Se entiende mejor la cumbre surrealista que acaba de tener lugar en Singapur entre Donald Trump y Kim Jong-un si se ha leído The art of the deal, el libro de memorias del Presidente de Estados Unidos que abarca su carrera como hombre de negocios.
Trump no es un político sino un "dealmaker", palabra que no tiene una traducción exacta. Es alguien que hace "tratos" con otra persona, es decir contratos de negocio, pero el énfasis de la expresión no está tanto en el negocio, es decir el fin, como en el proceso, o sea la negociación. Por eso sospecho que "negociador" es una mejor palabra, para traducir "dealmaker", que cualesquiera otras que aludan al resultado definitivo.
El libro de Trump está repleto de episodios en los que él despliega métodos que van de la matonería y la intimidación hasta la concesión piadosa, y en los que se actúa siempre al límite de la legalidad o la decencia, por lo general, pero no siempre, con buenos resultados. La conclusión es que Trump es un animal negociador, alguien que parece gozar casi tanto del proceso como del trato al que llega con su interlocutor. El poderoso ego o "hubris" que guía su accionar encuentra el apogeo en el trayecto hacia la meta.
Fíjense bien en todo lo que está haciendo Trump en política exterior y verán que está actuando como una persona que se regodea en su propia capacidad para forzar resultados con métodos audaces y sorprendentes, siempre al límite, con una fe temeraria en que casi siempre obtendrá lo que quiere. ¿No es su apuesta agresiva por el proteccionismo comercial exactamente eso? Él no está ideológicamente embarcado en una ofensiva para lograr que Estados Unidos se amuralle contra el mundo. Está, más bien, convencido de que a punta de "arancelazos" y otros golpes de efecto proteccionistas obligará a China, Alemania y México -los "malos" principales desde el punto de vista de Washington- a modificar sus propias protecciones comerciales y reducir, por decreto o por ley, sus superávit comerciales con Estados Unidos. Así, el "dealmaker" podrá decir que gracias a él el comercio mundial acabó siendo más libre.
Pasa algo similar en su relación con Kim Jong-un. Le declaró al "hombre-cohete" una guerra de "tuits" y frases lapidarias durante meses, y lo amenazó con obliterar a su país con bombas nucleares. A cada ensayo nuclear o prueba de misiles de mediano o largo alcance que Kim utilizaba para intimidar a sus vecinos telegrafiando a Washington que estaba en condiciones de medirse con él de igual a igual, Trump respondía con una escalada que ponía a las cancillerías del mundo, nada acostumbradas a ver al líder del mundo libre actuar de esa forma, a temblar. Ahora Trump está convencido de que ha forzado a Kim a negociar con él gracias a sus amenazas tremebundas, sus ejercicios militares con Corea del Sur, la aceleración de la protección antimisiles otorgada a este mismo país, y sobre todo su presión sobre Pekín para que se apliquen de verdad las sanciones comerciales contra Pyongyang.
No solo eso: como "dealmaker" que es, Trump se cree capaz de reconocer a otro "dealmaker" donde lo haya. Así, ha llegado a la conclusión de que Kim Jong-un, a diferencia de su padre y abuelo, que eran más ideológicos, es un ególatra, como el propio Presidente de Estados Unidos, con hambre de éxito. Eso significa que, habiendo desarrollado armas nucleares, Kim estaría ahora dispuesto, en tanto que "dealmaker", a utilizarlas en una negociación para obtener dos cosas: garantías para su perpetuidad política y la prosperidad económica.
Por eso me parece que quizá se equivocan los analistas que en estos días se han puesto a calcular quién ganó y quién perdió en la cumbre que tuvo lugar en el Hotel Capella, en Singapur. ¿No se dan cuenta de que, llegado el caso, Trump, que salió de Singapur hablando de Kim como de la Madre Teresa de Calcuta, es perfectamente capaz, en 24 horas, de volver a burlarse del físico del dictador norcoreano por Twitter, cancelar las negociaciones que su secretario de Estado, Mike Pompeo, debe llevar a cabo a partir de ahora y poner a la península coreana al borde de la guerra nuclear para volver a forzar a su interlocutor a entrar por el aro de su estrategia?
Es cierto que Trump concedió muchas cosas, como la suspensión indefinida de los ejercicios militares conjuntos entre Corea del Sur y Estados Unidos, algo que tanto los norcoreanos como los chinos vienen exigiendo desde hace mucho rato. También es cierto que colocar a Kim bajo el marco de una cumbre bilateral con el Presidente de Estados Unidos es darle legitimidad mundial y elevarlo de estatura, como si se tratara del secretario general del Partido Comunista de la URSS en tiempos de la Guerra Fría. No es menos cierto que el documento oficial que se firmó en Singapur no contiene mecanismos de verificación e irreversibilidad en relación con la "desnuclearización de la península coreana" de la que allí se habla. Pero esto solo importa si se aborda la cumbre con ojos de "establishment", a la luz de prácticas y protocolos diplomáticos razonables y probados, o a partir de los parámetros de lo que uno espera de un jefe de Estado del país más poderoso de la tierra. Si se aborda la cumbre desde el punto de vista del "dealmaker", nada de lo que parece una concesión lo es realmente porque son eslabones en la cadena negociadora, un ejercicio que Trump cree que puede traducir del mundo de los negocios al de las relaciones internacionales.
Lo que importa a Trump son dos cosas que no esconde demasiado: fascinar al mundo, forzándolo a verlo como él se ve a sí mismo, y ser reelecto dentro de dos años y medio.
El Presidente ha tenido una intuición de "dealmaker" en su trato con Kim. ¿En qué consiste esta intuición? En que Kim aceptará eliminar su arsenal a cambio de garantías poderosas de que no será removido del poder, su país no sufrirá un ataque armado, las tropas estadounidenses estacionadas en Corea del Sur serán retiradas y las sanciones económicas cederán el lugar a ayuda financiera y muchas inversiones. Trump cree, a diferencia de gran parte de sus colaboradores y del "establishment" político, incluido el Partido Republicano, que observa todo esto con horror e impotencia, que hay un precio por el cual Kim está dispuesto a vender su condición de país nuclear. Si no se comprende esto, no se comprende nada de lo que sucedió en Singapur y sucederá en los meses venideros.
Para Trump, ese precio no será nunca demasiado alto: si el objetivo de desnuclearizar Corea del Norte se logra, las compensaciones que obtendrá él como Presidente justificarán absolutamente todo. ¿Y qué sucede si esta apuesta temeraria fracasa? Para cualquier otro Presidente estadounidense, es decir para cualquier político normal, se trataría de un fracaso monumental, probablemente el fin de su carrera. Pero no para Trump, que se guía por otros parámetros, los del "dealmaker". Si este negocio fracasa, se le hace pagar al interlocutor un alto precio por su renuncia a cerrar el trato y se pasa… al siguiente negocio.
Se objeta con razón que Trump haya hecho concesiones a Kim a cambio de un pedazo de papel en el que se compromete a desnuclearizar Corea del Norte sin establecer mecanismo alguno de verificación. Es más: se apunta, lógicamente, que Pyongyang y Washington interpretan de modo muy distinto lo que significa "completa desnuclearización" (la expresión del documento oficial), pues para Corea del Norte esto incluye la eliminación del "paraguas nuclear", es decir la garantía de protección que confiere Estados Unidos a Japón y Corea del Sur, mientras que para Washington tiene que ver solamente con el arsenal norcoreano. Pero -otra vez- estas razonables objeciones tendrían sentido si estuviéramos ante un Presidente y un gobierno normales, respetuosos de los precedentes históricos y sujetos a normas de conducta protocolares. No es el caso. El "dealmaker" ha modificado los parámetros de la política tradicional por los suyos.
¿Qué se puede esperar? Exactamente lo mismo que le ocurría en el mundo de los negocios: que algunas veces sus apuestas temerarias le salgan bien porque su lectura de la psicología y de los estímulos y limitaciones de su interlocutor será la correcta y que en otras le salgan muy mal por la razón contraria. Hay que elevar plegarias al cielo para que Trump acabe teniendo éxito en las apuestas temerarias en las que las consecuencias del fracaso serían más graves y fracasando, si tiene que fracasar, en aquellas cuyas consecuencias sean menos nocivas.
Nadie sabe si Kim será capaz de llevar esta negociación al lugar donde Trump quiere llevarla. Pero una cosa sí sabemos: que Kim, un dictador totalitario que ha llegado a matar parientes suyos para consolidar su posición, tiene el poder para tomar esa decisión en solitario, sin consultar a nadie. Si fuera parte de una estructura burocrática que coartara su liderazgo personal, esto no estaría garantizado. Pero, gracias a que llevó a su país al club de los nucleares, Kim es Dios para su entorno y su régimen. Si él quiere instalarse en la gloria obteniendo, en un trato de igual a igual con Estados Unidos, lo que necesita a cambio de renunciar a su arsenal, está en condiciones de hacerlo. De allí que, en base a la intuición del negociador que olfatea la disposición de su interlocutor, Trump esté tan seguro de que esta temeraria apuesta le saldrá bien.
Sabe también que Kim tiene un aliado clave: China. Se ha dicho en estos días que China, el país al que Trump adversa continuamente, fue el país que más ganó con la cumbre de Singapur. China, en efecto, ganó mucho: entre otras cosas, es el país que más ha insistido para que cesen los ejercicios militares estadounidenses en Corea del Sur. Pero esto no es un problema para Trump sino una gran ayuda. Por dos razones: primero, porque China garantizará a Kim la estabilidad política, algo que Trump necesita para que Kim esté dispuesto a renunciar a su arsenal; en segundo lugar, porque China, que absorbe el 90% de las exportaciones norcoreanas, es indispensable para dar a Kim la seguridad de que un escenario desnuclearizado abrirá las puertas a una bonanza económica. Creer que el éxito logrado por China en una cumbre en la que ese gobierno no participó es un punto en contra para Trump, que se pasa la vida enfrentándose a los chinos, es no entender que todo, absolutamente todo, se justifica si el resultado es la renuncia de Kim a su arsenal y por tanto la gloria -y la reelección- para el mandatario estadounidense.
Trump tiene dos años y medio para lograr esto (y pocos meses si quiere que el acuerdo se acabe de negociar antes de las elecciones legislativas de mitad de mandato, en noviembre próximo). No seré yo quien se atreva a pronosticar que su fracaso está asegurado. Porque casi nada, en un "dealmaker", es lo que parece. Otra cosa es que así se deba gobernar Estados Unidos.