Las escenas acongojantes que se producen en las frontera de Venezuela con Colombia y Brasil cada día nos recuerdan que el régimen de Nicolás Maduro es ahora un asunto interno para buena parte de América Latina. Esta región está asociada, en el imaginario internacional, con muchas cosas, muchas de ellas negativas desde el punto de vista político y social, pero no con las crisis de refugiados propias de otras zonas del mundo, especialmente, en los dos últimos años, la de Turquía por los millones de ciudadanos del Medio Oriente que han huido de sus guerras para instalarse allí o tratar de dar el salto a Europa. Aquella crisis tuvo serias repercusiones en Europa y llevó a Angela Merkel a enfrentarse a muchos de sus vecinos de la Unión cuando, en 2015, anunció que abriría las puertas a un millón de refugiados. También en América Latina la riada de migrantes en busca de sobrevivir, en este caso de origen venezolano, está convirtiéndose en un factor de perturbación regional cada vez más agresivo.

De allí que la convocatoria de elecciones por parte de Nicolás Maduro para el 22 de abril haya suscitado tanta alarma en diversos gobiernos latinoamericanos, como quedó en evidencia en la declaración reciente del Grupo de Lima, en la que, entre otras cosas, se rechaza la posibilidad de que Maduro participe en la Cumbre de las Américas que se celebrará en Lima pocos días antes de esos comicios. El Presidente Kuczynski había invitado a Maduro -y defendido varias veces en público esa decisión, muy cuestionada en el país-, pero ha dado marcha atrás porque la región en su conjunto entiende ahora que avalar esos comicios es agravar seriamente el impacto desestabilizador de Venezuela en los países vecinos.

Recordemos que han salido de Venezuela entre cuatro y cinco millones de venezolanos bajo el régimen dictatorial. Es algo de lo que da fe, antes que las estadísticas, la presencia visible de comunidades venezolanas de reciente formación en varios países latinoamericanos, Estados Unidos y España. En muchos de estos lugares, pero especialmente en una América Latina no demasiado acostumbrada a éxodos masivos en poco tiempo provocados por una crisis social (los exilios políticos y migraciones económicas han tenido un "tempo" y unos destinos distintos), las tensiones entre la comunidad receptora y la comunidad extranjera han saltado a la luz y se han convertido en parte del debate político.

Es sobre todo en los países fronterizos donde el problema reviste una gran urgencia. En Colombia hay cerca de 800.000 venezolanos, de los cuales más de medio millón son producto exclusivo de esta crisis. Aunque el gobierno de Juan Manuel Santos creó mecanismos para dar una respuesta a la llegada masiva por la frontera, incluyendo un permiso temporal de permanencia, las cosas sólo han ido para peor. La magnitud del éxodo desborda las previsiones y los incentivos para que los venezolanos regresen a su país una vez satisfechas las urgencias son inoperantes ante la desesperación de seres humanos que no quieren volver al lugar invivible del que partieron.

No hay día en que no se tenga noticia de servicios colapsados o desbordados por la llegada de miles y miles de venezolanos, por ejemplo en Paraguachón, Arauquita o Puerto Carreño, por mencionar apenas algunos lugares entre tantos cuya vida ha sido trastornada por lo que sucede en el país vecino.

Colombia era un país que exportaba gente a Venezuela: más de dos millones y medio de personas de ese origen se habían instalado allí para inicios de la década de 2000, en la infancia del régimen chavista. Durante años la violencia que se vivía en Colombia hizo de Venezuela una atracción para cientos de miles de colombianos. Los papeles se han invertido: hoy la migración viaja hacia Colombia. La frontera ya estaba penetrada por los grupos terroristas, las mafias de narcotraficantes y otras organizaciones relacionadas con el crimen organizado, pero la rutina de la población local no había sido alterada tan notoriamente. Eso ha cambiado y, como suele ocurrir cuando un grupo humano entra en contacto repentino y traumático con otro, la presencia venezolana está provocando una respuesta hostil de ciertos sectores que ven a esos forasteros como una fuente de graves problemas para ellos.

En Brasil también se ha hecho sentir el drama humanitario. El estado de Roraina ha recibido decenas de miles de venezolanos, muchos de los cuales se han instalado en Boa Vista, la capital, donde se calcula que ya suman una décima parte de la población total. Muchos servicios se han visto desbordados por este flujo masivo de gente, al punto que el gobierno de Brasil ha militarizado algunos puntos de ingreso por la frontera.

A otros países vecinos o muy cercanos -como Guyana o Trinidad y Tobago- también están llegando los venezolanos en busca de refugio. Aunque allí el impacto no es todavía comparable al de Colombia y Brasil, no hace falta demasiada perspicacia para ver venir, en el muy corto plazo, crisis de refugiados comparables.

El desafío ni siquiera se agota en esos países, porque cientos de miles de venezolanos han saltado ya a otros lugares, más distantes de Venezuela, como Argentina o Perú, donde su presencia empieza a ser motivo de debate (en el Perú un sector crecientemente ruidoso ha cuestionado que se siga aceptando el ingreso indefinido de quienes huyen de la patria de Bolívar).

La dictadura chavista era desde hacía rato un problema parcialmente interno para la región. Los petrodólares -cuando los había- servían en parte para que Caracas se inmiscuyera en la política de muchos países, fortaleciendo a corrientes afines y desestabilizando a gobiernos u oposiciones de inclinación distinta. Pero fue a partir del hundimiento de la economía y la explosión de una violencia sin precedentes que la política exterior intervencionista del chavismo dejó de ser el principal reto. En cierta forma, a medida que el país se deshacía en términos sociales y económicos, la política exterior provocadora dejó de tener importancia o capacidad amenazadora. Pero el drama humanitario sustituyó a la política exterior del chavismo como factor de perturbación doméstica para los países de la región.

Esta es una de las principales razones por las cuales los gobiernos latinoamericanos, cuya postura frente a los asuntos venezolanos fue durante años vergonzosamente tímida, cambiaron de actitud y empezaron a denunciar lo que sucedía. El agravamiento de la crisis humanitaria -porque ya puede hablarse de eso o de algo muy parecido- ofrece a esos países perspectivas muy sombrías. Millones de venezolanos, impulsados por la necesidad de sobrevivir, podrían sumarse al éxodo reciente, provocando el cierre de fronteras, una militarización más extensa de ellas, la respuestas violenta de las comunidades receptoras y la instalación de multitudinarios campos de refugiados supervisados por el Acnur. La aglomeración de millones de personas obligaría a Estados Unidos a contemplar en serio las opciones más dramáticas, incluyendo una intervención militar para forzar la apertura de canales humanitarios (a lo cual Venezuela, a pesar de los pedidos del gobierno colombiano, se niega) o para derrocar al régimen. No hace falta ser demasiado zahorí para entender las tensiones que ello provocaría en América Latina y la ola de antiamericanismo que provocaría.

Los gobiernos de la región, sin embargo, no tienen claro qué hacer. Se limitan por ahora a proclamas retóricas porque no tienen muchas más opciones a la mano.

El cálculo de varias cancillerías es que, presionando diplomáticamente a Maduro con decisiones como retirarle la invitación a la Cumbre de las Américas, lograrán que la dictadura se siente a negociar en serio un calendario electoral aceptable para la oposición y unas condiciones de "fair play" con supervisión internacional que ofrezcan una salida pacífica a finales de este año. En el lapso que media entre esos eventuales acuerdos y la celebración de comicios presidenciales creíbles a finales del año se tomarían, con aceptación de Caracas, medidas humanitarias para aliviar la crisis y desatorar las fronteras y las comunidades fronterizas de los países vecinos.

En su defecto, calculan estas cancillerías, ante una negativa de Maduro y compañía, sectores desafectos de las Fuerzas Armadas, sintiéndose respaldados por la comunidad latinoamericana, Estados Unidos y la Unión Europea, quizá actúen para forzar una transición a espaldas de Maduro.

Maduro -y Cuba, que mueve los hilos de las fuerzas armadas venezolanas- sabe bien que existe ese riesgo. De allí que hayan tomado diversas medidas y ejecutado múltiples acciones tendientes a disuadir a eventuales insubordinados. El más reciente hecho relacionado con esta política fue la masacre del piloto rebelde Óscar Pérez y varios de sus compañeros cuando se habían rendido. Maduro no está interesado en negociar una transición, sólo en ganar tiempo, lo que a veces lo lleva a sentarse en la mesa con una oposición a la que tiene totalmente neutralizada. Ahora que ha convocado a elecciones para el 22 de abril e inhabilitado a sus opositores -muchos de los cuales están presos, perseguidos o exiliados-, ni siquiera pretende un nuevo diálogo táctico. Lo que quiere es "ganar" los grotescos comicios del 22 de abril y utilizar esa "legitimidad" para acabar de destruir a los opositores que se atrevan a cuestionar su reelección. Es lo único que queda cuando se tiene al 80% del país en contra -según múltiples sondeos- y un prontuario de delitos políticos y comunes que hacen casi imposible que los jerarcas chavistas puedan dejar el poder con garantías.

La consecuencia será, probablemente, doble: violencia interna y éxodo masivo hacia el exterior. Ambas cosas se retroalimentarán, pues la violencia antigubernamental será respondida con mucha mayor violencia militar, policial y paramilitar, lo que a su vez aumentará la estampida de ciudadanos desesperados por salir del infierno.

Frente a esa perspectiva, las declaraciones retóricas de América Latina pueden lograr muy poco. Es indispensable que los latinoamericanos, Estados Unidos y Europa, coordinen acciones más prácticas y conducentes a resultados concretos en todas las instancias, incluyendo por cierto Naciones Unidas. De lo contrario, la tan temida intervención militar estadounidense pasará a ser casi inevitable y, con ella, el resurgimiento de fantasmas que creíamos largamente desaparecidos.

El chavismo quería exportar la revolución a América Latina. Destinó a ese fin cientos de millones de dólares durante muchos años. No lo logró: el populismo autoritario está en serio declive. Pero sí consiguió convertirse en el problema de todos aquellos que ignoraron durante mucho tiempo el sufrimiento de sus víctimas.