De no ser por el asunto de los hijos -que no aparecieron hasta el final en la nómina de viaje y de cuya presencia nadie se quiere hacer responsable-, el viaje del Presidente a China podría haber sido aplaudido como un éxito. El gobierno logró, incluso, que China acepte que la agenda bilateral incluya el asunto de los derechos humanos, aunque, la verdad, es poco probable que el imponente Chile se convierta en el vigilante de la modesta China.

Para decirlo todo, Chile aceptó no hablar de derechos humanos con China durante toda la transición. Incluso, desde antes, solo que entonces fue China quien no habló de derechos humanos ante Pinochet. Aquellos eran los años de Deng Xiaoping, que había decidido cambiar el fracasado rumbo de Mao por una lenta deriva hacia otra estrategia de desarrollo. Entretanto, gran parte del mundo ha aceptado no hablar de derechos humanos con Beijing, y el propio gobierno chino ha reducido su tasa de arrestos políticos (conocidos) a unos 450 por año. Una nadería entre 1.400 millones de habitantes. Liu Xiaobo, por ejemplo, principal disidente y premio Nobel de la Paz (cuya entrega boicotearon, entre otros, Cuba y Venezuela), murió en julio de 2017 sin herederos conocidos.

Dentro de un tiempo, quizás ni siquiera se registre un solo disidente. Ya veremos por qué.

Como otros países de América Latina, Chile se siente satisfecho con entrar en la Iniciativa de la Franja y la Ruta, dos cinturones geográficos con que el gobierno de Xi Jinping se ha propuesto abarcar gran parte del comercio mundial. Estando en la Ruta, que es la parte que le toca, Chile podrá asegurarse de figurar en el mapa de las grandes inversiones chinas. Aunque es China la que ha llegado algo tarde: cuando inició su ofensiva de infraestructuras en América Latina, las grandes obras chilenas ya habían sido licitadas. Siempre queda algo más, por supuesto. Por ejemplo, agua.

Antes del viaje de Piñera, el secretario de Estado Mike Pompeo viajó a Santiago a hacer algunas advertencias acerca de China. Pompeo representa a uno de los jefes de Estado más antipáticos del mundo. Pero Estados Unidos sigue siendo una democracia, elige a su desagradable gobernante y se deshará de él en elecciones libres, tarde o temprano. No se puede decir lo mismo de los simpáticos gobernantes chinos.

Lo que algunos llaman hoy "capitalismo autoritario" de China se puede simplificar en unas líneas: desde 1949 el Partido Comunista Chino decide cuál es el camino hacia el desarrollo. Ninguna discrepancia es aceptada: el partido no se equivoca. Y el partido ha decidido que, no importa cuántas generaciones sean sacrificadas, alcanzará el desarrollo en algunas generaciones más. Con esa certeza ha impuesto y restringido todo lo que es imaginable: raciones de alimentos, comunicaciones, bienes para consumir, número de hijos, salarios, organizaciones sindicales. El "capitalismo autoritario" alienta la creación de empresas, pero todas reportan al Estado. Es mercado sin libertad. Y desde Xi Jinping esta forma de capitalismo comunista quiere apoyarse en las tecnologías digitales y en internet, solo que un internet censurado donde se impide al acceso a cosas como Facebook o Twitter o las críticas al PCCh.

Por todo lo ancho, China cumple con todas las definiciones de un proyecto totalitario. Ya va por su quinta generación de dirigentes. La novedad es que Xi Jinping dispone de dinero como no lo tuvo ninguna anterior administración y busca un ámbito de expansión que no necesita ejércitos: el ciberespacio.

La advertencia de Pompeo en Santiago fue sin filtro: se trata de la tecnología. A Estados Unidos le siguen preocupando los temas del déficit comercial -el jueves, Trump dio otro paso en la guerra arancelaria-, el pirateo y el robo de tecnología. Pero lo que ahora le importa es otra cosa: quién es el dueño del cable, quién controla el tráfico y el soporte. Desde que se sabe que estas tecnologías son capaces de almacenar la información que transmiten, el asunto del control de los datos se ha vuelto un asunto de seguridad internacional.

China suele alegar que esto es solo paranoia occidental. Pero hay que ver cómo se aplican estas cosas en la misma China. El gobierno levantó su "Gran Muralla Cortafuego" para filtrar la actividad de internet desde el exterior y vigila policialmente todo intento por traspasarla. Desde el 2017, los trenes requieren que los pasajeros pasen por lectores de datos; lo mismo para entrar a la Plaza de Tiananmen. En la ciudad de Xinjiang se ha estado probando el "Sistema de Crédito Social", una gigantesca base de datos que castiga o premia según las conductas personales acumuladas. En solo un pequeño salto, el PCCh no necesitará enfrentar a los disidentes: los conocerá antes de que cometan faltas, como imaginaba la película Inteligencia Artificial.

El Presidente Xi ha declarado, con total sinceridad, que su proyecto consiste en que para el 2030 China haya logrado el liderazgo mundial precisamente en inteligencia artificial. De allí que la revista de tecnología del MIT se preguntara en agosto pasado: "¿Quién necesita la democracia si se tiene big data?".

Esta es la envergadura del asunto. Es bastante probable que la diplomacia chilena no tenga ni siquiera las capacidades humanas para hacer frente a la diversidad de la relación con China. Piñera ha hecho lo que debía, que es ampliar el horizonte de esa relación. Si se juzga por la polémica armada en torno a sus hijos, también parece que a la dirigencia política chilena no le da el largo de la cinta para medir cuál es el límite del pragmatismo frente a un proyecto como el de China. "La rana en el pozo no puede concebir el océano", escribió Chuang Tzu hace unos 2.300 años.