Columna de Álvaro Vargas Llosa: Lo que vendrá

Cabe preguntarse si hay mayores razones para el optimismo que el pesimismo. Lo cierto es que hay tantas posibilidades de que los gobiernos que intentan modernizar sus países logren su cometido como de lo contrario. Y en lo que respecta a los países todavía bajo el populismo, hay tantas posibilidades de que sus caudillos caigan como de que sobrevivan un tiempo más en el cargo.



Esta columna es parte de la edición especial Reportajes 2018: ¿En qué creer?

Esta columna llega a su fin junto con el año. No tengo otra cosa que palabras de gratitud por la hospitalidad de La Tercera y de admiración por el éxito de esta cabecera, que se ha posicionado como una de las más respetadas e influyentes de América Latina.

No se me ocurre mejor forma de simbolizar el hecho de que nuestra amistad seguirá más allá de esta columna que dedicarla, no sin una pizca de temor, al futuro. Lo hago en forma de pregunta: ¿Soy optimista o pesimista respecto de la América Latina de los próximos tiempos?

Encuentro tantas razones para lo uno como para lo otro. Aunque mi perspectiva es liberal, creo que mis razones para dudar valen también para quien tenga una perspectiva socialdemócrata o conservadora.

Entre finales de los 90 y los primeros años del milenio en curso, el gran asunto social fue la emergencia de una nueva clase media. Impaciente, ambiciosa, empezó a exigir de sus políticos unos Estados y unas instituciones de primer mundo que ellos no estaban en condiciones de producir. Había diferencias entre los reclamos de los distintos países. En el caso chileno, podía hablarse de una crisis de éxito (la relativa prosperidad había desbordado a la política) y de complacencia (las nuevas generaciones pensaban mucho más en sus derechos que en sus responsabilidades). En el de México, donde la democracia era reciente y la herencia del PRI muy pesada, el sentido de la participación de la clase media era otro. En Brasil, la corrupción protagonizaba la vida pública y las clases medias disfrutaban de una bonanza más artificial que en otros países. En el Perú, la democracia reestrenada a fines del año 2000 se afeó, pero la economía siguió durante unos años potenciando a la nueva clase media, mientras que la política iba dos pasos por detrás.

Si la clase media fue el gran asunto social, el populismo fue el gran asunto político. Gran parte de la región cayó en sus garras, aunque no todos los regímenes eran dictatoriales o no lo eran con la misma intensidad. Los países que no cayeron en el populismo se vieron mediatizados por los otros, con la única excepción de la iniciativa conocida como Alianza del Pacífico, que, sin embargo, careció de una voz política y prefirió guardar un perfil bajo para evitar una confrontación antipática y quizá internamente desestabilizadora. Los países no populistas no hicieron reformas, porque no había ánimo para ellas, ni dentro ni fuera de cada país. Prefirieron administrar la herencia.

Si estos eran los grandes rasgos de nuestra vida social y política en esos años, ¿qué sucede hoy? El ingreso en la parte baja del ciclo de las materias primas tras aquellos años de bonanza loca sacó a la superficie las verdades sumergidas, incluyendo la precariedad que tenía en algunos países esa nueva clase media, la insuficiencia de nuestras antiguas reformas, la complacencia de gobiernos que habían preferido gestionar lo heredado en lugar de profundizarlo, la sofocante corrupción y el atraso de nuestros Estados en relación con las expectativas de los ciudadanos emergentes. Eso, en lo que respecta a los países no gobernados por el populismo o gobernados por el populismo "light". En los otros, los del populismo a secas, hubo una aceleración del autoritarismo, a medida que surgía el descontento porque los ingresos fiscales ya no bastaban para sostener el artificio y la acción del caudillo y su Estado patrimonial ya no podía suplir a la empresa privada. Hasta que, hartos de sus autoritarios y de sus fracasados, varios países lograron por vías distintas sacarse de encima a sus gobiernos populistas.

Ahora, como he tratado de explicar en otras columnas, uno de nuestros temas dominantes es cómo superar la ponzoñosa herencia populista. Por todas partes, de Brasil a la Argentina y de allí a Ecuador, por mencionar algunos casos, vemos a los gobiernos patalear para sacarse de encima algo de lo que solo se sale con medidas impopulares que no todos los líderes se atreven a tomar porque no creen que podrían sobrevivir a la resaca social y política. En ningún país se ha planteado tan claramente la disyuntiva como en la Argentina de Mauricio Macri, donde el debate ha girado en torno al gradualismo o su contrario, el shock.

El otro gran asunto del momento, junto con la dificultad para superar la herencia, es, por supuesto, la propia supervivencia del populismo en muchos países. Cuando se habla de un "giro a la derecha" o un "regreso al neoliberalismo" en América Latina, se está incurriendo en un acto de ceguera (independientemente de lo debatibles que son estas etiquetas para describir lo que ocurre en los países donde ha habido un cambio ideológico). ¿Cómo les decimos que la vieja enfermedad política latinoamericana ha quedado atrás a 130 millones de mexicanos que podrían caer en manos del populismo si López Obrador termina de optar por esa vía, a 11 millones y medio de cubanos que siguen bajo la bota del Partido Comunista, a seis y pico millones de nicaragüenses malheridos bajo esa reencarnación de Somoza que es Daniel Ortega, a 32 millones de venezolanos que padecen las cotidianas privaciones y humillaciones del socialismo del siglo XXI, y a 11 millones de bolivianos que han visto cómo Evo Morales, a pesar de perder en 2016 el referéndum vinculante sobre sus pretensiones de obtener un cuarto mandato, vuelve a utilizar tribunales serviles para presentarse a los comicios presidenciales de 2019?

Fuera de estas dos grandes tendencias o situaciones, están casos algo distintos, como el de Chile, donde el rumbo es más claro más allá de las pugnas de coyuntura, o el del Perú, donde todavía el conflicto entre el fujimorismo (con su aliado, el aprismo) y el resto de la vida política, que va del conservadurismo moderado a la izquierda radical pasando por el liberalismo y la izquierda prudente, lo sigue dominando todo. En medio de ello, la democracia intenta, con el Presidente Vizcarra a la cabeza y con soporte popular, realizar ciertas reformas políticas y cambios en el sistema jurisdiccional que la democracia no supo llevar a cabo cuando renació hace dos décadas. A su vez, las fuerzas retrógradas, en gran parte representadas por el fujimorismo y el aprismo, luchan a brazo partido para impedirlas.

Volviendo a los dos grandes asuntos regionales -la superación de la herencia populista en unos casos y la supervivencia de corrientes populistas autoritarias en otros-, cabe preguntarse, como al principio, si hay mayores razones para el optimismo que el pesimismo. Lo cierto es que hay tantas posibilidades de que los gobiernos que intentan modernizar sus países logren su cometido como de lo contrario. Y en lo que respecta a los países todavía bajo el populismo, hay tantas posibilidades de que sus caudillos caigan como de que sobrevivan un tiempo más en el cargo.

Me gustaría ser más definitivo, pero me cuesta. No soy de los que creen que cuando hay razones para el pesimismo uno debe arrojar la toalla y detener el combate. Es exactamente al revés: mientras haya atisbos de riesgo -y no se diga nada si las circunstancias son mucho peores que eso-, hay que librar las buenas batallas con renovado ímpetu porque la historia es una masa informe a la que somos nosotros mismos, y no unas oscuras fuerzas impersonales, los que damos su forma definitiva.

Un hito importante en relación con todo esto será 2019, el año que está a punto de estrenarse. En varios países, tres centroamericanos (Guatemala, El Salvador y Panamá) y tres sudamericanos (Argentina, Uruguay y Bolivia), habrá comicios presidenciales. Pongo el énfasis en los sudamericanos. En Argentina, la reelección de Macri será determinante para saber si un país clave para la región ha decidido, a pesar de tantos contratiempos y el error que cometió el gobierno abusando del gradualismo, renovar la fe en el cambio. Si Evo Morales, por su parte, impone su cuarto mandato, Bolivia habrá dado otra vuelta de tuerca al populismo autoritario y las consecuencias serán un agravamiento de la fractura social y política, porque el gobierno tiene una amplia contestación popular que afecta incluso sus viejos bastiones. En Uruguay, la oposición, probablemente encarnada en el promisorio Luis Lacalle Pou, querrá poner término a la seguidilla de gobiernos del Frente Amplio, la izquierda vegetariana por excelencia (aliada con una parte de la izquierda carnívora, que, sin embargo, no ha logrado en todos estos años imponerse a la otra al interior de la coalición, teniendo que contentarse con ciertos bolsones).

Si imaginamos un triunfo de Macri y Lacalle Pou, y una derrota de Morales en su pretensión reeleccionista, estamos hablando de un enorme viento de cola, en 2019, para la América Latina que aspira a la modernidad política y económica. Esto infundirá nuevos bríos en quienes tienen la responsabilidad de hacer las reformas pendientes y agravará el aislamiento de los populistas autoritarios. Pero, ¿y si sucede lo contrario? Aunque no es probable la derrota de Macri, tampoco es inconcebible que un peronista "light" gane esos comicios y el país tome un rumbo equivocado. Muchos proclamarán entonces, absurda pero eficazmente, la derrota del "neoliberalismo". Una nueva victoria del Frente Amplio en Uruguay reforzaría esa percepción… y no se diga nada de un cuarto gobierno de Evo Morales sumado a esas dos hipótesis rioplatenses. El viento, en este caso, iría en contra de la modernización de América Latina, limitando el esfuerzo de los países que sí tienden hacia ese norte.

Junto con estos y otros comicios, la atención deberá estar puesta en Brasil y México. Lo que ocurra o deje de ocurrir allí será aun más determinante para la región, por tratarse de los dos países con más peso económico y demográfico. Hay dos escenarios en el caso de Brasil y no es descartable, a estas alturas, ninguno de ellos: que Jair Bolsonaro dé rienda suelta a instintos populistas en nombre del orden público y la lucha contra los políticos corruptos, o que, frenándolos, lleve a cabo reformas económicas liberales e impopulares pero indispensables para liberar la energía creativa de los brasileños y actúe, en cuestiones de orden público, dentro de la Constitución. Si sucede lo segundo, habrá más razones para el optimismo que el pesimismo en América Latina.

En el caso de México, exactamente igual que sucedió durante la campaña electoral, López Obrador da un día razones para respirar con tranquilidad y al otro día, para angustiarse. Ha actuado con moderación en el delicado asunto fiscal recientemente, pero mantiene varias espadas de Damocles columpiándose sobre la empresa privada y el tono populista en su relación con las instituciones y la población sigue allí, chirriando. Si México toma el camino equivocado, habrá más razones para el pesimismo que para lo contrario… y por tanto para seguir intentando que las ideas más razonables se abran paso.

¡Feliz 2019!R

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