Dos cosas permanecerán inalterables después mañana lunes 1 de octubre: 1) Bolivia seguirá siendo vecino de Chile y 2) las fronteras modificadas durante una guerra que se liberó hace casi 140 años seguirán en su lugar, como lo están decenas de fronteras alteradas por guerras anteriores y posteriores de todo el continente (por no hablar de Europa).

"Miles y miles de seres han nacido desde que comenzó el litigio; miles y miles de jóvenes se han casado; miles y miles de ancianos han muerto", escribe Charles Dickens en La casa lúgubre, explicando el pleito de Jarndyce contra Jarndyce, un juicio remoto que podría ser entre hermanos, primos, adversarios o desconocidos, ya no se sabe, y cuyos orígenes y reclamos han sido por largo olvidados. Dickens no pensaba en Bolivia versus Chile, sino en esas querellas de la judicatura inglesa que con la insistencia y el paso del tiempo convertían a las querellas mismas en su principal finalidad. No ganarlas ni perderlas, sino tenerlas.

Igual que en Jarndyce contra Jarndyce, hay una desigualdad entre las partes, que cada uno trata de interpretar como ventaja. ¿Es más noble haber alimentado a decenas de miles de niños con un sentimiento de despojo, o lo es, por el contrario, haber silenciado los efectos perdurables de una guerra remota? ¿Quién tiene la superioridad moral, quién la verdad, quién está en lo correcto? ¿Y qué es lo correcto?

La incapacidad de hallar una respuesta equilibrada a estas preguntas -y a muchas otras- tiene a Bolivia y a Chile donde están. Desde este punto de vista, el espíritu de la guerra de 1879 sigue vivo. Cualquier ciudadano del mundo lo consideraría increíble, pero así ha ocurrido en este remoto confín del planeta. En 140 años no se han alentado la fraternidad ni la colaboración, sino al revés, la xenofobia a una escala ridículamente minúscula, el nacionalismo de tamaño risiblemente provinciano.

Un confín donde, además, se encaran no dos potencias, no dos titanes, sino dos despojos de una colonización que solo deseaba oro, no descendencia: Chile, el inhóspito sur del Virreinato del Perú, en el que solo se internaban los descastados, y Bolivia, un desgajamiento del Alto Perú armado con retazos para gloria de Simón Bolívar, de quien Dickens podría haber escrito que hallaba en su grandeza "un objeto de contemplación inagotable".

Después de cinco años de presentar papeles y realizar un par de alegatos, la Corte Internacional de Justicia emitirá su veredicto y por primera vez en todo el proceso se ha producido un raro momento de prudencia, una retirada hacia el silencio. Los gobiernos de Bolivia y de Chile parecen sopesar de manera similar la singularidad del momento.

¿Será necesario decir que cualquier reacción estridente, cualquier euforia real o simulada, cualquier desborde de entusiasmo, solo echará a perder más las cosas? Bueno, quizás no las eche a perder más, porque es difícil que lleguen a estar peores, pero que aliente la flama de 1879.

Bolivia está convencida de haber obtenido una victoria con haber sacado la discusión del plano bilateral que siempre le ha exigido Chile. En realidad, su demanda ha seguido siendo estrictamente bilateral, como lo es también la defensa de Chile. Lo único diferente es que se trata de una corte; es un tercero, pero solo para el procesamiento y la sentencia. Y lo más probable es que, cualquiera sea esa sentencia, mantenga la bilateralidad.

Es un baile de máscaras: ninguno de los dos países quiere hacer referencia a Perú, a pesar de que este tercero excluido desarrolló una demanda contra Chile cuyo principal fin fue cerrar la puerta a toda posibilidad de que reflotara la idea de Pinochet de un "corredor" boliviano. La llamada "demanda marítima" de Perú fue preparada largamente después de aquella ocurrencia de Pinochet, y buscaba dejar a Arica asfixiada, con una delimitación oceánica que casi la convertiría en un puerto seco. Nada dijo Bolivia sobre eso: el espíritu de 1879.

Perú fue derrotado en la misma guerra, pero tuvo una prevención: para aceptar la pérdida definitiva de los territorios que ya había perdido militarmente, puso la condición de que cualquier negociación sobre esos territorios, ya ajenos, debería ser consultada con el gobierno de Lima. Ese es el "candado" de que se ha hablado por tantos años. Bolivia nunca ha querido pedir la llave, quizás porque eso rompería el espíritu de ese año fatídico en que una acción boliviana activó un pacto secreto y obligó a Perú a entrar en una guerra para la que no estaba listo: 1879.

La elusión de Perú -para no convertirlo de nuevo en aliado de Bolivia, por parte de Chile, y para que no sienta amenazados sus antiguos territorios, por parte de Bolivia- crea un espacio falso, un lugar donde falta una presencia, como cuando en el teatro se le habla a alguien invisible o, al revés, cuando el invisible se pasea entre los vivos sin que puedan advertirlo. Y la única razón por la que ninguna de las partes quiere invocarlo (o espera que sea el otro quien lo haga) es la misma que las anteriores: el espíritu de 1879.

Pero atención: si algún imposible día, por la pura imaginación de un par de nuevos políticos, Bolivia y Chile encontraran una solución a su querella dejando al margen a Perú, todas las relaciones vecinales del Cono Sur cambiarían de dirección. ¿Imposible día? Lagos y Banzer estuvieron a punto, aunque nunca se sabrá si el mismo Banzer, o sus sucesores, hubiesen considerado insuficiente cualquier acuerdo, como viene ocurriendo más o menos desde 1920.

El Presidente Evo Morales, cultor eminente de la tradición de renegar de sus antecesores, se encuentra en la doble encrucijada de presentar el resultado de La Haya como un triunfo y, más tarde, en nombre de él, pedirle a su pueblo que se olvide del referendo que le prohibió repostular a la Presidencia. Morales se ha mostrado que es más astuto que todos sus opositores. Si es obvio que no podía adivinar la fecha del fallo, también lo es que ya lo puede utilizar sin que ninguno de sus adversarios lo pueda contrapesar.

A diferencia del 2013, cuando presentó la demanda, Morales tiene algunas mejores razones para tomar en serio su relación con su propio pueblo. En aquel año campeaba la idea de un "socialismo del siglo XXI" que, sin ofrecer nada nuevo, tenía, gracias al petróleo venezolano, el dinero que nunca tuvo en el siglo XX. Cinco años después ya no quedan sino los escombros, en Caracas, en Managua y en algún otro rincón perdido. Queda, en realidad, sólo Morales.

Quizás La Haya le ofrezca la posibilidad de moderar sus apetitos, reubicar su propia figura en la historia de Bolivia y respetarse como jefe de un Estado. Nunca se sabe por dónde vienen las oportunidades.