¿Cómo lo hace el centro para definirse a sí mismo cuando le falta una de las coordenadas? Da lo mismo que ese centro se ponga apellido: lo que importa es la ausencia de referencias. Es lo que le viene pasando a la DC. Tiene al frente un nítido gobierno de derecha, que ya no le sustrae simpatizantes, como pudo ser hasta las elecciones de 2014. Es un oficialismo que, además, le suele subrayar su condición de adversario, un sector político dentro del cual se cultiva un adversario aún más duro, una derecha que arrisca la nariz de solo oír la palabra centro. Por ese flanco está todo claro.

El problema es la ausencia de izquierda. Si se repasa el mapa de los partidos, parece que hubiese varias: el "progresismo" socialdemócrata, el socialismo tradicional, el comunismo, el frenteamplismo, con toda esa gama de matices que pasa por el polo revolucionario y más allá. Varias izquierdas y una gran vocación de unidad, acaso tan grande como irrealizada.

El caso es que la idea misma de izquierda está en crisis. No la idea fundamental -ese propósito de igualdad entre los hombres que forma parte de toda antropología humanista-, sino el modo en que se construye una sociedad con esos principios. La crisis se desató de manera resonante con el colapso de la Unión Soviética, que desfondó el modelo de Estado centralizado y autoritario; el último bastión, Corea del Norte, está siendo conducido a la iniquidad por las caricias de Trump. Más tarde la enfermedad se extendió al estado de bienestar europeo, exhausto de gasto y provisiones.

El "socialismo del siglo XXI" inventado por Hugo Chávez es el capítulo más dramático: finalmente, el gran Estado redistributivo se ha convertido en un Estado agresor, con un cesarismo degradado. Ni hablar de Nicaragua, donde el sandinismo ha degenerado en una nueva forma de somocismo, ni de Cuba, la revolución cansada.

La izquierda chilena ha sido dañada por este proceso tanto como la ha zaherido su propia tendencia a la autodestrucción: de un día para otro esa izquierda dejó de reconocer a Ricardo Lagos como socialista, y estaba por hacer lo mismo con Michelle Bachelet antes de que ella se pusiera a la cabeza de los críticos de su primer gobierno.

¿En qué espejo lateral se mira, entonces, un proyecto de centro? En lo inmediato, la DC será puesta a prueba por el "acuerdo administrativo" que le iba a asignar la presidencia de la Cámara, y que el Frente Amplio declaró transgredido por los votos de diputados DC en proyectos del gobierno. El presidente del partido, Fuad Chahin, ha exigido el cumplimiento del acuerdo, aunque no ha contado con un gesto de orgullo por parte de sus parlamentarios. Recién la semana pasada la bancada de diputados notó que era un poco feo que el aspirante a presidir la Cámara estuviera encabezando las conversaciones con el Frente Amplio.

La gestión de Chahin está poblada de problemas político-estéticos como ese. Pero parece ser el primer presidente en muchos años que ejerce el control de la mesa directiva, el consejo nacional, la junta nacional y la bancada de diputados. En el Senado no entra ningún partido, no solo la DC. De modo que Chahin ha logrado alinear todo lo que se puede alinear.

¿Y para qué? Para recuperar el proyecto de centro político que quedó tan sumamente abollado tras el experimento de la Nueva Mayoría. La catástrofe de esa coalición maltrató a todos sus miembros, pero a la DC la desgarró y la aisló. Los optimistas dicen que fue meritorio que, en esas condiciones, consiguiera fuerza parlamentaria. Es cierto. Pero ha sido una fuerza despeinada, recién salida de un hoyo. Hasta que la paciencia de Chahin -víctima personal del desastre- ha logrado convertirla en una idea de bloque. Quizás perder su escaño fue para Fuad Chahin como caer del caballo y divisar, como en el rayo paulino, la jaula de cristal en que se ha convertido el Congreso, con sus disputas de cristal y sus cargos de cristal, mientras el país sucede en otras partes.

La DC, no hay que olvidarlo, es el producto histórico de un fenómeno concluido, la Guerra Fría. Su desarrollo resolvió las grandes encrucijadas de países como Italia, Alemania y Bélgica; en América Latina (Venezuela, Ecuador, Chile) se hizo cargo del paso de las economías semifeudales hacia formas de alguna modernidad. La competencia entre el comunismo soviético y el capitalismo facilitaba una posición de equidistancia, con pretenciosos aires de ecuanimidad y grandeza.

Pero eso se acabó y acaso debieron acabarse también sus productos colaterales. No ha sido siempre así. En Europa, la DC funciona como un agente moderador de los esfuerzos por convertir a los estados de bienestar en estados protosocialistas. En América Latina fue barrida, con la sola excepción de Chile, donde le tocó ser el partido clave para articular la transición. Por eso, la crítica de la transición debiese tocarla en el corazón, solo que muchos de sus dirigentes ni siquiera se dan cuenta. Quizás no les hubiese faltado coraje, pero lucidez…

La DC ya no es lo que fue, ni lo será nunca más. ¿Puede ser algo distinto? No sería verosímil que quisiera convertirse en una nueva izquierda, a pesar de que el remolino la empuje hacia ese vacío. La derecha está bien dispuesta a devorarla, como ha ocurrido en otros lugares donde ha elegido esa alianza. Es curioso, pero tanto las recriminaciones de las izquierdas como los ataques del gobierno son lo único que le indica un cierto lugar. No es suficiente para sobrevivir. También se necesita tener proyecto. Y alguna decisión.