No solo no hay una selección sudamericana en la final del Mundial que se juega esta tarde en Rusia (la mañana en el hemisferio occidental): tampoco la hubo en las semifinales y, de las ocho selecciones que representaron al continente americano (cinco sudamericanas, dos centroamericanas, una norteamericana), solo hubo dos, Brasil y Uruguay, en los cuartos de final.
Habría que torcer mucho las cosas para sostener que, en términos históricos, esto no es un fracaso. Europa tiene más Copas del Mundo que Sudamérica, pero no muchas más: 12 -con la de hoy- contra nueve. Si le sumamos a esta estadística el dato halagüeño de que en tres de las 12 Copas del Mundo obtenidas por Europa hubo un finalista sudamericano, quiere decir que no habría sido necesario un giro excepcional de la historia deportiva para que los sudamericanos obtuvieran 12 Copas del Mundo contra nueve europeas. Una de esas tres finales que pudo ser distinta ocurrió hace apenas cuatro años, en Brasil, cuando Alemania derrotó a Argentina con un solo gol marcado en la prórroga.
Antes de que alguien me salte al cuello, dejo constancia de cosas obvias: Brasil hubiera podido derrotar a Bélgica con una pizca de mejor suerte en el magnífico segundo tiempo de su partido de cuartos de final; México superó a Alemania y, si no hubiera tenido la mala fortuna de toparse con Brasil en los octavos de final, habría quizá llegado más lejos, y Uruguay, que fue capaz de domeñar a los rusos en su propio estadio -sí, los mismos rusos que eliminaron a España-, tal vez habría salvado el honor del continente americano si no hubiera tenido que batirse con Francia, la finalista de hoy, en los cuartos de final.
Ya sabemos que, como dijo Pascal, si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta la faz de la Tierra habría sido otra, pero de poco sirve esta especulación retrospectiva porque la nariz de la egipcia era la que era. Así que mejor es aceptar la realidad en vez de torcerle el pescuezo para que nos cuente los cuentos que queremos oír: no le ha ido bien a América Latina en este Mundial. La pregunta que cae de madura es por qué. O quizá la pregunta es si esta parte del mundo ha entrado en una decadencia futbolística, al menos en comparación con Europa, que refleja condiciones políticas, institucionales, económicas o sociales determinadas.
Uno podría deslizarse por esta tentación con relativa facilidad si no tuviera en cuenta dos cosas. La primera es que no resulta nada fácil establecer una relación de causa y efecto entre los éxitos mundialistas sudamericanos del pasado y las condiciones políticas o económicas de entonces, pues no hay un patrón sino una pluralidad muy amplia y contradictoria de casos distintos. La segunda es que la actual Europa dominante no pasa, precisamente, por su mejor momento, sino que ha empezado a emerger recientemente de una larga crisis económica y, en cambio, está profundamente sumergida en una crisis de identidad.
No es una ironía menor que la inmigración sea hoy parte de esa crisis de identidad y que, al mismo tiempo, la importante presencia de inmigrantes africanos en algunas de las cuatro selecciones más exitosas tenga mucho que ver con sus logros. Logros que, a su vez, han dado pie a grandes efusiones nacionalistas. En el caso francés, el 60% de los 23 jugadores convocados son de origen africano y en el de Bélgica, lo son la tercera parte. La Inglaterra que fue apeada de la final por Croacia tiene jugadores no solo de ascendencia africana sino también caribeña, más exactamente jamaiquina.
Me detengo brevemente en la primera de las dos observaciones. Las nueve Copas del Mundo obtenidas por selecciones sudamericanas a lo largo de casi un siglo (cinco Brasil, dos Argentina y dos Uruguay) se alcanzaron en épocas muy distintas: los años 30 (una), los 50 (dos), los 60 (una), los 70 (una), los 80 (una), los 90 (una) y la década de 2000 (una). Esta dispersión por sí sola echa por tierra cualquier pretensión de establecer patrones de causalidad política, social o económica detrás de las hazañas deportivas. Si a lo largo de un siglo la región, a pesar del progreso general, exhibió un rendimiento claramente muy por debajo de su desarrollo potencial, quiere decir que difícilmente un buen contexto político o económico explica los logros del pasado. ¿Podría decirse, entonces, lo contrario, es decir que, si bien América Latina fracasaba como proyecto de desarrollo, era capaz, en áreas específicas como el deporte, de desarrollarse plenamente, como podría decirse de las letras o la pintura? No exactamente: la misma dispersión a la que aludí anteriormente implica que en la lista de Copas del Mundo que fueron a parar a manos latinoamericanas, tan alargada en el tiempo, existen algunas coincidencias o relaciones de contemporaneidad entre el éxito deportivo y el progreso general de la región.
Es el caso de la primera Copa del Mundo, ganada por Uruguay en 1930. Uruguay y Argentina eran países altamente desarrollados para la época, que venían de décadas de progreso y atraían a inmigrantes europeos. Aunque fue, justamente, a partir de los años 30 que ambos países empezaron a perder gradualmente mucha de la calidad institucional y la orientación política que había permitido ese progreso, en 1930 Uruguay todavía era un símbolo de país exitoso, mientras que Europa venía de una década, la de los años 20, de populismos y debilitamiento de la democracia liberal.
El Brasil que ganó dos Copas del Mundo entre finales de los años 50 y comienzos de los años 60 era un país que estaba gobernado por el desarrollismo y la política de sustitución de importaciones (Kubitschek primero, Goulart después), tendencia intervencionista y burocrática que sería a la postre reconocida como una de las causantes del excesivo peso del Estado en la vida económica y del lento progreso económico. Además, era un país que empezaba a fracturarse políticamente, a polarizarse en bandos ideológicos enfrentados. El resultado fue el golpe militar de 1964 y el inicio de la dictadura militar. Aquí tenemos, por tanto, un caso muy distinto al de Uruguay.
La Argentina que, con Maradona a la cabeza, deslumbró al mundo en México 86 vivía todavía la euforia de la recuperación de la democracia ocurrida tres años antes. Se trata, por tanto, de una situación muy diferente de la brasileña de unas décadas antes. Y difiere también del caso de la propia Argentina de 1978, año en que los goles de Kempes y Bertoni le dieron a ese país su primera Copa del Mundo. Gobernaba entonces Jorge Rafael Videla tras el golpe militar de 1976 y la crisis con Chile por el canal Beagle había estado a punto de impedir la realización del torneo. La existencia de la dictadura, a la que ya se denunciaba en el exterior por las violaciones a los derechos humanos, llevó a algunos jugadores de otras selecciones a negarse a participar en el Mundial; varios miembros de la selección argentina, empezando por el entrenador César Luis Menotti, tenían fuertes reparos al régimen. En este caso un contexto político profundamente negativo coincidió con el éxito deportivo.
En los 80 Alfonsín, que había heredado una deuda y un déficit crecientes, gestionó muy mal la economía. En 1986, Argentina volvía a sufrir, entre otras cosas, una inflación importante. Pero aquel contexto de crisis económica no impidió que la selección argentina alcanzara un nivel excelso que no ha vuelto a exhibir desde entonces.
Brasil ganó una Copa del Mundo a mediados de los años 90, cuando todavía ese país arrastraba los problemas de los años 80 y comienzos de la siguiente década. La volvió a ganar en 2002, en situación muy distinta: se terminaba el exitoso gobierno de Fernando Cardoso y la economía brasileña, después del bache mundial de comienzos de la década de 2000, volvía a crecer.
No existiendo relaciones de causa y efecto directas y consistentes entre el contexto político o económico y el desempeño de las selecciones, hay a la mano otras posibles explicaciones para el fracaso latinoamericano en Rusia.
Podríamos alegar que muchos de los jugadores cuyas selecciones cayeron derrotadas antes de tiempo en Rusia triunfan en el fútbol europeo y contribuyen decisivamente a hacer de ese continente la Meca de este deporte. Pero este dato no compensa el hecho de que haya selecciones latinoamericanas con un mayor cúmulo de estrellas internacionales que algunas selecciones europeas que las superaron. El caso clamoroso es el de Argentina y no se queda atrás Brasil. También podría alegarse que los métodos europeos, fruto de una preparación mayor con recursos económicos superiores, han ido desplazando a los latinoamericanos. Pero esto suena más a excusa que a razonamiento sólido: el fútbol está altamente globalizado y muchos entrenadores de selecciones latinoamericanas han bebido en el abrevadero metodológico europeo. El propio Tite ha logrado recuperar mucho del fútbol tradicional de Brasil estudiando de cerca los sistemas europeos y fusionándolos con los del acervo futbolístico brasileño.
No solo eso: hay escuelas europeas de fútbol que en realidad tienen un alto componente sudamericano. El "simeonismo", por ejemplo, cuya influencia es evidente en la selección francesa, está dejando desde hace unos pocos años una marca poderosa en el Viejo Continente. En cierta forma es una resurrección, y adaptación moderna, de la antigua "escuela italiana", la frustrante y exitosa tradición del "catenaccio", pero que sea el entrenador argentino del Atlético de Madrid, Diego Pablo Simeone, quien la encarna implica que no es verdad que América Latina está en desventaja frente a Europa en este campo.
Es más: la otra escuela futbolística -para reducir, de forma simplista, a dos grandes "ideologías" futbolísticas la gama de formas de entender este deporte contemporáneamente- tiene también una vena latinoamericana. Me refiero a la que ha hecho universalmente admirada en la última década y pico Pep Guardiola, hoy entrenador del Manchester City y exentrenador del FC Barcelona. Esa escuela tiene elementos del viejo "juego bonito" brasileño y una fuerte impronta de Marcelo Bielsa, que tuvo éxito con ideas parecidas a la cabeza de la selección chilena, dejando tras de sí una estela.
Así que, en mi opinión, no hay buenas excusas para el rendimiento pobre, tan por debajo de las expectativas, que ha tenido el fútbol de América Latina en Rusia. Algunas selecciones lo hicieron razonablemente bien, otras (la peruana, por ejemplo) encandilaron a un sector del público y merecieron mejor suerte, y las hubo que derrotaron a europeos del máximo nivel, pero, hechas las sumas y restas, los resultados fueron decepcionantes. Quedan cuatro años para trabajar más y mejor, y probar, en Qatar 2022, que esta región no ha entrado en un declive futbolístico irreversible.