Las encuestas afirman que Jair Bolsonaro será elegido hoy Presidente de Brasil. No estamos hablando de una llamativa anécdota tercermundista, sino de un hecho político central de nuestros días. Brasil está a punto de llevar a Planalto a un hombre que -por sus antecedentes autoritarios, su condición de político marginal y su temperamento- jamás se habría convertido en Presidente en circunstancias más normales. Entre los muchos aspectos que merecen atención, destaco cuatro.
1) Un hijo del 'petalulismo'.
Existe una tendencia internacional a tratar el fenómeno político de Bolsonaro sin tener en cuenta la placenta de la que salió. Solo quien no tenga una idea clara de lo sucedido en los últimos años, especialmente entre 2003 y 2016, puede sorprenderse por la irrupción de una figura populista de derecha con viabilidad electoral en aquel país. Aunque ese periodo abarca cuatro gobiernos, dos de Lula da Silva y dos de Dilma Rousseff, estamos hablando de una era política: la conocida como el 'lulapetismo'.
Empezó representando una puesta al día de la izquierda más poderosa de la región gracias a la moderación de Lula y, por obra del "boom" de los commodities, las políticas redistributivas y el asistencialismo, un ascenso social para millones de brasileños. Pero con el tiempo quedó en evidencia que detrás de todo había una doble estafa, la ética y la económica. La ética puso al descubierto que lo que parecía un instrumento de justicia social, el Partido de los Trabajadores, era un frío conjunto de intereses y apetitos. La económica puso en evidencia que la bonanza era un espejismo: detrás de ella había una expansión manipulada del crédito, un dispendio clientelista, un dirigismo acaparador y centralista, y una trama mercantilista mediante la cual el gobierno y un grupo de empresas privadas hacían imposible el desarrollo de un vida productiva moderna, competitiva y sana.
El resultado de la primera estafa fue "Lava Jato" (y derivados), pero ya había habido síntomas anteriores, entre ellos el "mensalao": la compra de votos legislativos para favorecer a Lula y su partido. El resultado de la segunda estafa fue el descenso violento de millones de brasileños de la nueva clase media a la pobreza o sus cercanías, a medida que el país se desaceleraba hasta entrar, en 2014, en la recesión más larga de la historia republicana, que le costó 10 puntos porcentuales del PIB (y que en cierta forma continúa: el crecimiento fue de 1% el año pasado). La combinación de ambas estafas provocó un odio contra las élites nacionales.
Cualquier país que sufre un trauma así ve sus parámetros políticos modificarse radicalmente. En ese estado de conmoción, indignación y miedo, la gente tiende a reaccionar con una actitud al mismo tiempo destructiva y refundacional que de otra manera no asomaría en su conducta electoral. Cuando digo "destructiva", no hago un juicio de valor: uso el término en un sentido más bien literal. El populismo de Bolsonaro no se entiende sin el cataclismo ético y económico del "lulapetismo".
2) ¿Peligra la democracia?
La democracia ha demostrado una vitalidad frente al "lulapetismo" y sus consecuencias que no puede dejar de ser tomada en cuenta para responder a esta pregunta. Sin ánimo de comparar el armazón institucional estadounidense con el brasileño, traigo a colación el caso de Donald Trump, el líder populista de derecha más poderoso del mundo. Gracias a la solvencia institucional de ese país, los excesos turbulentos de Trump han quedado confinados en las comunicaciones y ciertas políticas gubernamentales que podrían tener consecuencias a mediano plazo, pero no han hecho mella significativa en el sistema democrático. Es importante, aun teniendo en cuenta las diferencias entre la democracia de Estados Unidos y una Constitución brasileña que data apenas de 1988, entender que Brasil tiene frente al fenómeno Bolsonaro unas defensas institucionales relativamente fiables. Si algo han demostrado instituciones como la policía, la fiscalía y la judicatura en estos tiempos, es independencia frente al poder político; si algo ha caracterizado a los ciudadanos es su musculatura cívica; si por algo ha destacado la prensa brasileña en estos años es por la fiscalización del poder político y, en muchos casos, el económico (lo que es tan importante como lo anterior, si tenemos en cuenta la dependencia económica de los medios).
Nadie puede saber los límites del populismo antes de ponerlos a prueba, como lo demostró la Europa civilizada de los años 30. Pero a estas alturas lo más probable es que el populismo de Bolsonaro se concentre en una cierta retórica y ciertas políticas antes que en la demolición, como sucedió en Venezuela, de las instituciones republicanas. Bolsonaro dará un énfasis al tema de la seguridad porque ese es su temperamento y porque allí es donde puede establecer rápidamente una relación de fidelidad entre su electorado y su Presidencia. No olvidemos que en Brasil hubo el año pasado unos 64.000 homicidios. La inseguridad es un drama nada reciente, pero en los últimos años se ha agravado. Su importancia en la política brasileña no es nueva. Todos los gobiernos de la etapa reciente de la democracia llegaron al poder ofreciendo solucionarla. La polarización ideológica ha convertido esa inseguridad en una pelota de fútbol que unos patean hacia un arco y otros, hacia el contrario. Para muchos activistas de los derechos humanos, la actuación violenta e indiscriminada de la policía se ha cebado en brasileños pobres y negros; para la derecha, el poder de los movimientos de izquierda ha impedido aplicar la ley con la contundencia que se requiere. Bolsonaro ha encontrado en este asunto una mina de oro en términos políticos y electorales. Su oferta de hacer más permisiva la política de tenencia de armas, dar más libertad a la policía para emplear la fuerza letal y reducir la edad de la responsabilidad criminal ha encontrado un eco en un amplio sector de la población.
Otra área donde Bolsonaro puede concentrar su populismo de derecha es el del conservadurismo social. Como otras derechas latinoamericanas, la brasileña tiene un viejo entredicho con la izquierda en torno a lo que ha dado en llamarse el "enfoque de género" en la educación. No es el lugar para discutir el fondo del asunto: apunto, simplemente, que la reacción de muchos brasileños contra lo que perciben como el riesgo de que Fernando Haddad, el candidato del Partido de los Trabajadores, acentúe el debilitamiento de los valores tradicionales y del núcleo familiar ha engrosado las filas del "bolsonarismo" y otorgará a un eventual Presidente Bolsonaro otra área donde volcar sus instintos populistas de derecha sin dedicarse a pelear con la democracia (pero peleando, eso sí, con los detractores de esas políticas).
3) ¿Populismo liberal?
En otros tiempos, el populismo de derecha desconfiaba de casi todas las políticas económicas liberales. Eso ha cambiado (lo que supone para el liberalismo un reto considerable). Trump es proteccionista, o al menos utiliza el proteccionismo como arma de presión y negociación, pero está a favor de bajar los impuestos; Matteo Salvini, hombre fuerte del gobierno italiano, está a favor de un elevadísimo gasto público, pero también de bajar los impuestos y de aplicar tasas horizontales, como lo está Viktor Orbán en Hungría. Los populistas de derecha combinan el populismo económico con el liberalismo económico. Bolsonaro hace lo mismo: por un lado, es crítico de cualquier intento de reformar el sistema de pensiones, el mayor de los muchos causantes de un desbarajuste fiscal que se ha vuelto crónico en Brasil; por el otro, ha encargado su plan económico a un economista de la Universidad de Chicago, Paulo Guedes, quien se propone privatizar 147 empresas públicas, abrir más la economía y aplicar una tasa de impuestos horizontal.
¿Qué consecuencias tiene que el populismo de derecha adopte una parte del "libreto" económico liberal? La más importante no es el desafío que supone para los liberales, sino el simple hecho de que los gobiernos populistas de derecha que aplican esas políticas suelen obtener éxitos económicos parciales que los fortalecen. Ha ocurrido con Trump, al que el repunte de la actividad económica ha ayudado mucho de cara al electorado que lo había abandonado y con Hungría, donde el crecimiento ha sido un factor sobre el cual Orbán se ha empinado para enfrentarse a la Unión Europea (a la que su país pertenece incómodamente, como otros centroeuropeos).
Bolsonaro tendrá que optar entre sus instintos populistas -que favorecen el asistencialismo, el proteccionismo y el intervencionismo- y su reciente (y parcial) conversión ideológica al libreto económico de algunos liberales brasileños. Una posibilidad -ya que él mismo ha dicho en esta campaña que no entiende de economía y eso se lo deja a su experto- es que él se dedique a los asuntos que mencioné anteriormente y se meta poco en la economía. Pero el riesgo es que, al no jugarse por las reformas económicas, no logre generar un respaldo popular y parlamentario suficiente para su aplicación, o que, una vez aplicadas las medidas, si resultan impopulares él las desautorice. Para no hablar del peligro, existente también en Estados Unidos e Italia, de que la combinación de medidas populistas relacionadas con el alto gasto público y medidas liberales como la reducción de impuestos acabe trayendo desequilibrios importantes a mediano plazo.
4) ¿Qué política exterior?
Esta es un área donde es posible que veamos modificaciones muy notorias. La mayor de todas: un potencial idilio con Estados Unidos, con cuyo Presidente Bolsonaro tiene una afinidad que ha pregonado sin titubeos. Brasil ha mantenido, durante más de medio siglo, relaciones difíciles con Washington. Por razones que en parte se remontan a la Segunda Guerra Mundial y en parte tienen que ver con el orgullo competitivo del gigante sudamericano, incluso en los momentos de buena relación era palpable la falta de "carnalidad" (para usar la vieja fórmula de Carlos Menem) en esas relaciones. Ahora, esto puede cambiar y habrá que ver cómo responden la élite brasileña y la ciudadanía en general.
El segundo cambio importante -que en realidad ya había aplicado Michel Temer pero ahora puede acentuarse mucho- es la hostilidad declarada contra la izquierda latinoamericana, particularmente la de Venezuela y sus aliados. Brasil fue, durante los años de Lula y Rousseff, un bastión de la izquierda ideológica en asuntos de política exterior. Nunca fueron más estrechas las relaciones con la dictadura cubana; los niveles de compenetración con el chavismo venezolano, incluyendo tratos corruptos, fueron muy altos. No hay duda de que Maduro tendrá en Bolsonaro a un enemigo activo, quizá tan activo como lo fue, en sentido inverso, el mismísimo Lula.