones que el Estado se ahorrará reduciendo salarios (el anuncio de la reducción de los salarios de cierta burocracia estatal ha provocado la renuncia de funcionarios con estudios en instituciones prestigiosas, como, por cierto, sucedió en el Perú durante el segundo gobierno de Alan García).

Además, el mandatario ha ratificado que, para combatir la inseguridad, un asunto dramáticamente urgente para los mexicanos y que quizá fue determinante para la elección de AMLO, creará un nuevo cuerpo, en este caso la Guardia Nacional, que responderá directamente a sus órdenes. Entre 50 mil y 150 mil agentes de seguridad militarizados, pues, vendrán a sumarse a los cuerpos ya existentes para hacer frente a un problema traumático para millones de ciudadanos desde hace década y pico. En México se registran unos 30 mil homicidios por año, que son el más grave pero no el único saldo de la inseguridad que tiene a la población conmocionada. Combatirla es tarea de cualquier gobierno y difícilmente puede objetarse que el nuevo gobierno le ponga a ese desafío una mezcla de recursos, liderazgo y energía. Pero, dadas las inclinaciones de AMLO y los antecedentes venezolanos y nicaragüenses en relación con milicias políticamente dirigidas, ha saltado a la superficie el temor de que este nuevo cuerpo resulte un arma política del flamante gobierno.

Otros anuncios que han asustado a ese animal cobarde que es todo millón de dólares -según la famosa expresión yanqui- son el proyecto de ley que permitirá al gobierno retirar las concesiones mineras si lo estima conveniente y la voluntad de fortalecer Pemex, el descapitalizado ente petrolero estatal, a costa de las empresas que desde la apertura al capital privado en 2013 han invertido dinero en la industria energética (y descubierto yacimientos importantes). Las licitaciones y subastas están desde hace meses paralizadas.

¿Es de sorprender que, siendo estas las señales emitidas por el nuevo Presidente, se haya dejado entrever también que, en nombre de la no injerencia, México enfriará sus ímpetus democratizadores en relación con Venezuela, cuyo Presidente recibió una invitación la toma de posesión que fue muy criticada en su país?

Lo dicho: aguantemos la respiración…

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