Ningún país latinoamericano que se precie de serlo puede reclamar un lugar en la historia económica universal si no cambia su signo monetario y le quita varios ceros. Venezuela, que tiene la peor hiperinflación de un hemisferio que cuenta con un pasado muy logrado en esta materia, ha retirado cinco ceros de su moneda, el bolívar, a la que ha añadido un adjetivo, "soberano", y a la que ha vinculado a una criptomoneda, el "petro", que no es tal cosa y está a su vez vinculada al precio del petróleo en un país donde se produce ahora una cuarta parte menos que hace seis meses.

Esto, que parece broma, en parte lo es: toda hiperinflación genera algo de comicidad en quienes la infligen y en quienes la padecen. Pero también tiene un componente trágico: se puede vivir así mucho tiempo porque los países nunca tocan fondo y los mecanismos de supervivencia que generan las hiperinflaciones hacen que la capacidad de respuesta ciudadana contra los gobiernos que las generan no sea muy grande. El grueso de la gente solo piensa en cómo no perecer o cómo huir.

Examinemos un poco lo que hay detrás de la devaluación del 95% decretada por Nicolás Maduro con el cambio de signo monetario y la eliminación de cinco ceros. Quizá la mejor forma de entender la dimensión de lo sucedido sea comparar lo que pasa hoy con lo que ocurría hace un par de años.

En abril de 2016, si querías depositar el equivalente a 500 dólares en el banco (es un decir: nadie tenía tanto y si lo tenía, lo último que hacía era depositarlo), necesitabas 550.000 bolívares. El billete de mayor denominación era de 100 bolívares, por tanto te hacían falta 5.500 billetes, que debías llevar en una carreta o en sacos de papas. El Estado venezolano tenía serios problemas para pagarles a las imprentas extranjeras a las que encargaba la impresión de billetes.

Pues bien: las cosas siguieron deteriorándose, al punto que hace una semana por un dólar te pedían 285.000 bolívares. Ahora, tras la devaluación del fin de semana, un dólar equivale a seis millones de bolívares antiguos. Para maquillar este hurto, le quitaron cinco ceros a la moneda, le cambiaron el nombre y aumentaron a 500 el billete de mayor denominación, anunciando, como queda dicho, que el nuevo signo monetario estará respaldado por el petro. Un petro vale 60 dólares y equivale a 3.600 bolívares. Pero es pura fantasía: lo único real es que el venezolano que tenía 100 bolívares ahora tiene apenas cinco.

El petro, la supuesta "ancla" del bolívar soberano, no tiene un mercado ni se transa en plataforma internacional alguna, a diferencia del bitcoin y otras criptomonedas. A diferencia de ellas, no nació entre ciudadanos anónimos ni su valor depende de la oferta y la demanda: es una creación por decreto de la propia dictadura y es ella misma la que tiene el control. El petro, a su vez, tiene el teórico respaldo de petróleo venezolano. Pero resulta que Venezuela está produciendo cada mes menos petróleo. Su nivel de producción equivale al de hace 70 años y sigue cayendo estrepitosamente. ¿Qué garantía ofrece un signo monetario que va vinculado a una moneda virtual que, a su vez, está atada a un petróleo crecientemente ficticio pues el Estado que la controla tiene cada vez menos capacidad para producirlo?

Ese mismo Estado acumula ya una deuda de 60 mil millones de dólares cuyo servicio, para todo efecto práctico, está suspendido. No es de extrañar, pues el déficit fiscal equivale ya a más de 20% del producto bruto. Todo esto es lo que hace que los bonos venezolanos con vencimiento en 2027 se transen hoy (es un decir: casi no se transan) a 24 centavos de dólar. Los bobos (con perdón, pero no hay otra palabra) que compraron bonos de una dictadura económica agonizante ya no tienen sino una de dos opciones: esperar que alguien acabe con el régimen de Maduro y una nueva Venezuela enderece el rumbo, es decir esperar mucho tiempo, o demandar a Caracas en tribunales internacionales para tratar de hacerse con los activos de ese Estado en el exterior y liquidarlos.

Esto último ya está, por cierto, en marcha: como se sabe, hace poco un tribunal estadounidense autorizó a Crystollex, un acreedor del régimen de Maduro, a capturar Citgo, la filial de PDVSA en Estados Unidos dedicada a refinar petróleo y distribuir derivados.

Pero esto es lo de menos; lo de más está sucediendo adentro. Allí ocurren cosas tan inverosímiles como que el año pasado los venezolanos perdieron, en promedio, unos 10 kilos de peso por las privaciones que están pasando. Mucha gente está comiendo perros, gatos y palomas porque las alternativas no existen. Y todo el que puede trata de huir del país. Han salido tantos venezolanos, y tan caóticamente, que no hay institución en el mundo que tenga una contabilidad definitiva de a cuánto asciende el éxodo. Las cifras que se manejan alcanzan los cuatro millones de ciudadanos, pero hay otras que hablan de entre dos y tres millones.

El que no puede huir o no tiene más remedio que permanecer enfrenta ahora la realidad de ser 95% más pobre de lo muy pobre que ya era hace una semana. Para "compensar" este robo, Maduro ha decretado que el salario mínimo suba del equivalente a un dólar al equivalente a 30 dólares. Pero este aumento, que por supuesto es risible ante la magnitud de la devaluación, es también pura fantasía: ¿Qué empresa está en condiciones de pagarles 30 veces más a sus trabajadores en la Venezuela de hoy? Cualquiera que cumpla esta disposición tendrá que declararse en quiebra. Será imposible que los negocios paguen a sus trabajadores el salario mínimo incluso si el gobierno envía a la policía política, el Sebin (que por lo demás no daría abasto para cumplir semejante misión patriótica). La economía, según han anunciado los organismos internacionales, se ha encogido casi 50% en apenas cinco años. ¿Puede una economía que pierde la mitad de su producción en apenas un lustro reverdecer en semejante clima?

La oposición, que está dividida y que ya no tiene un líder sino muchos y sin capacidad de aglutinar al mayor número de organizaciones, sigue batallando heroicamente. Pero hay que ser realistas: sus posibilidades de derrocar sin armas a una dictadura que las tiene todas y las emplea a mansalva cuando hace falta son hoy día casi nulas. Son muchas las dictaduras que lograron perdurar muchos años a pesar de la hiperinflación y de la eliminación de muchos ceros, de la noche a la mañana, en sus signos monetarios. La de Zimbabwe, por ejemplo, bajo el siniestro Robert Mugabe, logró hacerlo durante una década. Luego, cuando ya era muy anciano, le dieron el golpe incruento que lo sacó del poder, pero antes de ese desenlace se dio maña para infligir a su pueblo no solo mucho daño político y cívico sino también terribles padecimientos económicos (en un momento dado, como tantos populistas, dio un giro copernicano y empezó a aplicar medidas totalmente contrarias a las que habían provocado la inflación, culpando de los efectos del ajuste, por supuesto, ¡a la oposición!).

Se dice con frecuencia que solo si los militares se rebelan contra Maduro y dan paso a una transición (retirándose de inmediato a los cuarteles para que sean los civiles quienes la gestionen) será posible el retorno de la democracia. Eso es cada vez más cierto. Pero se dice también, y esto es menos cierto, que no hay militares dispuestos a desobedecer. Los hay: si no, no estarían presos algunos cientos de uniformados que, muchas veces sin gran publicidad, han ido siendo reprimidos por el régimen precisamente porque suponían una amenaza. El gran problema no está allí, sino en que Maduro, con ayuda cubana, ha logrado, como lo logró Hugo Chávez antes que él, purgar a las fuerzas de seguridad con cierta eficacia y neutralizar a los potenciales rebeldes a tiempo. Desde luego, como el deterioro es tan acelerado y las consecuencias son tan incontrolables, no es seguro que pueda seguir manejando el frente militar con tanta eficacia. Pero por el momento convengamos en que lo ha logrado y por tanto la capacidad de las movilizaciones civiles para fracturar la dictadura y generar una corriente democratizadora en su interior está muy disminuida.

Una consecuencia trágica de todo esto son los cientos de miles de venezolanos que, habiendo llegado a la conclusión de que no hay más solución que huir, han salido en busca de un destino. Hay más de un millón en Colombia, unos 400 mil ya se han instalado en el Perú, al menos 250 mil lo han hecho en Ecuador y así sucesivamente. En buena parte de los países de la región ha habido un ingreso de venezolanos muy considerable. Como era de esperar, no ha tardado en producirse una respuesta xenófoba en un porcentaje minoritario pero visible de la población en diversos países que ciertos políticos ya están explotando.

En Brasil se ha producido una situación especialmente grave, pues los ciudadanos de Pacaraima (estado de Roraima), el punto de entrada de los venezolanos, reaccionaron con violencia tras un incidente en que aparentemente un muy pequeño grupo de venezolanos se vio involucrado. La reacción incluyó un ataque a las tiendas de campaña en que están refugiados muchos de los recién llegados. Brasil ha enviado tropas a la frontera.

En Ecuador, el gobierno anunció que pedirá pasaporte a los venezolanos (originalmente la medida incluía a niños y adolescentes, pero las protestas internacionales lo obligaron a dar marcha atrás; ahora los menores tendrán que estar acompañados por mayores con pasaporte). En el Perú también se les ha empezado a exigir pasaporte y además se les aplicará medidas de identificación. En Chile, se les pide desde hace poco tiempo un certificado de antecedentes penales. Todas estas medidas parecen poca cosa, pero tratándose de Venezuela son altamente restrictivas, pues para un venezolano obtener un pasaporte es prohibitivamente caro (además de muy difícil en términos burocráticos), como lo es conseguir certificados de antecedentes (los consulados venezolanos en el exterior cobran mucho por ellos).

Quizá el caso de xenofobia más repudiable que se ha producido hasta ahora es el de un candidato a la alcaldía de Lima, Ricardo Belmont, que está muy bien situado en las encuestas. Para agitar pasiones contra los forasteros, se inventó que todo esto es parte de una conspiración para hacer que un millón de venezolanos puedan votar en los comicios peruanos. También acusó, con expresiones vulgares, a las mujeres de esa nacionalidad de estar demasiado bien alimentadas para provenir de un país que supuestamente pasa hambre.

Expulsados de su tierra, crecientemente indeseados por una parte de la población en sus países de destino ante la mirada cada vez más incómoda de los distintos gobiernos, los venezolanos son hoy los parias de América.