Venezuela es una espada clavada en el riñón de toda la izquierda latinoamericana. El exilio masivo de ciudadanos pacíficos, de todas las clases sociales, recuerda todos los días que lo que está ocurriendo allí no solo es insanablemente anómalo, sino también trágico. Las estimaciones de las cancillerías regionales cifran en cuatro millones más los emigrantes para los próximos dos años, si la situación se mantiene como hoy la administra el chavismo que permanece con Maduro; si cambia, el número solo disminuiría un poco, porque reconstruir la economía será una tarea de generaciones.

Ahora ha tocado al PC chileno, el último de los partidos importantes en el escenario local que ha mantenido una pétrea solidaridad con el régimen de Maduro. El detonante visible fue el informe de la alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, que fue recibido por algunos comunistas -el alcalde Daniel Jadue por delante- con un rechazo vehemente y acusaciones con aspecto de insultos en contra de la expresidenta.

No parece que Maduro vaya a imitar a la dictadura chilena, que en 1978 realizó una "consulta nacional" para responder a un informe similar de la ONU. La reacción del pinochetismo fue también vehemente y descalificatoria, pero el reporte abrió las primeras grietas entre los partidarios que hasta entonces atribuían todas las denuncias al comunismo universal.

La historia de las disensiones en el PC chileno es tan larga como la de cualquier partido, y muchas veces ha terminado en la salida de los disidentes. Venezuela ya lleva algunos años en la agenda, y quizás las discrepancias no se hubiesen hecho tan públicas sin la imprudencia de los dirigentes que tomaron el estandarte en la descalificación. La declaración oficial de la directiva estaba destinada a ser discreta y pasar lo menos advertida posible.

Hay que cuidarse de caricaturizar el problema. La dimensión generacional -a la que se ha dado un relieve excesivo- está presente, pero no es la única. Por supuesto que los que tuvieron que apoyar las invasiones de Afganistán y Checoslovaquia, o defender el Muro de Berlín hasta el día antes de que cayera, tienen otra experiencia en acatar órdenes del Politburó. Pero ya no hay un "campo socialista" que justifique la desgracia venezolana; tampoco hay un partido hermano que esté en peligro, porque a los no muy numerosos comunistas venezolanos los absorbió el chavismo.

Lo que sí hay es una preocupación estratégica por parte de Cuba. El régimen castrista se envolvió tan profundamente con el chavismo, que la caída de Maduro tendría impactos de diverso calibre en la isla. Sea como "amigo" o "rehén" (depende del punto de vista), Venezuela ha sido para Cuba una fuente de abastecimiento y un contrafuerte militar en la geopolítica del Caribe. En cuanto vislumbró esa posibilidad (que significaba romper el aislamiento post Guerra Fría), Fidel Castro abrazó a Hugo Chávez, que murió hasta agradecido por la clarividencia cubana.

Una extensión de ese problema es el entierro final del "socialismo del siglo XXI", que significaría dejar en la total soledad a los Ortega en Centroamérica y a Evo Morales en Sudamérica, y al mismo tiempo hacer leña de los árboles ya caídos de Rafael Correa en Ecuador, el PT brasileño y hasta el kirchnerismo argentino. Movimientos recientes hacen pensar que en Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia se ha generado cierto acuerdo para encapsularse y no ceder un milímetro a sus oposiciones. Cada uno teme que si se rompe la cadena se precipitaría un efecto dominó. El endurecimiento, que en Venezuela encarna Diosdado Cabello, es sin duda una decisión de Cuba.

En la contracara se encuentra la encrucijada táctica interna. Respaldando a Maduro, el PC se expone a pasar una temporada en el purgatorio. De un lado, el agrietamiento con la ex Nueva Mayoría se convierte en un abismo. Ya era difícil hablar de esto con la DC, pero el informe de Bachelet también lo hace inviable con el PR, el PPD y el PS. La posibilidad de una sociedad electoral por ese flanco se ha puesto cuesta arriba. Y, por el otro, el del Frente Amplio, también. Aunque ante Venezuela, como en otros temas, se encuentra allí todo el abanico de opiniones, incluyendo las más excéntricas, sus figuras principales ya han tomado una posición crítica contra el régimen madurista. Sería iluso pensar que eso va a cambiar de aquí a las elecciones municipales del próximo año; más bien, solo puede empeorar.

Tácticamente, Maduro es un fardo asfixiante para enfrentar ese torneo. Si las elecciones fuesen ahora, el PC tendría que encararlas con el PRO de Marco Enríquez-Ominami y con la Federación Regionalista Verde Social que dirige Jaime Mulet (aunque es presumible que algunas de las figuras de este grupo también tomarían distancia). No se puede decir que sea una coalición hercúlea.

Pero es una prometeica razón para que algunos dirigentes hayan considerado que el apuro de Jadue fue un error mayor, tan grande como para hacer públicas sus discrepancias con el partido, incluso con su forma tradicional, politburocrática, de tomar las decisiones. Karol Cariola llegó demasiado lejos imaginando a un PC en deliberación continua. Era lo que proponía Trotski, y Stalin tuvo su respuesta para eso.

No es posible ignorar que, desde el punto de vista orgánico, el PC es el partido más conservador de Chile, el único que ha mantenido la fidelidad a sus dirigentes históricos, que ha guardado mucha prudencia ante las transformaciones culturales (hace muy poco que dejó de ser homofóbico, aunque sigue siento antiliberal en materias sexuales) y que ha resistido la helada ventolera del derrumbe de la Unión Soviética.

Si los errores son milagrosos, el de Venezuela puede ocupar un lugar en la historia del PC chileno.