Columna de Álvaro Vargas Llosa: El extraño caso de Brasil
Con más de 35% de respaldo en la primera vuelta y un margen de ventaja sobre sus posibles contrincantes en la segunda, Lula es el factor determinante de estos comicios. Pero está preso por una condena a 12 años en segunda instancia que él, sus partidarios y numerosas instituciones internacionales ven como una persecución política.
Brasil está a cinco semanas de las elecciones presidenciales, quizás las más importantes desde el retorno de la democracia en 1985. Ofrezco las versiones que podrían dar dos cronistas extranjeros con miradas radicalmente distintas, pesimista una, optimista la otra, sobre lo que sucede. Lo hago porque Brasil divide hoy las opiniones como pocos países emergentes.
1) De mal en peor
La democracia brasileña afronta una crisis de legitimidad extremadamente grave, resumida en el hecho de que Lula da Silva, un preso político según un considerable número de sus compatriotas, ganaría las elecciones si se le permitiera competir. Con más de 35% de respaldo en la primera vuelta y un margen de ventaja sobre sus posibles contrincantes en la segunda -el exmilitar populista Jair Bolsonaro, la exministra ecologista Marina Silva, el exgobernador paulista de centroderecha Geraldo Alckmin, el exgobernador de Ceará y candidato de izquierda Ciro Gomes-, Lula es el factor determinante de estos comicios. Pero está preso en la Superintendencia de la Policía Federal de Curitiba por una condena a 12 años en segunda instancia que él, sus partidarios y numerosas instituciones internacionales ven como una persecución política. Debido a la "Lei da ficha limpia" según la cual un sentenciado a pena de cárcel en segunda instancia debe entrar en prisión aun si están pendientes apelaciones ante instancias superiores, Lula no puede ser candidato. Pero, como sostienen muchos brasileños y el propio Comité de Derechos Humanos de la ONU, esta norma restringe los "derechos políticos" del expresidente y se está aplicando selectivamente contra él porque los jueces y políticos que acabaron con el gobierno de Dilma Rousseff ven con pavor la posibilidad de que el exmandatario, todavía sumamente popular, regrese a Planalto a lomo de millones de brasileños que recuerdan con júbilo los años de crecimiento y justicia social.
Estos mismos jueces y políticos orquestaron un golpe de Estado contra Dilma en 2016 (los primeros porque desde la Corte Suprema supervisaron y aprobaron las decisiones políticas del Congreso, los segundos porque las tomaron) creyendo que ese sería el fin de la era del Partido de los Trabajadores y el inicio de la restauración del viejo elitismo de la derecha brasileña. Pero el hombre que se prestó a esa traición contra la democracia, Michel Temer, es repudiado por la población tanto por clavarle el puñal a Dilma por la espalda a pesar de haber sido electo vicepresidente de la República en su "ticket" como por formar parte, según las múltiples denuncias de que es objeto, de la vasta corrupción de "Lava Jato".
El opositor Partido de la Social Democracia Brasileña, que debería ser beneficiario de lo ocurrido en los últimos años, también vive horas muy bajas: muchos de sus políticos están presos o procesados, o bajo investigación, y ha sido incapaz de renovar su dirigencia y sus planteamientos. Por su parte, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, que a escala nacional ha sido la mayor organización durante muchos años y sostenía a los distintos gobiernos con apoyo parlamentario, es la imagen misma de la putrefacción política.
La economía, que sufrió entre finales de 2014, por culpa del neoliberalismo que la derecha le impuso a Dilma, y finales de 2016 una recesión sin precedentes en la historia moderna de Brasil, ha vuelto a desacelerarse. La incompetencia del gobierno de Temer, la ilegitimidad que gran parte de la población le atribuye y las reformas antisociales que ha llevado a cabo han provocado protestas y huelgas, especialmente en el sector logístico, tanto en el transporte terrestre como en el marítimo, frenando la recuperación de las exportaciones. Ello, en el contexto de una inflación de 13%, una deuda pública que equivale a 80% del PIB y una moneda castigada por la desconfianza.
Las elecciones que tendrán lugar dentro de cinco semanas deberían ser la luz al final de este túnel. Pero el "establishment", que no le perdona a Lula da Silva su emoción social y su legado solidario, le cierra las puertas del poder a la única persona a la que el pueblo brasileño ve como capaz de devolverle la esperanza y ofrecer una solución.
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Foto: EFE[/caption]
2) Luz al final del túnel
A cinco semanas de las elecciones presidenciales en Brasil, reina cierta incertidumbre por no haber un claro favorito y porque el expresidente Lula, que purga una pena de 12 años de cárcel por corrupción y lavado de dinero en la Superintendencia de la Policía Federal de Curitiba, intenta, con respaldo de una izquierda internacional necesitada de un mesías tras el fracaso estrepitoso de los experimentos populistas de América Latina, vulnerar el estado de derecho y volver al poder.
Lula, que enfrenta numerosos procesos e investigaciones y presidió dos gobiernos signados por la corrupción (el primero es recordado por el "mensalao", la masiva compra de votos parlamentarios, y el segundo por los miles de millones de dólares en sobornos relacionados con la obra pública) afirma ser objeto de una persecución política. Ha emprendido una campaña internacional -que incluyó un artículo suyo en el New York Times y acciones ante organismos internacionales como el Comité de Derechos Humanos de la ONU- para denunciar lo que ve como un vil atropello. Además, asegura que se están conculcando sus derechos políticos al no permitírsele ser candidato presidencial el 7 de octubre. Como se sabe, Lula encabeza los sondeos con más de 35% de los votos, seguido de Jair Bolsonaro, el excapitán y parlamentario que ha hecho del orden público, en el país con el mayor número de homicidios del mundo, su causa. Otros candidatos, como la ecologista Marina Silva o el exgobernador de Sao Paulo Geraldo Alckmin, están bastante por detrás.
Los argumentos de Lula han sido desmontados por personas con autoridad moral como el expresidente Fernando Henrique Cardoso, que respondió al artículo del New York Times con uno en el Financial Times. Como recuerda Cardoso, la ley que impide a Lula ser candidato nació a raíz del "mensalao", el escándalo de corrupción del primer gobierno del hoy preso ex mandatario, y partió de una iniciativa ciudadana con la recolección de más de un millón de firmas. El Congreso, en el que tenían mayoría Lula y sus aliados, aprobó la ley y luego el propio presidente la refrendó, con respaldo popular. Esa ley pretendía evitar lo que Lula hace hoy: utilizar la política como coartada para la corrupción y escudo contra la justicia.
Lula asegura que solo está preso porque los jueces y políticos lo persiguen. Pero la Corte Suprema que determinó que un sentenciado entre en prisión a partir de la condena en segunda instancia está compuesta por una mayoría de jueces nominados por el propio Lula y por Dilma Rousseff. Esa Corte Suprema ha enviado a la cárcel a políticos y empresarios de distinta orientación, al igual que tribunales inferiores.
Hay quienes creen que existe demasiado apresuramiento en los procesos judiciales y que no siempre se cuidan todas las formas de la mejor manera. Pero si algo está funcionando razonablemente bien en Brasil es el sistema jurisdiccional, que ha hecho gala de una independencia política sin precedentes en democracia. Los fiscales y jueces han permitido sostener la institucionalidad en una democracia dañada por la corrupción impune de años anteriores, y por la desafección de una población hastiada de tanta podredumbre.
Aunque es cierto que Lula encabeza las encuestas a pesar de que no puede participar como candidato, también es cierto que un amplio número de brasileños lo hace responsable de la monumental corrupción de "Lava Jato" y afirman que nunca votarían por él. En la más reciente encuesta hasta un 47% de votantes se expresaba así. Su respaldo se explica, además de la lealtad partidista y el carisma, por el aumento del consumo en base al excesivo crédito y los masivos subsidios que repartió (mediante programas redistributivos que heredó de su antecesor y amplió). Esas mismas políticas que incubaron la crisis descomunal que le estalló a Dilma Rouseff en el rostro permitieron a Lula, durante el "boom" de los commodities, gastar dinero sin pagar directamente las consecuencias económicas.
Otro factor que ha ayudado a Brasil a ir sorteando la crisis son las reformas del gobierno de Temer, a pesar de su impopularidad y de que penden sobre él numerosas acusaciones de corrupción. No interesado en competir en los comicios de octubre, anunció desde el comienzo que se limitaría a terminar el mandato truncado de Dilma e iniciar reformas impopulares para empezar a desmontar el legado estatista y populista. A pesar de baches insalvables (por ejemplo, en las pensiones), Temer llevó a cabo algunas reformas con relativo éxito y Brasil empezó a recuperar la confianza internacional y crecer. Pero las huelgas del sector logístico este año, especialmente los camioneros, han frenado el crecimiento al afectar las exportaciones y obligado al gobierno a hacer concesiones populistas e intervencionistas que han hecho temer un retroceso.
Aun así, hay cierto consenso entre los candidatos -excepto Ciro Gomes- sobre la necesidad de dar continuidad a la orientación iniciada por el cuestionado gobierno saliente. El propio Bolsonaro, un militar populista que pone los pelos de punta por sus agresiones verbales contra las minorías y un discurso autoritario que recuerda al filipino Rodrigo Dutarte, ha nombrado asesor económico a un egresado de la Universidad de Chicago, Paulo Guedes, que propone mucha disciplina fiscal, la privatización de empresas públicas (en Brasil el Estado consume más del 40% del PIB) y la eliminación de muchos controles. Dicho esto, Bolsonaro probablemente no reformaría las pensiones para no afectar a los militares y la policía, en quienes piensa recostarse si gana los comicios.
Aunque Bolsonaro va segundo en las encuestas (y primero sin Lula, que no podrá ser candidato a pesar del entusiasmo de los encuestadores), lo cierto es que no supera el 18% y su triunfo en una segunda vuelta es altamente improbable. Los brasileños, receptivos a su discurso de mano dura contra el crimen y el desorden, no acaban de confiar en él. Es posible, además, que pierda puntos en los próximos días y que los gane Geraldo Alckmin porque pronto la televisión dará espacio gratuito a los candidatos según la norma establecida y, debido a que el tiempo de cada uno tiene que ver el peso de su representación política, el exmilitar recibirá mucho menos que los demás.
La incertidumbre, pues, sigue siendo alta, pero Brasil es hoy un país con algunas instituciones que han estado a la altura de las circunstancias, una democracia que no corre peligro y un creciente consenso sobre la necesidad de desapolillar el sistema económico.
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