América Latina no sería América Latina si no se las ingeniara para complicarnos las cosas a quienes tratamos ingenuamente, de tanto en tanto, de hacernos una composición de lugar sobre el estado de la región y su rumbo. Porque cada vez que parece perfilarse una cierta América Latina, surgen fenómenos demasiado importantes como para considerarlos anecdóticos o marginales. Así, cuando uno cree ver claro que la región se inclina hacia la izquierda, resulta que surgen tantas variantes de esa corriente que se hace imposible determinar cuál es la dominante. Y cuando parece que, hastiada de la izquierda, la región se orienta hacia la derecha, ocurre lo mismo en ese lado del espectro, o se anuncian tensiones entre la versión liberal y la versión autoritaria que hacen imposible simplificar la descripción de América Latina.

¿Adónde voy con esto? A que, hasta hace poco, los analistas que se ocupan de lo latinoamericano veían las cosas de un modo que ya no se justifica, o que podría pronto no justificarse. El cuento era más o menos este: luego de un largo periodo -dos décadas, si tomamos el triunfo de Hugo Chávez como punto de partida, o década y media, si nos basamos en el de Lula da Silva-, en que predominó la izquierda, la centroderecha, a medias conservadora y a medias liberal, volvía al poder y hacía prever el ostracismo de la siniestra por los próximos años. Si ese análisis era simplista ayer, lo es mucho más hoy, cuando tenemos a los dos países más poblados y económicamente importantes de América Latina en una situación que no encaja dentro de dicha descripción. Me refiero, por supuesto, a Brasil y a México. Es más: la descripción no solo prescinde de esas dos excepciones a la regla minimizando su importancia absurdamente: también elude el dato incomodísimo de que la izquierda autoritaria, aunque ha perdido el poder en algunos lugares, no ha sido derrotada todavía en otros, especialmente Venezuela, cuya capacidad tóxica para los países vecinos es de tal naturaleza que puede estar influyendo, por oposición, en el comportamiento de esos votantes. Pero no en favor de opciones de centroderecha conservadora o liberal, sino de corrientes populistas de derecha.

El dato clave, en este momento, es que Brasil y México no permiten hablar de una América Latina que ha abandonado la izquierda y se sitúa en la centroderecha más o menos conservadora o liberal. En México, López Obrador asumirá las riendas el 1 de diciembre y todavía no sabemos exactamente hacia dónde se inclinará. Sus compatriotas hacen conjeturas a diario; no pasa una semana sin que unos crean leer signos de madurez y serenidad política en el líder mexicano y otros crean leer los signos contrarios. Todavía es imposible descartar que AMLO, como se lo conoce comúnmente, resulte ser el populista de izquierda que fue las tres veces que presentó candidatura a la Presidencia. Si resulta inclinarse hacia una izquierda más bien populista, AMLO compensará en parte, dado el peso de México, la derrota del peronismo en Argentina, la caída del Partido de los Trabajadores en Brasil y el hundimiento del correísmo en Ecuador.

Lo de Brasil, el país más importante de América Latina, añade todavía más complejidad al análisis. Ya no solo existe la posibilidad de que AMLO dé el beso de la vida a la izquierda populista desde el norte: también estamos ante la posibilidad de que Brasil opte por el populismo de derecha y por tanto le complique mucho la vida al triunvirato de centroderecha moderada que forman Mauricio Macri, Sebastián Piñera e Iván Duque (al que quizá pueden añadirse los nombres de Martín Vizcarra, Mario Abdo Benítez y Lenin Moreno, aunque con matices y de forma algo diferenciada en cada caso con respecto a los primeros tres).

Jair Bolsonaro fue, durante 25 años, un populista de derecha de estirpe claramente autoritaria, como fue AMLO en México un populista autoritario de signo contrario. Existe la posibilidad de que, si gana el "balotaje" dentro de pocos días, gobierne más como un líder de centroderecha moderado que como un populista, pero no hay la menor garantía de ello. Aunque ha moderado su discurso tras su victoria en la primera vuelta (por ejemplo, expresando su lealtad a la Constitución que antes había minimizado y desautorizando a su candidato a vicepresidente, que llegó a hablar de un "autogolpe"), hasta que gane las elecciones -lo que parece asegurado, pero nunca se sabe- y empiece a anunciar decisiones, no tendremos claro qué rumbo tomará.

Pónganse a pensar por un momento en lo que esto significa. Dos países que representan un producto bruto interno conjunto de tres billones de dólares (tres "trillones" en inglés), casi el 55% de la economía de toda la región latinoamericana y caribeña, ofrecen hoy una gran incertidumbre sobre el rumbo de sus próximos gobiernos. En México, las opciones van desde un López Obrador dispendioso, autoritario e ideológicamente fanatizado, hasta un AMLO reconvertido, melifluo y sorprendente. En Brasil, las opciones van desde un inesperado triunfo de Haddad y el regreso del populismo corrupto de izquierda, hasta un populismo militarista que erosione la democracia con amplio apoyo popular. Pero podría ocurrir, por supuesto, que Bolsonaro gobierne sin apelar a las masas para saltarse la Constitución, sin militarizar la política, preservando la admirable independencia mostrada por fiscales y jueces hasta ahora, y concentrándose en las reformas liberales indispensables para devolverle a su país lozanía económica. Lo grave, lo verdaderamente grave, hoy, no es que México vaya a estar gobernado por el populismo de izquierda y Brasil por el populismo de izquierda, sino que nadie, quizá ni siquiera ellos mismos, sabe la orientación definitiva de los líderes de los dos países que suman más de la mitad de la economía de la región.

Supongamos por un momento que AMLO se incline hacia el populismo de izquierda y un eventual presidente Bolsonaro lo haga hacia el populismo de derecha. ¿Cuáles serían las consecuencias para los vecinos? El populismo mexicano daría mucho oxígeno a la izquierda populista latinoamericana, para bendición de Nicolás Maduro (un dictador consumado), Daniel Ortega (otro dictador consumado) y Evo Morales (un aspirante aventajado que si se hace reelegir el próximo año habrá cruzado el Rubicón definitivamente). Ello implicaría mucha adversidad para los esfuerzos concertados que -por fin- habían empezado a hacer las democracias de la región contra las dictaduras populistas, a través del Grupo de Lima y por otras vías.

Si Bolsonaro gana y gobierna como un militar populista de derecha, la situación se complicará mucho en Sudamérica, donde los nuevos gobiernos de centroderecha están teniendo dificultades para superar la herencia populista que recibieron. El caso argentino es el más evidente. Temiendo sufrir el mismo destino de gobernantes no peronistas que no pudieron acabar su periodo por la oposición salvaje del populismo organizado, Macri optó por un mesurado gradualismo en lugar de hacer las reformas impopulares de golpe. La consecuencia ha sido la perdurabilidad de su gobierno, sí, pero también la adversidad económica, de la que es un rotunda prueba el que este año la economía vaya a tener un crecimiento negativo acaso de dos puntos porcentuales. Este importante asunto -el del reto que supone para los nuevos gobiernos de orientación liberal o conservadora, y ambas cosas no son lo mismo, pero las amalgamo para entendernos- es uno de los que están marcando más a la región. Si ayer el dato clave era el retroceso de la izquierda populista y la nueva oportunidad de la centroderecha, ahora el asunto medular es que para esa centroderecha la superación de la herencia populista plantea angustiosos dilemas, uno de los cuales, precisamente, es si lo que conviene más es el gradualismo o la reforma inmediata e integral en el contexto de pueblos que quieren cosas contradictorias. Un Bolsonaro gobernando eventualmente como un militar populista de derecha agravaría enormemente la dificultad de los gobiernos moderados de centroderecha en Sudamérica para enfrentar el reto antes mencionado. ¿Por qué? Básicamente, porque lo previsible sería el auge de corrientes populistas de derecha en todos esos países clamando por "bolsonaros" locales. A lo cual muy probablemente respondería, rediviva, una izquierda populista dedicada a… ¡defender la democracia!

Así como los efectos de una opción clara por el populismo por parte de AMLO y de Bolsonaro (o incluso Haddad desde la izquierda, si lograra la hazaña de ganar el "balotaje") serían nefastos, los de una opción clara por la sensatez serían muy importantes. En el caso de un AMLO que gobernase como un líder de centroizquierda respetuoso de las instituciones y con mentalidad moderna en asuntos económicos, el efecto más obvio sería ahondar la deslegitimación de la izquierda populista que pasa por una crisis grave en la región (aunque no puede decirse que sea terminal mientras sigan en el poder gentes como Maduro u Ortega). Y si, en Brasil, Bolsonaro gobernase como un conservador moderado o como un (semi)liberal, reforzaría mucho a Macri, Piñera y Duque, que con seguridad tendrían con él una relación estrecha, casi de complicidad diplomática. En esa América Latina el predominio de la corriente de centroderecha moderada proyectaría al mundo una imagen más nítida y una sensación de frente unido más sólida que la que existe actualmente.

No es difícil entender por qué en un país como México -harto de la corrupción, de una violencia que registró 25 mil homicidios en 2017 y superó los 15 mil en los primeros seis meses de este año, y de una economía que crece poco desde hace muchos años- decidió dar la oportunidad a López Obrador tras los gobiernos del PAN y el PRI. Tampoco es demasiado extraño que, después de la "tormenta perfecta" de los años del "lulapetismo", los brasileños hayan optado por alguien como Bolsonaro para castigar a los políticos, poner orden en un país donde hubo más de 60 mil homicidios el año pasado y donde hay corrupción hasta en la sopa (curiosamente, los extremos aquí se tocan también, pues las razones por las que los mexicanos eligieron a AMLO y los brasileños parecen dispuestos a elegir a Bolsonaro en el "balotaje" son muy parecidas). Pero es demasiado grave lo que está en juego para no darnos cuenta de que urge que AMLO resulte lo contrario de aquello que lo llevó al poder y Bolsonaro "traicione", en el buen sentido de la palabra, un cuarto de siglo de trayectoria como parlamentario. Si no, se habrán frustrado las modestas esperanzas que despertaron en tantos latinoamericanos la caída de los gobiernos populistas autoritarios en años recientes y la llegada al poder de líderes mucho más presentables que los anteriores.