Las elecciones de hoy en Colombia, país de 50 millones de habitantes y un producto bruto cercano a los 300 mil millones de dólares, revisten una importancia capital para la democracia liberal latinoamericana. A ese país le ha tocado un destino geográfico, institucional, ideológico y político que lo coloca en la línea del frente, como se dice en las batallas. La línea del frente en la pugna entre civilización y barbarie, para usar la idea de Sarmiento.
La libertad ha tenido distintos adversarios en América Latina, algunos a la derecha y otros a la izquierda. Colombia, lugar de guerras civiles en los dos siglos republicanos, también. De un tiempo a esta parte la principal amenaza, la más organizada y poderosa, ha sido el populismo autoritario. Desde comienzos del siglo XXI, todos los populismos, pero especialmente el chavista, han hecho lo indecible para socavar la democracia colombiana, una democracia que logró sobrevivir incólume, no lo olvidemos, a la década infausta de las dictaduras militares de derecha en los años 70 y que desde Rojas Pinilla hasta la nueva centuria fue capaz, en parte gracias a su estabilidad institucional, de progresar económicamente. Progresar menos de lo que quisieran los colombianos y menos que otras zonas emergentes del mundo, pero más que varios países latinoamericanos. Por eso, el populismo chavista intentó inocularle el virus de la antidemocracia y contagiarle la barbarie desde el primer día.
Tenía para ello un aliado precioso: el terrorismo marxista, convertido, por necesidades financieras, en una vasta organización narcotraficante, además de un organizadísimo Ejército comunista (otros grupos menores contribuían a darle a Colombia mucho atractivo desde el punto de vista de los objetivos autoritarios). Como ocurre siempre, las Farc tenían, además de aliados extranjeros, compañeros de ruta locales y adversarios blandos que habían sucumbido al derrotismo y el apaciguamiento, y en la práctica facilitaban, sin proponérselo, la estrategia totalitaria de los guerrilleros marxistas.
Colombia respondió. Lo hizo de dos formas, como suele ocurrir. Una, clandestina, ilegal, fue la del paramilitarismo de derecha y un sector militar que cometieron los atropellos que las Farc querían que cometiera el Estado para deslegitimar la democracia. La otra, legal y democrática, contó con un gran respaldo civil y un liderazgo decidido que logró, en pocos años, lo que parecía imposible: infligir a las Farc derrota tras derrota, hasta dejarlas gravemente heridas. Álvaro Uribe, uno de los más controvertidos líderes latinoamericanos, fue la cabeza de esa respuesta. Seamos justos con él: sin Uribe, las Farc seguirían adueñadas de gran parte del territorio, llenando de sangre y odio el país, y aterrorizando a los colombianos. Logró desactivar a los paramilitares y dejó el poder cuando los tribunales le negaron la posibilidad de una nueva reelección.
Las Farc quedaron muy heridas, pero no muertas. De allí que Juan Manuel Santos, que había sido ministro de Defensa de Uribe, intuyera que había lugar para una negociación con el enemigo. Ante la imposibilidad de derrotar militarmente del todo a las Farc, era poco menos que inevitable intentar la negociación. Ella logró un objetivo importante: poner fin a la guerra contra Colombia. Pero lo hizo a un alto precio. Demasiado alto para una mayoría de colombianos. La llamada Justicia Transicional -inspirada en el derecho internacional y varios precedentes en el mundo- y la participación política de los terroristas fueron las principales concesiones que hizo el Estado de Santos. Para muchos colombianos, la impunidad que esto garantizaba a antiguos asesinos o secuestradores, y el poder político que se les confería sin tener que ganárselo en las urnas ni haber pagado un costo civil previo, era moralmente inaceptable. El país se partió en dos; el encono continúa desde entonces. Lo ha agravado la mediocrización de la economía (en parte por razones domésticas y en parte internacionales) y, por supuesto, la degeneración de Venezuela en una dictadura siniestra de la que llegan, cada día, cientos, miles, de seres desesperados en busca de sobrevivir y toda clase de operaciones desestabilizadoras de la camarilla chavista que se ha apoderado del gobierno (incluyendo presos comunes a los que Maduro suelta para infiltrarlos entre los migrantes que huyen a Colombia o agitadores políticos que tienen la misión de encender la hoguera en el vecino país).
Ese es el contexto en el que se dan las elecciones de hoy en Colombia. Si de estos comicios sale, finalmente, un gobierno capaz de rescatar lo mejor del proceso de paz y enmendarlo para darle la legitimidad social de la que hoy carece, de devolver a Colombia el dinamismo económico perdido y de hacerse respetar por la dictadura vecina, los colombianos habrán logrado algo muy importante para toda la región. En cambio, si lo que sale de las urnas es un gobierno populistón y acomplejado frente a las Farc y frente al chavismo, incapaz de entender que para que los acuerdos de paz se sostengan hay que arraigarlos en la población, las consecuencias serán graves para Sudamérica en su conjunto. Lo serán porque Colombia está -lo repito- en la línea del frente.
El candidato que va adelante en las encuestas desde hace varias semanas es muy interesante. Se llama Iván Duque. Los resúmenes facilones de la prensa internacional dicen de él, simplemente, que es el "candidato uribista" o que es un "senador del Centro Democrático", es decir, el partido de Uribe, y enseguida dejan entrever que encarna al prototípico líder de la derecha dura que quisiera provocar el retorno de la violencia. La realidad es muy distinta.
Duque tiene apenas 41 años, ha estado alejado de las feroces y sangrientas confrontaciones armadas e ideológicas del pasado (en esos años se dedicaba al rock con sus amigos), y ha hecho su carrera en organismos internacionales, especialmente el Banco Interamericano de Desarrollo (también tuvo vinculación con la ONU). En Colombia, vaya paradoja, fue asesor de Juan Manuel Santos, cuando el actual presidente era ministro de Hacienda del gobierno de Andrés Pastrana (y continuó luego como asesor de la misma cartera bajo el gobierno siguiente). Más tarde se hizo senador.
Tuve ocasión de conversar con él en Bogotá y Buenos Aires hace pocas semanas y lo que advertí en él no es un cruzado ideológico de derecha empeñado de resucitar la violencia, sino un tipo sensato que intelectual y generacionalmente pertenece mucho más al mundo "post" que al mundo "pre" en lo que a los acuerdos de paz se refiere. No quiere eliminarlos ni retroceder las manijas del reloj, sino darles una nueva vida que permita a la ciudadanía recuperar la fe en algo que ahora suscita más indignación y miedo que alivio (en un primer momento suscitaba más lo último que lo anterior, pero la gestión del proceso y los acontecimientos posteriores, incluyendo la evidencia de que varios líderes de las Farc han seguido haciendo fechorías, ha divorciado emocionalmente a millones de ciudadanos de lo pactado por los negociadores en Cuba).
Acompaña a Duque, por lo demás, en la fórmula presidencial una mujer ampliamente conocida y respetada: Marta Lucía Ramírez. Discípula de Andrés Pastrana y exministra de Defensa, Marta Lucía le confiere a la candidatura de Duque una serenidad, una veteranía (en el mejor sentido de la palabra) y una experiencia que serán vitales si ganan las elecciones. Es una de las razones por las cuales es muy difícil pensar que Duque será, como vaticinan sus críticos, un títere de Uribe. Esa pareja tiene poca pinta de ser manipulable por terceros, independientemente del hecho evidente de que Uribe seguirá teniendo, como líder de la primera mayoría en el Senado, un ascendiente significativo en la política colombiana. La alianza entre Uribe y Pastrana, por cierto, permite suponer que, aunque algunos miembros del Partido Conservador se han apartado de Marta Lucía Ramírez porque querían ir por su cuenta, una eventual victoria del Centro Democrático acabará restableciendo la unidad conservadora y por tanto otorgando al gobierno más fuerza parlamentaria de la que ahora mismo se supone.
Dicho todo esto, las elecciones están lejos de haber sido ganadas por nadie. Duque no roza en ninguna encuesta el umbral del 50% necesario para evitar el balotaje. El rival que más le conviene en segunda vuelta es Gustavo Petro, un hombre de izquierda y exguerrillero que es inteligente y buen comunicador pero cuya historia suscita desconfianza por su antigua admiración por el chavismo. Su paso por la alcaldía de Bogotá, donde el énfasis asistencialista le trajo gratitudes populares en un momento dado, dejó también muchos problemas que sus críticos le enrostran. Si Petro pasara a segunda vuelta, no es difícil imaginar que incluso muchos partidarios del gobierno de Santos se volcarían con Duque para cerrarle las puertas al exalcalde.
Sin embargo, hay dos candidaturas que pretenden desplazar a Petro del segundo lugar. Una, la de Sergio Fajardo, es la clásica candidatura del "outsider" (aunque no es tan "outsider" como se dice, pues lleva algunos años en la brega) que quiere aprovechar el sentimiento de rechazo a la política y los partidos. Es un hombre moderado, pero tiene el aura de alguien que no va a ser todo lo firme que hay que ser hoy en día frente a las amenazas internas y externas contra la democracia liberal por parte del populismo autoritario de izquierda. El otro, Germán Vargas Lleras, vicepresidente de Santos hasta 2017, es el sueño de los santistas y los antiuribistas que no son de izquierda. Como posee eso que se llama "maquinaria" -y que en Colombia, a pesar del descrédito de la política tradicional, importa todavía mucho-, se piensa que su bajo puntaje en los sondeos podría ser engañoso. Petro está convencido, y así lo grita por calles y plazas, de que el gobierno pretende cometer un fraude contra él para colar a Vargas en la segunda vuelta. En ese caso, Duque ya no estaría frente a un populista al que muchos colombianos creen cercano al chavismo y blanco con las Farc, sino frente a un centrista apoyado por el Estado y todo el sector ciudadano, que es grande, favorable a los acuerdos de paz. Hay otros candidatos, como Humberto de la Calle, el negociador principal de esos acuerdos, pero padecen puntajes irrisorios.
En Colombia -como probó la consulta popular en la que la mayoría rechazó los acuerdos de paz- las encuestas pueden fallar gravemente. Por eso sería imprudente sostener que es segura una segunda vuelta entre Duque y Petro. Lo que sí se puede decir, sin embargo, es que, dado que Fajardo y Vargas Lleras están todavía a considerable distancia de Petro, un balotaje que incluyera a cualquiera de los dos constituiría una sorpresa de gran magnitud.
En las urnas colombianas estaremos hoy todos los latinoamericanos. Ojalá que los votantes del país de Santander lo vean así también.